Después, en el otoño, trocaba su zamarra y sus polainas por un decoroso traje negro y su cayado por un bastón, y aunque nunca lo hubiera decidido con tantas palabras, él y Chispa, el perro (un buen ovejero que Auberon hubiera podido vender junto con el rebaño pero del que le era imposible separarse), echaban a andar por la orilla del río Harlem hasta llegar a un paraje (cerca de la Calle 137) por donde podían cruzarlo. El viejo, viejísimo barquero tenía una biznieta bellísima de tez morena como una baya, y una balsa gris, destartalada y gruñona; Auberon iba de pie en la proa mientras la balsa navegaba río abajo siguiendo el cable hacia el amarradero de la orilla opuesta. Pagaba, el perro Chispa saltaba delante de él, y Auberon, sin volver la cabeza, se internaba en el Bosque Agreste. Caía la tarde, y el sol (podía divisarlo de tanto en tanto, un resplandor opaco detrás de las nubes aceradas) parecía tan frío y melancólico que casi deseaba que cayera la noche.
Ya más en la espesura, se retractaba de ese deseo. En algún momento, entre el Parque San Nicolás y la Avenida de la Catedral, había equivocado el camino y ahora subía una cuesta pedregosa salpicada de liqúenes. A su paso, los grandes árboles aferrados con dedos nudosos a las rocas gruñían y se reían entre dientes; los troncos le hacían muecas burlonas en la media luz crepuscular. Jadeante de fatiga, de pie sobre una roca alta, veia por entre los árboles que el sol se ocultaba bajo el horizonte. Sabía que aún estaba lejos del centro de la ciudad, y ahora había caído la noche; tenía frío y ¿cuántas veces no lo habían puesto en guardia sobre los peligros de la noche en estos parajes? Se sentía pequeño. En verdad, se estaba achicando. Y Chispa se daba cuenta de ello, pero no lo comentaba.
La noche, como es natural, traía consigo a sus criaturas. Auberon, atolondradamente, echaba a correr, y al correr tropezaba, y cuando tropezaba las criaturas se aproximaban a él con miles de ojos en aquella intrincada obscuridad que lo cercaba por todas partes. Auberon trataba de recobrar la calma. No debía demostrarles que sentía miedo. Apretaba con energía el mango de su bastón. Sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, proseguía la marcha a duras penas. Una o dos veces se sorprendió mirando embobado las copas de los árboles que rozaban el cielo de la noche (porque ahora ya no le cabía duda, se había empequeñecido muchísimo), pero bajaba los ojos con presteza; no quería que lo tomasen por un forastero, por alguien que va sin ton ni son; sin embargo, no podía dejar de echar algunas miradas de reojo en torno, de espiar a aquellos que, burlones, sapientes o indiferentes, lo miraban pasar.
¿Dónde está Chispa?, se preguntaba, mientras se zafaba de un enmarañado pozo de lobo en el que se había hundido hasta la cadera.
Ahora que podría montar sobre el lomo del perro y adelantar camino... Pero Chispa desdeñaba a un amo ahora tan diminuto, y se había marchado en la dirección de las lomas de Washington a probar fortuna en solitario.
En solitario, Auberon se acordó de los tres regalos que le llevaran sus hermanas. Sacó de la mochila el que le había dado Tacey y, con dedos temblorosos, rompió el papel azul hielo.
Era una linterna-lapicero, con un extremo para iluminar y otro para escribir. Práctico. Hasta tenía una pequeña pila; oprimió el botón, y la linterna se encendió. En el haz de luz flotaron algunos copos de nieve; algunas de las caras que se le habían acercado se apartaron de prisa. Y a la luz de la linterna descubrió que se hallaba en el corazón del bosque, delante de una puertecita; su peregrinación había terminado. Llamó, y volvió a llamar.
George Ratón se estremeció violentamente. Tras el esfuerzo de la Empatia Mental y con el bajón de la dosis, sentía un tanto pulverizado. Había sido divertido, pero, ¡santo Dios, mira la hora que es! Dentro de unas pocas tendría que estar de nuevo en pie para el ordeñe. Porque con seguridad Sylvie (morena de tez, como una baya, pero no de regreso todavía, a menos que la intuición le fallara) no se levantaría a tiempo. Recogiendo sus miembros, que el hachís había dispersado y que le dolían con un cansancio placentero (un largo viaje), los hilvanó como pudo en el lugar correspondiente de la conciencia y se incorporó. Se estaba haciendo viejo para estos trotes. Se cercioró de que su primo tenía mantas suficientes, atizó el fuego y (olvidándose de casi todo lo que acababa de espiar por detrás de los párpados obscuros y bien formados del muchacho), cogió la lámpara y, bostezando desaforadamente, se encaminó al revoltijo de su propia alcoba.
