Pqueño, grande (29 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Pero ¿cómo es la historia? —dijo—. ¿Cuál es la historia verdadera?

—Bueno, lo que pasa es que estamos Protegidos, ¿sabes? —dijo Fumo vagamente, escarbando con su bastón la tierra negra—. Pero siempre es preciso dar algo a cambio de la protección ¿no? —Al principio, él no había entendido absolutamente nada de todo ese asunto, ni tampoco creía comprenderlo ahora nada mejor. Sólo sabía que habría algo que pagar, pero no estaba seguro de si ese pago ya se había hecho, o si había sido diferido; si esa vaga sensación que tenía en invierno de que le arrancaban algo, de vivir acosado y disecado, de haber sacrificado demasiadas cosas (aunque nunca supiera exactamente cuáles) significaba que los Acreedores habían sido satisfechos, o que los diablillos que él imaginaba atisbando por las ventanas o llamando a voces por las chimeneas o arracimados bajo los aleros y escarabajeando por las deshabitadas mansardas, le estarían recordando a él, y a todos, una deuda no saldada, un tributo pendiente de pago, como si el capital duéndico invertido generase unos intereses pavorosos que él ni siquiera se atrevía a calcular. Pero George había estado lucubrando un plan para representar las nociones básicas de la Teoría de los Actos (la había leído en una revista de divulgación y justo ahora le encontraba sentido, un montón de sentido) por medio de un lanzamiento de fuegos artificiales; cómo las distintas fases de un Acto, tal como las explicaba la Teoría, podrían ser expresadas por la ignición, el silbido al remontarse, la explosión en una lluvia de estrellas al culminar y la crepitación al expirar de una bomba multicolor; y cómo un lanzamiento combinado de
fuegos artificiales
podría representar Actos «en cadena», actos múltiples de toda especie, el Acto supremo que es el ritmo de la Vida y del Tiempo. La noción se desvaneció en un chisporroteo. Sacudió el hombro de Fumo y dijo:

—Pero ¿cómo marchan las cosas? Y a ti ¿cómo te va?

—Caray, George. Si te he contado todo lo que he podido. Me estoy congelando. Apuesto a que esta noche va a helar. Puede que nieve para las Navidades. —De hecho, sabía que iba a nevar: había sido prometido.— Bajemos a tomar una cocoa.

Una taza de cocoa

Estaba caliente y espesa, y los grumos de la cocoa hacían guiñadas en el borde. Un caramelo de malvavisco que Nube había echado en el recipiente burbujeaba y bailoteaba como si se estuviera derritiendo de felicidad. Llana Alice instruía a Tacey y a Lily Len el arte de soplarla despacito, de coger el pocillo por el asa y reírse de los bigotes que dejaba. Tal como la preparaba Nube, nunca formaba nata; por más que a George no le importaba que la tuviera, la de su madre siempre tenía nata, lo mismo que la que servían de grandes urnas en el subsuelo de la Iglesia de Todas las Calles, una iglesia no confesional adonde ella solía llevarlos, a él y a Franz, siempre, al parecer, en días como éste.

—Come otro bollo —le dijo Nube a Alice—. Ella come por dos —le explicó a George.

—No lo puedo creer —dijo George.

—Creo que sí —dijo Alice. Mordió el bollo—. Soy buena ama de cría.

—¡Ah! Un varón, esta vez.

—No —dijo Alice confiadamente—. Otra niña. Eso dice Nube.

—Yo no —dijo Nube—. Las cartas.

—Y se va a llamar Lucy —dijo Tacey—. Lucy Ann y Anndy Ann de Bam Bam Barnable. George tiene dos bigotes.

—¿Quién le quiere alcanzar esto a Sophie? —preguntó Nube mientras ponía una taza de cocoa y un bollo sobre una vieja bandeja negra con la figura rodeada de estrellas de un hada que bebía Coca-Cola.

—Iré yo —dijo George—. Eh, tía Nube. ¿Podrá tirarme las cartas?

