Rojo maldijo entre dientes. ¿Cómo querían que comprendiera la mente de aquel hombre si lo sedaban? ¿Y para qué lo hacían si no había vuelto a manifestar una conducta violenta desde la muerte de su mujer?
—Espero que le hayan gustado.
—No soy muy amante de la divulgación científica. Creo que se suele rebajar el nivel de los conocimientos.
A su pesar, Rojo se sintió picado en su amor propio. —Vaya. ¿No cree usted que haya que compartir la ciencia con el gran público?
—No lo critico, doctor. Creo que es una forma honrada de ganarse la vida. ¿Le importa que hablemos en español?
—No, en absoluto, si el señor Danvers no pone objeción. —Rojo se volvió hacia el guardián—. Señor Danvers, le doy mi palabra de que no vamos a trazar ningún plan de fuga.
De nuevo, Danvers respondió totalmente en serio.
—Se la tomo, doctor.
Dicho esto, se retiró unos metros, sin dejar de observarles.
—Muy bien, señor Carreño —prosiguió Rojo en castellano—. Quiero que sepa que he venido aquí para ayudarle. Nuestro Gobierno tiene la intención de sacarle de aquí.
—Es inútil. No tiene remedio.
—¡Claro que lo tiene! Mire, no sé qué ha hecho usted, y no soy quién para juzgarle, pero estoy convencido de que nadie merece la muerte. Si usted colabora conmigo, creo que podré sacarle del corredor. Después… ya sabe, mientras hay vida hay esperanza.
Carreño le miró con aquellos ojos tan grandes y tan sedados.
—No hay esperanza, doctor Rojo. Ni para mí, ni para usted, ni para nadie. El mundo que conocemos está moribundo.
El corazón de Rojo se aceleró. No esperaba que Carreño empezara a mostrar su delirio tan pronto. Empezó a repetir sus palabras en su interior para anotarlas literalmente después.
En ese momento, se oyeron voces destempladas al principio del corredor. Rojo miró extrañado y vio cómo dos funcionarios se acercaban a Danvers y empezaban a discutir con él. Hablaban muy rápido y con acento cerrado, de modo que no pudo entender nada. Pero vio cómo los dedos y los ojos le señalaban, y no intuyó nada bueno.
Poco después Danvers se acercó. Por alguna razón, le pareció aún más musculoso que antes.
—Lo siento, doctor Rojo, pero no puede usted seguir aquí.
—¿Cómo que no? Si acabo de empezar mi entrevista…
—Ordenes del director. Hay algún permiso que no está en regla.
—¿Cómo no va a estar en regla si he rellenado suficientes impresos estos días como para empapelar el monte Rushmore? —estalló el psiquiatra en una exhibición calculada.
Pero el ánimo de Danvers era tan monolítico como su torso.
—Yo de eso no entiendo, doctor. Pero he recibido órdenes del señor Wakeman, y no puedo dejar que siga aquí. Si es tan amable de acompañarme…
Sin dejar de manifestar su indignación, Rojo siguió al guardián hasta la salida del pabellón III. Allí, exigió ver al director de la prisión o al menos a la psicóloga. Danvers volvió a pedirle disculpas, pero le puso una mano sobre el codo y con tan sólo una leve presión lo encaminó hacia la puerta de salida. Rojo comprendió que no merecía la pena resistirse a aquella pared de músculos y testosterona y se dejó llevar.
Mientras arrancaba el todoterreno, pensó que desde el principio había pensado que aquel trabajo no sería sencillo. Pero, por lo visto, se podía complicar aún más.
El mundo que conocemos está moribundo.
Típica verborrea paranoica, sí. Pero la mirada de Carreño, a pesar de los sedantes, le había impresionado. Ten cuidado, se dijo. No debes dejarte implicar. El equilibrio mental de un psiquiatra es su don más preciado.
Ignoraba hasta qué punto iba a correr peligro ese equilibrio.
Según volvía al hotel su humor fue empeorando. Al llegar se dio una ducha, pensando que le relajaría, pero no consiguió nada. Estaba cada vez más furioso. Le habían tratado como a un perro, a él, a un psiquiatra reconocido, a un enviado de la Embajada de España.
La Embajada, eso era. Llamó al número que le habían dado y le atendió el mismo funcionario que le había sacado de la fiesta unos días antes. Rojo le explicó su problema y el diplomático, un tal Martínez, le prometió arreglarlo.
—Nos pondremos en contacto con el cónsul de la zona y veremos qué se puede hacer.
Cuando colgó estaba un poco más calmado. Pensó en hablar con la psicóloga, pero aún estaban en horas de trabajo y no quería llamar a la prisión después de aquella salida tan poco airosa. Después se le ocurrió que tal vez sería un buen momento para hacer turismo, de modo que examinó los folletos que había sobre la mesa de madera de arce. La ciudad no le parecía muy prometedora. ¿Qué tal una dosis de encantos naturales? Tenía para elegir el monte Rushmore, con las enormes efigies de los cuatro presidentes, y las Badlands. Lo primero le pareció provinciano por alguna razón que ni él mismo hubiera sabido explicar (tal vez por metaprovincianismo), así que optó por lo segundo.
