Pqueño, grande (25 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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El Fin del Mundo

«Y bien», leyó, «el Ratón de Campo decidió que lo mejor que podía hacer era preguntárselo a alguien más viejo y más sabio que él. La criatura más sabia que conocía era el Cuervo Negro, que a veces bajaba al Prado Verde en busca de granos o lombrices, y siempre tenía algo que comentar a flor de pico para quien quisiera prestarle oídos. El Ratón de Campo siempre escuchaba lo que el Cuervo Negro quisiera decir, si bien siempre se mantenía a una prudente distancia de los ojillos relucientes del Cuervo Negro y de su pico largo y afilado. No porque la familia Cuervo fuese conocida por su afición a comer ratones, pero sí se sabía en cambio que comían casi cualquier cosa que tuvieran al alcance de la mano, o del pico, más bien.

»No hacía mucho rato que el Ratón de Campo estaba sentado allí, aguardando, cuando desde el azul del cielo llegó un pesado batir de alas y un graznido ronco, y el Cuervo Negro en persona aterrizó en el Prado Verde, no lejos de donde se hallaba el Ratón de Campo.

»—Buenos días, señor Cuervo —saludó el Ratón de Campo.

»—¿Es un buen día éste? —dijo el Cuervo Negro—. No por muchos más podrás decir lo mismo.

»—Bueno, eso era justamente lo que yo le quería preguntar —dijo el Ratón de Campo—. Parece ser que un gran cambio se avecina en el mundo. ¿Lo huele usted? ¿Sabe en qué consiste?

»—¡Ah, descocada Juventud! —dijo el Cuervo Negro—. Hay, sin duda, un cambio que se avecina. Se llama Invierno, y harías mejor en prepararte para él.

»—¿Cómo será? ¿Y cómo tendré que prepararme para él?

»Con un brillo maligno en la mirada, como si disfrutara con la aflicción del Ratón de Campo, el Cuervo Negro le habló del Invierno, de la crueldad del Hermano Viento-Norte, que se precipitaría, arrasador, por sobre el Prado Verde y la Vieja Dehesa, trocando en oro y luego en pardo el verdor de los árboles y arrancándolo sin piedad de las ramas; de cómo perecerían los pastos y enflaquecerían de hambre las bestias que se nutrían de ellos. Le habló de las lluvias gélidas que caerían y anegarían las casas de los animalitos pequeños como el Ratón de Campo. Le describió la nieve, que el Ratón de Campo imaginó maravillosa; pero luego supo del frío terrible que lo calaría hasta los huesos, y que los pajaritos, debilitados por el frío, caerían escarchados de sus nidos, y que los peces cesarían de nadar y que el Arroyo Cantarín ya no cantaría porque tendría la boca amordazada por el hielo.

»—¡Pero eso es el Fin del Mundo! —exclamó, con desesperación, el Ratón de Campo.

»—Eso parecerá —dijo con maligno regocijo el Cuervo Negro—. A cierta gente. No a mí. A mí no me afectará. Pero tú, ¡tú harías mejor en prepararte, Ratón de Campo, si es que esperas permanecer entre los vivos!

»Y con estas palabras, el Cuervo Negro agitó sus pesadas alas y se remontó por el aire, dejando al Ratón de Campo más apabullado y atemorizado que antes.

»Pero mientras seguía allí, sentado, mascando su brizna de hierba al calorcito del bondadoso Sol, supo cómo podría aprender a sobrevivir al frío terrible que el Hermano Viento-Norte traería al mundo.»

—Está bien, Billy —dijo Fumo—. Pero no es preciso que enfatices cada sílaba cuando lees. Hazlo con naturalidad, como cuando hablas.

Billy Mata miró a Fumo como si comprendiera por primera vez que las palabras del libro eran las mismas que él empleaba todos los días.

—Oh —dijo.

—Bien. ¿Quién lee ahora?

El secreto de Viento-Norte

«La idea que se le había ocurrido», leyó Terry Océano (demasiado mayorcito para esto, pensó Fumo) «era viajar por el Ancho Mundo tan lejos como le fuera posible, y preguntar a cada criatura cómo pensaba prepararse para el Inminente Invierno. Estaba tan satisfecho con su plan, que se llenó hasta hartarse de semillas y nueces que por desgracia tanto abundaban en los alrededores, se despidió de su esposa y sus hijos, y ese mismo mediodía se puso en camino.