—Desde luego, George. Creo que tú estás incluido.

—Veamos si puedo encontrar su habitación —dijo George, riendo. Levantó la bandeja con cuidado, notando que le empezaban a temblar las manos.

Sophie dormía cuando George, después de abrir la puerta empujándola con la rodilla, entró en la alcoba. Se detuvo, inmóvil, sintiendo el vapor que despedía la cocoa y esperando que ella no se despertase nunca. Era tan extraño volver a sentir esas emociones adolescentes de mirón —más que nada un temblor, una debilidad de las rodillas y un nudo seco en la garganta—, ahora provocadas por la conjunción de la cápsula loca y Sophie semidesnuda en la cama revuelta. Una de sus largas piernas estaba destapada y los dedos de un pie apuntando hacia el suelo, como si señalara la que le correspondía del par de chinelas que asomaban por debajo de un kimono caído; sus pechos, blandos de sueño, habían escapado del pijama fruncido y subían y bajaban suavemente al ritmo de su respiración, acalorados (pensó George con ternura) por la fiebre. Mientras se la comía con los ojos, ella pareció sentir su mirada, y, sin despertarse, tironeó de las cobijas y se dio vuelta, de modo que la mejilla le quedó apoyada en el puño. Lo hizo con tanta gracia que a George le dieron ganas de reír, o de llorar, pero no hizo ni lo uno ni lo otro: depositó simplemente la bandeja sobre la mesilla atiborrada de frascos de pildoras y de arrugados pañuelos de papel. Para ello tuvo que trasladar previamente a la cama una especie de álbum o cuaderno de recortes de grandes dimensiones, y ella entonces se despertó.

—George —dijo, calmosamente, desperezándose, sin denotar sorpresa, imaginando acaso que aún dormía. George le tocó la frente.

—Hola, lindura —dijo. Ella seguía inmóvil, acostada entre sus almohadones; cerró los ojos y derivó una vez más hacia el país de los sueños. De pronto dijo:

—¡
Oh
! —y trató de ponerse de cuclillas en la cama para despertarse del todo—. ¡George!

—¿Te sientes mejor?

—No sé. Estaba soñando. ¿Cocoa para mí?

—Para ti. ¿Qué soñabas?

—Mm. Qué rico. Dormir me da hambre. ¿A ti no? —De un tirón, sacó un pañuelo de papel rosado que asomaba de una caja (mientras en la ranura otro se apresuraba a reemplazarlo) y se limpió los bigotes.— Oh, sueño con cosas de hace añares. Supongo que por culpa de ese álbum. No, no puedes. —Apartó el álbum de la mano morena de George.— Fotos obscenas.

—Obscenas.

—Fotos mías de hace mil años. —Sonrió, inclinando la cabeza al estilo Bebeagua, y lo espió por encima de la taza de cocoa con los ojos todavía achicados por el sueño—. ¿Cómo es que estás aquí?

—He venido a verte —dijo él; de que eso era verdad, se había dado cuenta en el momento mismo en que la vio. Ella no respondió a esa galantería; parecía ensimismada, como si se hubiese olvidado de él, o como si algo, algún recuerdo que no tenía nada que ver con él, le hubiera acudido de pronto a la memoria; la taza de cocoa se detuvo a medio camino hacia sus labios. La depositó con parsimonia sobre la bandeja, la mirada absorta en algo que él no podía ver, un paisaje interior. Luego, como si se hubiera liberado de esa visión, soltó una risa breve, asustada, y en un impulso cogió con firmeza la muñeca de George, como quien busca un asidero.

—Vaya sueños —dijo, escrutando el rostro de su primo—. Es la fiebre.

Las Ninfas Huérfanas

Sophie siempre había vivido su mejor vida en los sueños. No conocía ningún placer que pudiera comparar con el de ese momento, el del tránsito a ese otro mundo, el instante en que empezaba a sentir el peso de sus miembros, a entrar en calor, cuando detrás de sus párpados se sosegaba la chisporroteante obscuridad y las puertas se abrían; cuando al yo pensante le crecían alas y garras de buho y cesaba de ser un yo consciente.