Badlands:
Parque Nacional protegido desde 1978. La zona más característica del parque es un enorme abarrancamiento en el que la erosión ha esculpido picos aguzados, capiteles, pináculos y todo tipo de formaciones caprichosas. El término «Badlands» se aplica hoy día, en geomorfología, a cualquier tipo de terreno en el que la erosión ha creado relieves similares.
Parecía atractivo.
Tal vez en aquel lugar inhabitable se olvidaría por un rato de lo estúpida que podía llegar a ser la especie humana.
La excursión resultó ser la experiencia más placentera del día. De vuelta al hotel, se encontró con un mensaje grabado del cónsul de Chicago, que era el responsable de aquella jurisdicción. Al parecer, ya habían solucionado el malentendido, un simple error burocrático, y al día siguiente podría entrevistarse con Carreño. El propio director de la prisión había presentado sus disculpas.
—Me lo creeré cuando las oiga —refunfuñó Rojo.
Después buscó el número particular de Olivia Rosen y la llamó. Cuando ya iba a colgar, pensando que aún no habría llegado a su casa, apareció en pantalla la imagen de la psicóloga secándose vigorosamente el pelo.
—No habré interrumpido su ducha…
—Ya había terminado, no se preocupe. Si no, ni me habría molestado en coger la llamada. No soy una de esas neuróticas que se mueren de ansiedad si no contestan el teléfono… Por cierto, siento lo que ha pasado esta mañana. —Bajó la voz, se ajustó el cuello del albornoz y añadió—: El director de St. Ambroise y el adjetivo «competente» no casan muy bien… pero que conste que yo no he dicho nada.
—Será un secreto entre nosotros. —De pronto recordó algo—. Por cierto, hablando de secretos, ¿por qué demonios no me ha dicho que Carreño estaba sedado?
—Lo siento. No caí en ese detalle.
—Tiene su importancia. ¿Quién ha mandado esa medicación?
—Es una decisión que hemos tomado a medias la doctora Wallin y yo —contestó Olivia, a la defensiva—. Si no le sedáramos, Carreño apenas descansaría. Ya le he dicho que tiene pánico a dormirse.
—¿Incluso con el Anóneiros puesto?
—Incluso así. Está convencido de que en cualquier momento le puede fallar. Dice que no quiere correr ese riesgo. Así que le introducimos los tranquilizantes en las comidas. En cualquier caso, mandaré que le rebajen la dosis de mañana para que esté más lúcido cuando hable con usted.
Rojo asintió. Después intercambió algunas impresiones más con la psicóloga, y le preguntó si había algún lugar en la prisión en el que se pudiera entrevistar con Carreño de forma más cómoda. Ella le ofreció su despacho, siempre que lo utilizara a primera hora, cuando ella hacía sus visitas. Rojo le agradeció el detalle y se despidió.
Después, tomó la tercera ducha del día y, con el albornoz puesto, se tumbó en la cama. ¿Qué haría, encargar la cena en la habitación o salir fuera?
Mientras lo pensaba, se le entrecerraron los ojos. Una alarma se activó en su mente, y dio un respingo en la cama. Se incorporó con el corazón desbocado. ¿En qué había estado pensando al tumbarse, aunque fuese un segundo, sin la Corona? Una cosa era caer en un miedo neurótico como el de Carreño y otra ponerse en peligro alegremente.
Abrió el maletín y dejó su Anóneiros en la mesilla. Aunque sabía que ya los había comprobado el día anterior, volvió a leer los datos de homologación. Aún quedaba un mes y medio para la próxima revisión.
Eso no era vida, se quejó en voz alta. Tal vez Carreño tenía razón. Tal vez un mundo en el que no se podía soñar fuese un mundo agonizante.
A las ocho de la mañana, Rojo se presentó de nuevo en St. Ambroise. Esta vez llevaba un abrigo y además aparcó el coche en el interior. Cuando llegó al pabellón central, el director en persona salió a recibirle. Era un hombrecillo de unos sesenta años, de piel blancuzca y gruesas gafas de miope, que trataba de disimular su calvicie con un flequillo a modo de cortina. La torpeza con la que se movía y con la que hablaba eran parejas, y sus disculpas fueron más embarazosas para el propio Rojo que para él. Por fin pudo librarse de él y acudió a reunirse con la psicóloga.
En cuanto Olivia le dejó libre el despacho, Rojo dedicó unos minutos a inspeccionarlo. Aquella sala de aspecto un tanto anodino se iba a convertir poco después en un campo de batalla entre dos mentes; sólo que, en teoría, no debería triunfar ninguno de los contendientes, sino la mística y vaporosa dama conocida como
verdad.
Rojo se sentó primero en el asiento que ocuparía Carreño. Una silla sin ruedas, detalle que le pareció conveniente (el movimiento es poder, y el poder no debe recaer en la parte del analizado). Pero también era cómoda: tenía reposabrazos y la espalda encajaba en la acogedora curva del respaldo. Podía llegar a ser propicia para las confidencias.