A esa hora, a unas pocas manzanas de distancia, ante la enjuta fachada de la residencia de Ariel Halcopéndola que miraba a un pequeño parque, se detuvieron uno tras otro una serie de grandes y silenciosos automóviles de otra era, y cada uno, después de haber descargado a un único pasajero, se dirigió al sitio habitual en que los vehículos de esa clase suelen esperar a sus dueños. Cada uno de los visitantes tocó el timbre de Halcopéndola y la puerta se abrió para franquearle la entrada; cada uno de ellos tuvo que sacarse dedo por dedo los ceñidísimos guantes, que entregó dentro de su sombrero a la doncella; algunos llevaban al cuello bufandas de seda blanca que silbaban suavemente cuando se las quitaba. Se reunieron en la planta de recepción que más que cualquier otra cosa era una biblioteca. Cada uno de ellos cruzó las piernas al sentarse. Intercambiaron unas pocas frases en voz baja.
Cuando Halcopéndola entró por fin en la sala, todos (pese a que ella les pidió con un ademán que no se levantaran) se pusieron de pie para saludarla, y volvieron a sentarse, estirándose cada uno la rodillera del pantalón al cruzar nuevamente las piernas.
—Supongo —dijo uno— que podemos dar por inaugurada esta sesión del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. Para tratar el nuevo asunto.
Ariel Halcopéndola esperaba en silencio las preguntas de sus contertulios. La cara angulosa, el pelo gris acero, los modales bruscos y deliberados como los de una cacatúa, estaba llegando ese año al apogeo de sus poderes. Era imponente, si bien no del todo aún la figura intimidante que llegaría a ser, y todo en ella, desde los zapatos gris acero hasta los dedos cuajados de anillos, sugería poderes, poderes que al menos el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no dudaba ni por un instante que ella poseía.
—El nuevo asunto —repitió otro miembro, dirigiéndose a Halcopéndola con una sonrisa— es, por supuesto, el asunto de Russell Eigenblick. El Orador.
—¿Qué piensa usted ahora? —preguntó un tercero—. ¿Cuáles son sus impresiones?
Halcopéndola juntó las yemas de los dedos, como Holmes.
—Él es y no es lo que parece —dijo con una voz precisa y seca como un pergamino—. Más listo de lo que parece en la televisión, aunque no tan expansivo. El entusiasmo que despierta es genuino pero, no puedo menos que pensarlo, evanescente. Tiene cinco planetas en Escorpio; también los tenía Martín Lutero. Su color favorito es el verde billar. Tiene ojos grandes, castaños y húmedos, falsamente tiernos, como los de las vacas. Su voz es amplificada por dispositivos minúsculos que lleva escondidos en la ropa, que es cara pero no le cae bien. Usa, debajo de los pantalones, botas altas hasta las rodillas.
Los presentes absorbieron esta información.
—¿Su carácter? —preguntó uno.
—Despreciable.
—¿Sus modales?
—Bueno...
—¿Sus ambiciones?
Por un momento, Halcopéndola no supo qué contestar, y sin embargo era esa respuesta la que más deseaban oír los banqueros poderosos, los presidentes de directorio, los burócratas plenipotenciarios y los generales retirados que se reunían bajo la égida del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. En tanto que guardianes secretos de una república quisquillosa, obstinada y caduca, que se debatía en las garras de una depresión social y económica más o menos permanente, eran sensibles hasta la exasperación ante la posible emergencia de cualquier hombre atrayente, así fuese predicador, soldado, aventurero, pensador o rufián. Halcopéndola sabía demasiado bien que sus percepciones habían dado lugar a la eliminación de más de uno de tales individuos.
—Él no tiene interés en ser Presidente —dijo.
Uno de los miembros hizo un ruido que indicaba: si no lo tiene, ninguna otra ambición que pueda abrigar tendría por qué alarmarnos; y si lo tiene, es en vano, puesto que desde hace años la sucesión periódica de presidentes simbólicos (sea lo que fuere lo que haya pensado el pueblo y los propios presidentes) ha sido un asunto de la exclusiva incumbencia del Club. Un ruido breve, desde la garganta.
—No es fácil describirlo con precisión —dijo Halcopéndola—. Por un lado, su vanidad es ridicula y sus aspiraciones tan desmesuradas que se las puede desechar por entero, como las de Dios. Por otro lado... Asegura, por ejemplo, a menudo y con una expresión singular, como si pretendiera insinuar vagos misterios, que él «está en las cartas». Una vieja frase hecha; y sin embargo yo creo, Comoquiera (me temo que no sé decir exactamente cómo), que sus palabras son exactas, y que está en las cartas, en ciertas cartas, sólo que no sé qué cartas son ésas. —Notó los gestos pesarosos de sus oyentes, el desconcierto que habían sembrado sus palabras, y lamentó que no pudieran ser más claras: pero ella misma estaba desconcertada. Había pasado semanas con Russell Eigenblick: en carreteras, en hoteles, en aviones, notoriamente disfrazada de periodista (los paladines de rostro pétreo que rodeaban a Eigenblick no tardaron en descubrir que se trataba de un disfraz, pero nada pudieron ver por dentro), y a pesar de ello se encontraba ahora en peores condiciones para sugerir la forma de resolver el caso que cuando, al oír por primera vez su nombre, se había reído.