»La primera bestezuela que encontró fue una oruga peluda en una rama. Pese a que las orugas no son famosas por su inteligencia, el Ratón de Campo le formuló de todos modos la pregunta. ¿Qué haría ella para prepararse para el Invierno que se avecinaba?

»—Yo, del Invierno, sea lo que sea, no sé nada —dijo la oruga con su vocecita débil—. No obstante, un cambio está ciertamente por producirse en mí. Tengo la intención de envolverme en esta preciosa hebra blanca y sedosa que, al parecer, no me preguntes cómo, acabo de aprender a devanar; y cuando esté toda envuelta y abrigada y bien adherida a esta rama confortable, me quedaré así un tiempo largo, quizá para siempre, no lo sé.

»Bueno, al Ratón de Campo aquélla no le parecía la solución, y con pena en el alma por esa tonta de la oruga, prosiguió su camino.

»Ya cerca del Estanque de los Lirios, vio en él unas criaturas que jamás había visto allí antes: grandes aves de color pardo ceniciento, de cuello largo y grácil, y pico negro. Había toda una multitud, y mientras navegaban por el Estanque de los Lirios zambullían las cabezas alargadas bajo el agua comiendo lo que encontraban en él.

»—¡Aves! —dijo el Ratón de Campo—. ¡Se aproxima el Invierno! ¿Cómo pensáis vosotras prepararos para soportarlo?

»—El Invierno se aproxima, sí —dijo una de las aves más viejas—. El Hermano Viento-Norte nos ha echado de nuestros hogares. Allá el frío ya es cruento. Y ahora viene en pos de nosotras, persiguiéndonos. Sin embargo, le ganaremos, ¡por muy veloz que viaje! Volaremos hacia el Sur, más al sur de donde él pueda llegar, y allí estaremos al abrigo del Invierno.

»—¿Muy lejos de aquí? —preguntó el Ratón de Campo, esperanzado: quizá también él pudiera ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte.

»—A días y días de nuestro vuelo más raudo —respondió el ave—. Ya llevamos retraso. —Y con un sonoro batir de las alas se elevó del estanque, replegando las patas negras contra el vientre blanco. Tras de ella alzaron el vuelo todas las demás y se remontaron en bandada, graznando, rumbo al cálido Sur.

»El Ratón de Campo reanudó su camino, acongojado; sabía que él, sin alas poderosas como las de aquellas aves, jamás podría ganarle la carrera al Invierno. Tan absorto iba en sus tristes pensamientos que estuvo a punto de tropezar, en el borde del Estanque de los Lirios, con una Tortuga de Ciénaga. El Ratón de Campo le preguntó qué haría cuando llegase el Invierno.

»—Dormir —dijo, soñolienta, la Tortuga, obscura y arrugada como la cara de un viejo—. Me cobijaré en lo más profundo de la ciénaga, abrigada en el lodo tibio, donde el Invierno no puede llegar, y dormiré. A decir verdad, ya me estoy durmiendo.

«¡Dormir! Tampoco ésta le pareció al Ratón de Campo una solución muy feliz. Y, sin embargo, en camino, tuvo que escuchar muchas veces, y de las criaturas más diversas, la misma respuesta.

»—¡Dormir! —dijo la Culebra, la eterna enemiga del Ratón de Campo—. De mí, Ratón de Campo, nada tendrás que temer.

»—¡Dormir! —cuchicheó su primo el Murciélago cuando se hizo de noche—. Dormir cabeza abajo, colgado de los dedos.

»¡Vaya! La mitad del mundo se iría tranquilamente a dormir cuando llegase el Invierno. Aquélla fue la respuesta más extraña que el Ratón de Campo tuvo que oír, pero hubo otras.

»—Yo almacenaré nueces y semillas en escondrijos secretos —contestó la Ardilla Roja—. Así lo pasaré.

»—Yo confío en que la Gente me proveerá de víveres cuando no quede nada que comer —dijo el Paro Carbonero.

»—Yo construiré —dijo el Castor—. Construiré una casa y viviré en ella con mi esposa y mis hijos, bajo las aguas heladas del río. ¿Puedo ahora poner manos a la obra? Tengo muchísimo que hacer.