Después se sentó en su propio lugar, un sillón reclinable y con ruedas, tapizado en fieltro verde. Lo bajó un poco. Ya le sacaba a Carreño sus buenos diez centímetros y no quería intimidarlo más. Examinó la mesa. Había un ordenador portátil cerrado, pulcramente apartado en un rincón; una bandeja negra de rejilla, con folios en blanco; y un organizador de plástico que parecía un tiovivo, con apartados cuidadosamente diseñados para adminículos tales como clips, grapas, borradores, sacapuntas, lápices y bolígrafos, notas adhesivas y chinchetas de colores. Era obvio que nadie los utilizaba nunca.
Rojo abrió su propio maletín. Dentro estaba su minúsculo portátil, que desechó a favor de una libreta de hojas color crema y tapas estampadas al agua y una pluma estilográfica. También extrajo un grueso volumen,
La rama dorada
, de sir James Frazer, y lo dejó a la izquierda. Era una edición ya casi venerable, con unas relajantes bandas verdes en la portada. No había terminado de leerlo, pero lo utilizaba para crear ambiente. Por último, se puso las gafas, un modelo de montura ovalada que había elegido años atrás tras probarse por lo menos otras ciento cincuenta. En realidad, Rojo no tenía más que una leve hipermetropía, gracias a la cual podía leer carteles desde muy lejos. Las gafas formaban parte del mismo atrezo que
La rama dorada
y la estilográfica.
Consultó su reloj de bolsillo (la persona que consulta un reloj de bolsillo nunca parece tener tanta prisa como la que mira un reloj de muñeca, aunque tan sólo sea porque tarda más en sacarlo). Carreño debía de estar al llegar.
Un minuto después, llamaron a la puerta. La voz gutural de Danvers pidió permiso para entrar. —Adelante.
Se veía a Carreño más pequeño, apabullado por la masa del guardián. Tenía las manos esposadas.
—Por favor, señor Danvers, ¿podría quitarle las esposas?
—No hay problema, doctor. Estoy seguro de que el señor Carreño se portará bien.
El preso volvió la mirada hacia su guardián y sonrió débilmente mientras le soltaba las manos.
—Por favor, señor Carreño, tome asiento —le invitó Rojo, con un gesto de la mano—. Señor Danvers, entiendo que tal vez usted tenga instrucciones de quedarse aquí, con nosotros, pero si fuera tan amable de dejarnos solos…
Ahora estoy sentado y controlo la situación, pensó. Sácame de aquí si puedes, Godzilla.
—Esperaré ahí fuera —accedió Danvers—. Si hay algún problema, lo veré por el cristal.
Cuando se quedaron solos, médico y paciente se miraron durante unos segundos. Rojo observó que había más expresión en el rostro de Carreño. Tenía una leve sudoración entre la nariz y el labio superior, y los dedos de su mano derecha tabaleaban sobre el reposabrazos de la silla. Evidentemente, le habían disminuido la dosis de tranquilizante. Pero seguía llevando el Anóneiros.
—¿No le molesta ese aparato? —le preguntó en castellano.
—No demasiado. —Carreño entornó los ojos y se cubrió la barbilla con la mano en un gesto de suspicacia.
—Veo que es un modelo un poco anticuado. Le puedo conseguir uno como el mío, de fibra. Le aseguro que es como un gorro de dormir: uno casi ni se da cuenta de que lo lleva puesto.
—Prefiero darme cuenta de que lo llevo puesto, doctor Rojo.
El psiquiatra sospechaba que la manía de llevar la Corona a todas horas era central en la presunta patología de Carreño, pero prefirió no preguntar aún.
—Como quiera usted. Mire, señor Carreño… ¿le importa que le llame Alvaro?
—Estoy más acostumbrado al apellido. Puede llamarme Carreño, a secas.
—De acuerdo. Haremos un pacto: yo le llamaré Carreño y usted a mí Rojo. Ya sé que usted también es doctor, así que podemos prescindir de esos tratamientos.
Carreño soltó una breve carcajada. Pero los brazos aún seguían engarbados a los reposabrazos, como si temiera caerse de una montaña rusa.
—Ustedes, los doctores en medicina, son más doctores que los de otras disciplinas.
—Eso dicen, sobre todo mis colegas. Carreño, voy a ser sincero con usted. Mi única intención es ayudarle.
—No es el primer psiquiatra ni psicólogo que me dice eso. —Me lo imagino. Pero hay una diferencia clara. —Rojo se quitó las gafas y proyectó el cuerpo hacia delante para crear un aire de confidencia—. A mí me ha enviado aquí la Embajada española. Digamos que su caso se ha convertido en una cuestión nacional, y mi única misión es salvarle de la inyección letal, sin entrar en si es culpable o si deja de serlo. —Rojo volvió a echarse hacia atrás—. Por otra parte, no negaré que, como psiquiatra, es un honor para mí trabajar con una mente tan privilegiada como la suya.