Con las yemas de los dedos sobre las sienes, recorrió palmo a palmo la nueva ala que, escrupulosamente ordenada, había incorporado en el transcurso de las últimas semanas a su mansión de la memoria, y destinara a alojar sus investigaciones acerca de Russell Eigenblick. Sabía en qué recodos tendría que aparecer él, él en persona, en lo alto de qué escaleras, en el nexo de qué perspectivas. Él no aparecería. Ella se lo podía representar con la Memoria ordinaria o Natural. Lo podía ver contra la ventanilla racheada por la lluvia de un tren de cercanías, hablando incansablemente, sacudiendo la roja barba y alzando y bajando las cejas rizadas como el muñeco de un ventrílocuo. Podía ver, verlo a él, arengando a las inmensas, extáticas y arrulladoras multitudes, con lágrimas auténticas en los ojos, y el desbordante, auténtico amor de las multitudes hacia él; podía verlo sosteniendo en precario equilibrio sobre las rodillas la taza de té de porcelana azul en un club de mujeres, después de otra alocución interminable, rodeado de sus discípulos acérrimos, cada uno con su taza, su platillo y su porción de pastel. El Orador: eran ellos los que habían insistido en que se le diera ese nombre. Eran ellos los primeros en llegar y en organizarlo todo para cuando apareciera el Orador. El Orador disertará aquí. Nadie excepto el Orador podrá utilizar este salón.
Es indispensable que haya un automóvil a la disposición del Orador. Y a ellos jamás se les llenaban los ojos de lágrimas cuando, con los rostros tan impávidos e inexpresivos como sus tobillos enfundados en calcetines negros, permanecían sentados detrás del atril del Orador. Todo esto lo había extraído Halcopéndola de la cantera de su Memoria Natural y transformado mediante un artificio en un Paladium de su mansión de la Memoria, donde todo cobraría un significado nuevo y sutil; y esperaba, al doblar una esquina de mármol, encontrarlo
allí
, enmarcado en un paisaje, súbitamente revelado y revelando lo que era, cosas que ella había sabido siempre pero ignoraba que las sabía. Así era como tenían que ser las cosas, como fueron siempre en el pasado. Pero ahora el Club aguardaba, silencioso e inmóvil, sus decisiones; y entre las columnas y en los belvederes se hallaban los discípulos, pulcramente vestidos, provisto cada cual del emblema de identificación que ella le entregara: el talón de un billete de tren, un palo de golf, papel carbón púrpura para multicopista, cadáver. A ellos los distinguía claramente. Pero él,
él
se negaba a aparecer. Y sin embargo el ala misma, el Paladium, todo entero, era, sí, ciertamente, él; y estaba frío, y preñado de incógnitas.
—¿Y qué puede decir de esas arengas? —preguntó uno de los dos socios, interrumpiendo el escrutinio introspectivo de Halcopéndola.
Ella le clavó una mirada fría.
—Hombre —exclamó—. Si ustedes tienen transcripciones de todas ellas. ¿Es de eso acaso de lo que yo tengo que ocuparme? ¿No saben leer? —Hizo una pausa, preguntándose si su desdén no sería una máscara para ocultar su propia incapacidad de cercar a su presa.— Cuando él habla —dijo, en un tono más afable— todo el mundo lo escucha. Lo que dice, ustedes lo saben. La vieja amalgama destinada a conmover todos los corazones. Esperanza, una esperanza ilimitada. Sentido común, o lo que pasa por serlo. Sabiduría liberadora. Puede arrancar lágrimas. Pero muchos pueden. Yo creo... —Era lo más parecido a una definición que podía ofrecerles; y aún estaba lejos.— Yo creo que él es menos o más que un hombre. Creo que, Comoquiera, estamos tratando no con un hombre sino con una geografía.
—Comprendo —dijo un socio, atusándose un mostacho gris perla a juego con su corbata.
—No —dijo Halcopéndola—. Usted no comprende porque yo no comprendo.
—Quitémoslo de en medio —propuso otro.
—No es su mensaje, sin embargo, lo que nosotros objetamos —dijo un tercero, mientras sacaba de su cartera flexible un fajo de documentos—. Estabilidad. Vigilancia. Resignación. Amor.
—Amor —dijo otro—. Todas las cosas degeneran. Ya nada funciona debidamente, todo se hunde en el vacío. —Había un temblor desesperado en su voz.— No queda sobre la faz de la tierra ninguna fuerza que se considere más poderosa que el amor. —Rompió en extraños sollozos.
—¿No veo unos botellones, Halcopéndola —preguntó alguien con voz tranquila—, allá, encima de su aparador?
—Uno es de cristal tallado, y contiene brandy —respondió Halcopéndola—. El otro no, y contiene whisky.
Una vez que hubieron calmado a su colega con un trago de brandy, dieron por finalizada la reunión,
sine die
, y dejando el nuevo asunto sin resolver y a Halcopéndola siempre a cargo de proseguir las indagaciones, se marcharon de la casa con más perplejidades e incertidumbres que las que jamás sintieran desde que la sociedad de la que constituían los pilares secretos comenzara a quebrantarse y decaer perversamente.