Comenzando con el simple placer de esas vivencias, había aprendido a cultivar todas las técnicas innominadas de ese arte. Ante todo, era preciso aprender a oír la vocecita, ese fragmento del yo consciente que como un ángel guardián acompaña a esos fantasmas del yo que en el País de los Sueños hacen las veces de nosotros mismos, esa voz que nos susurra estás soñando. El truco consistía en oírla, mas no en escucharla, porque si la escuchas te despiertas. Ella había aprendido a oírla, y la voz le decía que las heridas soñadas, por terribles que fueran, no podían dañarla; y siempre al despertar de ellas se encontraba sana y salva, y protegida, porque estaba calentita en la cama. Desde entonces, no le causaban temor los sueños malos; su soñar, como un Dante que velara los sueños de Virgilio, le deparaba tormentos deliciosos y reveladores.

Poco después, descubrió que ella era uno de esos seres capaces de despertarse, saltar el abismo de la conciencia y volver al mismo sueño que acababa de abandonar. Y que podía, además, edificar casas de sueños de numerosas plantas: soñar que se despertaba, y luego soñar que despertaba de ese sueño, soñando cada vez que exclamaba:
¡Oh! Sólo ha sido un sueño
, hasta que al fin, y eso era lo más prodigioso, despertaba de todos sus sueños, regresaba del viaje, y abajo estaban preparando el desayuno.

Pronto, sin embargo, empezó a prolongar esos viajes, a alejarse en ellos más y más, a postergar, cada vez más reacia a volver, la hora del regreso. Y eso la había inquietado al principio, porque si además de la noche entera pasaba allí, en el País de los Sueños, la mitad del día, quizá llegara a agotar su reserva de sustancias transmutables en sueños, y éstos se volverían tontos, inconvincentes, monótonos. Sucedió todo lo contrario. Cuanto más se internaba en ese otro mundo —cuanto más la alejaban sus andanzas del mundo real—, más maravillosos, más inventivos eran los paisajes ficticios, más inauditas y épicas las aventuras. ¿Cómo podía ser así? ¿Con qué sustancias sino las de la vida misma, las de los libros y las imágenes, las de los amores y las añoranzas, las de los caminos y las piedras del mundo real, y los pies de criaturas reales que tropiezan con ellas al andar, podía ella urdir sus sueños? ¿Y de dónde provenían esas islas fabulosas, los vastos y sombríos cobertizos, las ciudades intrincadas, los gobiernos crueles, y tantos y tantos partiquinos de modales convincentes? Ella no lo sabía, pero poco a poco ese enigma dejó de preocuparla.

Sabía que sus seres queridos, los seres reales de su vida real, se preocupaban por ella. Esa preocupación la seguía hasta en sus sueños, pero en ellos se trasmutaba en persecuciones exquisitas, en triunfales reencuentros, y por esa razón decidió desligarse de ellos y sus preocupaciones.

Y ahora había aprendido la última de las artes, la que elevaba al cuadrado los poderes de su vida secreta y obviaba a la vez las preguntas de los seres reales. Había, Comoquiera, aprendido a provocarse a voluntad un estado febril, y con él los sueños peregrinos, ardientes, fascinantes que trae la fiebre. Extasiada ante aquella victoria, no había advertido al principio los peligros que entrañaba, por así decir, esa dosis doble, y demasiado de prisa había arrojado por la borda casi toda su vida real —que de todas maneras en los últimos tiempos se había vuelto compleja y vacía de promesas— y se había retirado, llena de una secreta y culpable alegría, a su lecho de enferma.

Tan sólo algunas veces al despertar —como hoy, cuando George Ratón la había visto mirándose por dentro— la acometía la terrible lucidez del adicto: la certeza absoluta de estar condenada, de haberse extraviado al internarse, sin quererlo, demasiado lejos, buscando una salida, y que ahora la única posibilidad de salir era seguir andando, rendirse, huir aún más adentro, que la única forma de mitigar el horror de su adicción era el consentírsela.