»—Yo robaré —dijo el Mapache, con su antifaz de ladrón—. Huevos de los corrales de la Gente, basura de sus basureros.

»—Yo te comeré
a ti —
dijo el Zorro Rojo—. ¡Mira si no! —Y persiguió al pobre Ratón de Campo y poco faltó para que le diera alcance antes de que llegara a su cueva en la vieja Cerca de Piedra.

«Cuando por fin, casi sin resuello, se dejó caer en ella, pudo ver que en el ínterin, mientras él viajaba, el gran cambio llamado Invierno había empezado a manifestarse en el Prado Verde. Ya no estaba tan verde, sino pardo, amarillento y blanco. Muchas de las semillas habían madurado y se habían dispersado, o echado a volar a lo lejos sobre alas diminutas. En lo alto del cielo, la cara del Sol se escondía detrás de unas ceñudas nubes grises. Y el Ratón de Campo no tenía aún ningún plan para protegerse del cruel Hermano Viento-Norte.

»—¿Qué puedo hacer? —clamó a voces—. ¿Ir a vivir con mi primo en el granero del granjero Pardo, arriesgándome a las asechanzas de Tom el gato y de Furia el perro, y a los venenos y a las trampas cazarratones? No lo resistiría mucho tiempo. ¿Huir al Sur con la esperanza de ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte? Seguramente me cogerá desprevenido y me congelará lejos de casa con su aliento frío. ¿Acostarme con mi esposa y mis hijos y extender los pastos sobre mi cabeza y tratar de dormir? El hambre no tardaría en despertarme, y a ellos también. ¿Qué, qué puedo hacer?

»En ese momento la mirada de un ojo reluciente se clavó en él, tan de improviso que el Ratón de Campo se irguió, sobresaltado, lanzando un grito. Era el Cuervo Negro.

»—Ratón de Campo —dijo, tan socarrón como de costumbre—. Sea lo que sea lo que vayas a hacer para protegerte, hay una cosa que ignoras y que deberías saber y no sabes.

»—¿Qué es? —preguntó el Ratón de Campo.

»—Es el secreto del Hermano Viento-Norte.

»—¿Su secreto? ¿Qué es? ¿Tú lo conoces? ¿Querrás decírmelo?

»—Es —respondió el Cuervo Negro— la única cosa buena del Invierno, y que el Hermano Viento-Norte no quiere que ninguna criatura viviente sepa. Y sí, yo lo sé; y no, no te lo diré. —Porque el Cuervo Negro guarda sus secretos tan celosamente como los trocitos de metal y vidrio brillantes que busca y recoge.

»Y así diciendo, la mezquina criatura echó a volar, con una carcajada, y fue a reunirse con sus hermanos y hermanas en la Vieja Dehesa.

»¡La única cosa buena del Invierno! ¿Qué podía ser? No el frío ni la nieve ni el hielo ni las lluvias torrenciales.

»No el tener que esconderse y rapiñar y dormir un sueño semejante a la muerte, ni huir de los enemigos desesperado y hambriento.

»No los días cortos y las largas noches pálidas, ni el distraído sol, de todo lo cual el Ratón de Campo ni siquiera conocía la existencia.

»¿Qué podía ser?

»Esa noche, mientras el Ratón de Campo yacía acurrucado con su mujer y sus hijos entre los pastos de su cueva tratando de entrar en calor, el mismísimo Hermano Viento-Norte cruzó, arrasador, por el Prado Verde. ¡Ay, qué zancadas tan grandes las suyas! ¡Ay, cómo trepidaba y se estremecía la endeble casita del Ratón de Campo! ¡Ay, cómo se abrían y desgarraban las nubes ceñudas, cómo se apartaban, furibundas, de la cara de la asustada Luna!

»—¡Hermano Viento-Norte! —gritó el Ratón de Campo—. Tengo frío y miedo. ¿No querrás decirme cuál es esa única cosa buena del Invierno?

»—Ése es mi secreto —contestó con su voz atronadora y glacial el Hermano Viento-Norte. Y para hacer ver la fuerza que tenía, estrujó con violencia un arce alto hasta que el verde de las hojas se trocó en amarillo y naranja, y entonces de un soplo las dispersó a lo lejos. Hecho esto, siguió su camino a grandes trancos por el Prado Verde, mientras el Ratón de Campo, abrigándose el morro helado con las patas, se preguntaba cuál sería ese secreto.