Asió la muñeca de George como si el contacto con su carne real pudiese despertarla del todo.

—¡Qué sueños! —dijo—. Es la fiebre.

—Seguro —dijo George—. Sueños febriles.

—Estoy toda dolorida —dijo ella, abrazándose—. Mucho dormir. Demasiado tiempo en la misma posición. Algo.

—Te hace falta un masaje. —¿Lo habría traicionado su voz?

Ella inclinó de lado a lado el largo torso.

—¿Querrías?

—¡Por supuesto!

Volviéndose de espaldas a él, señaló sobre la mañanita estampada el sitio en que le dolía.

—No, no, no, cariño —dijo él como si le hablara a un bebé—. Mira. Échate aquí. Ponte la almohada debajo de la barbilla..., así. Ahora yo me siento aquí... córrete un poquito..., espera a que me saque los zapatos. ¿Estás cómoda? —Comenzó, sintiendo a través de la delgada trama de la chaquetilla el calor de la fiebre.— Ese álbum... —dijo: no se había olvidado de él ni por un instante.

—Oh —dijo ella, grave la voz y ronca a medida que él le presionaba los fuelles de los pulmones—. Fotos de Auberon. —Sacó una mano y la posó sobre la colcha.— De cuando éramos chicas. Fotos artísticas.

—¿Artísticas como qué? —dijo George trabajando los huesos del sitio donde le crecerían las alas, si tuviera alas.

Como si no pudiera evitarlo, ella levantó la colcha y la dejó caer.

—Él no sabía —dijo—. Él no pensaba que fueran obscenas. Oh, no lo son. —Abrió el libro.— Más abajo. Ahí. Más, más abajo.

—Oho —dijo George. Él había conocido antaño a esas niñas gris perla, desnudas, abstractas en las fotos y más carnales precisamente por no ser de carne—. Saquemos esta camisita —dijo—. Así está mucho mejor.

Ella daba vuelta las páginas del álbum con abstraída lentitud, tocando algunas fotos como si quisiera palpar la textura del día, del pasado, de la carne.

Ahí estaban Alice y ella sobre unas rocas estriadas junto a una cascada que, fuera de foco, saltaba frenéticamente detrás de ellas. En el follaje brumoso del fondo, alguna ley de la óptica inflaba las gotitas de la luz del sol trocándolas en una multitud de ojos blancos sin cuerpo redondos de asombro. Las niñas desnudas (las aréolas obscuras de Sophie eran rugosas como pimpollos, como pequeñísimos labios fruncidos) contemplaban, bajos los ojos de tupidas pestañas, las aguas negras y aterciopeladas de un estanque. ¿Qué habría en él que así atraía sus miradas, que las hacía sonreír? Al pie de la imagen, con letra clara, estaba el título del cuadro:
Agosto
. Los dedos de Sophie, las arrugas que los muslos de Alice formaban en el pliegue de la pelvis, líneas tiernas de trazos delicados como si su piel de entonces fuera más fina que la de ahora. Los plateados tobillos, muy juntos, y también los pies de largos dedos, como si estuvieran empezando a transformarse en una cola de sirena.

Las fotografías pequeñas estaban sujetas a las páginas por medio de esquineros negros. Sophie con los ojos redondos de asombro, boquiabierta, los pies muy separados y los brazos en cruz, abierta toda ella, la cruz gnóstica de una microcósmica mujer-niña, los cabellos jamás cortados también abundantes y blancos —dorados en la realidad— contra el fondo de una umbrosa caverna de árboles obscuros en el estío. Alice desnudándose, emergiendo en equilibrio sobre un pie de unas bragas blancas de algodón, el pubis abultado empezando ya a cubrirse de un vello rubio y rizado. Las dos chicas abriéndose a través del tiempo como las flores mágicas de las películas de la Naturaleza, en tanto George miraba ávidamente a través de los ojos de Auberon, doble mirón del pasado.

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