»¿Sabéis
vosotros
cuál es el secreto del Hermano Viento-Norte?

»Es claro que lo sabéis.»

—Oh. Oh. —Fumo volvió a la realidad.— Lo siento, Terry, no tenía intención de hacerte seguir y seguir leyendo. Muchas gracias. —Reprimió un bostezo, mientras los chicos lo observaban con curiosidad.

—Humm... Ahora, ¿queréis todos sacar plumas, tinta y papel? Vamos, vamos, nada de protestas. Hace un día demasiado espléndido.

El único juego válido

Por las mañanas tenían lectura y caligrafía, pero era la caligrafía la que más tiempo los ocupaba, ya que Fumo pretendía (y solamente podía) enseñarles a escribir como lo hacía él, con esa letra cursiva que bien trazada es bellísima, pero que un simple, rasgo mal hecho torna ilegible.

—Ligadura —decía una y otra vez con severidad, golpeteando una hoja de papel. Y el atribulado escribiente arrugaba el entrecejo y volvía a empezar—. Ligadura —le decía a Patty Flores, quien a lo largo de todo aquel año creyó que lo que decía era «Línea dura», una acusación que ella no sabía cómo eludir pero de la que tampoco podía defenderse; cierta vez, al oírla, en un acceso de frustración, clavó con tanta furia en el papel la punta de la pluma, que ésta se hundió en el pupitre como un cuchillo.

Para las clases de lectura, le bastaba escoger entre los libros de la biblioteca de Bebeagua,
El Secreto del Hermano Viento-Norte
y los otros cuentos del doctor para los pequeños, y lo que juzgara adecuado e instructivo para los mayores. Algunas veces, mortalmente aburrido de escuchar aquellas voces titubeantes, él mismo leía para ellos. Le gustaba hacerlo, y disfrutaba explicando los pasajes difíciles e imaginando en voz alta por qué el autor había dicho lo que decía. La mayor parte de los chicos creían que esas glosas formaban parte del texto, y así, los pocos que de mayores volvían a leer los libros que Fumo les había leído los encontraban a menudo parcos, elusivos, lacónicos, como si les faltaran algunos pasajes.

De tarde, daban matemáticas, clase que con bastante frecuencia se convertía en una prolongación de la caligrafía, ya que las formas elegantes de los números latinos le interesaban a Fumo tanto o más que las relaciones entre ellos. Había entre sus discípulos dos o tres que eran buenos para los números, tal vez prodigios, pensaba Fumo, puesto que eran en realidad mucho más rápidos que él con los quebrados y otras operaciones difíciles, y hacía que éstos le ayudaran a enseñar a los otros. Según el antiguo principio de que la música y las matemáticas son hermanas, dedicaba algunas veces el de todos modos inútil y soñoliento final de la tarde a tocar para ellos el violín, y aquellas melodías suaves, no siempre seguras, y el olor que despedía la estufa, y las reuniones invernales a la salida sería todo cuanto, años más tarde, Billy Mata recordaría de la aritmética.

Como maestro tenía una gran virtud: no comprendía a los niños, no disfrutaba con sus niñerías; su vitalidad desbordante lo azoraba y lo confundía. Los trataba como a personas mayores, porque ésa era la única forma que conocía de tratar a quien fuera; y cuando ellos no reaccionaban como adultos, hacía caso omiso y volvía a intentar. Lo que le importaba era lo que él enseñaba, la negra cinta de significados que era la escritura, los paquetes de palabras, las cajas de gramática que ataba, las opiniones de los autores y la impecable regularidad de los números. Por lo tanto, de esas cosas disertaba. Ése era el único juego válido —hasta a los chicos más listos les era difícil inducirlo a jugar a cualquier otro—, y así, cuando por fin todos habían dejado de escuchar (cosa que sucedía muy pronto, tanto cuando hacía buen tiempo como cuando la nieve caía con lentitud hipnótica, o cuando llovía con sol), incapaz de imaginar alguna forma de entretenerlos un rato más, los dejaba marcharse.

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