—Lo son —dijo la señora Sotomonte. Tejía y se hamacaba. La bufanda multicolor crecía rápidamente entre sus agujas—. Tiempo pasado, tiempo por venir —dijo con tranquilidad—. Comoquiera, el Cuento se va contando.
—Cuénteme usted el Cuento —rogó Violet.
—Ah, si pudiera lo contaría.
—¿Es demasiado largo?
—Más largo que ninguno. Mira, hija, yacerás mucho tiempo bajo tierra, tú, y tus hijos, y los hijos de tus hijos, antes de que se haya contado todo este Cuento. —Meneó la cabeza.— Eso es cosa que todo el mundo sabe.
—¿Tiene —preguntó Violet— un final feliz? —Había preguntado antes todo eso; aquéllas no eran preguntas, era un mero canje, como si ella y la señora Sotomonte intercambiaran con cortesía siempre el mismo regalo: expresando cada vez sorpresa y gratitud.
—Bueno, quién puede saberlo —dijo la señora Sotomonte. Hilera por hilera, la bufanda crecía, cada vez más larga—. Es un cuento, nada más. Sólo que hay cuentos cortos y cuentos largos. El tuyo es el más largo que yo conozco. —Algo, no un gato, empezó a desenroscar el gordo ovillo de lana de la señora Sotomonte.— ¡Basta ya, insolente! —dijo ella, y golpeó a la criatura con una aguja de tejer que se sacó de detrás de la oreja. Miró a Violet y meneó la cabeza—. Ni un solo momento de paz en siglos y siglos.
Violet se levantó y ahuecó las manos contra la oreja de la señora Sotomonte. La señora Sotomonte se le acercó, sonriendo, dispuesta a oír secretos.
—¿Estarán escuchando ellos? —musitó Violet.
La señora Sotomonte se llevó los dedos a los labios.
—Creo que no —dijo.
—Entonces, dígame usted una cosa, la verdad —dijo Violet—. ¿Cómo es que está usted aquí?
La señora Sotomonte se irguió, sorprendida.
—¿Yo? —dijo—. ¿Qué quieres decir, criatura? Yo he estado aquí todo el tiempo. Eres tú la que ha estado de aquí para allá. —Recogió sus agujas cuchicheantes.— Usa tu cabeza. —Se reclinó otra vez, y algo que quedó atrapado bajo el pie de la mecedora soltó un chillido; la señora Sotomonte sonrió con malicia—. Ni un solo momento de paz —dijo— en siglos y siglos.
Después de su matrimonio, John Bebeagua empezó a retirarse, o a retraerse, cada vez más de una vida activa en el campo de la arquitectura. Los edificios que le habrían propuesto para construir le parecían a la vez pesados, obtusos y sin vida, y al mismo tiempo efímeros. Sin embargo, seguía en la empresa; lo consultaban sin cesar, y sus ideas y sus exquisitos bocetos iniciales (una vez reducidos a la vulgaridad por sus socios y los equipos de ingenieros de la empresa) continuaban alterando las ciudades del este, pero no constituían ya la obra de su vida.
Otros proyectos lo ocupaban. Diseñó una cama plegadiza asombrosamente ingeniosa, todo un dormitorio, en realidad, disimulado o contenido en una especie de guardarropa o armario, que en un instante —un rápido accionar de abrazaderas y palancas de bronce, un subir y bajar de poleas y contrapesos— se convertía en la cama que hacía del aposento un dormitorio. La idea lo fascinaba: un dormitorio dentro de un dormitorio. Hasta la patentó; pero el único comprador que jamás consiguió fue su socio Ratón, quien (más como un favor) instaló unos cuantos en sus apartamentos urbanos. Y luego fue el Cosmo-Opticón: pasó un año feliz trabajando en él con su amigo el inventor Henry Nube, el único hombre que John Bebeagua conoció capaz de
percibir
el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje y el de traslación alrededor del sol. El Cosmo-Opticón era una representación, en vidrios de colores y hierro forjado, enorme y espantosamente cara, del cielo zodiacal y de su movimiento, así como del movimiento de los planetas. Y se movía: su propietario podía sentarse dentro de él en una butaca de felpa, y cuando las grandes pesas caían y el mecanismo de relojería empezaba a funcionar, la cúpula de cristales multicolores se desplazaba exactamente igual que la bóveda celeste en su movimiento aparente. Una medida de la abstracción de Bebeagua era el que pensara que encontraría entre la gente adinerada un mercado a punto para su extraño juguete.
Y, sin embargo —cosa extraña—, por mucho que se aislara del mundo, por más que derrochara en proyectos semejantes el buen dinero ganado en toda su vida de trabajo, John Bebeagua prosperaba, sus inversiones le rendían rápidos y pingües beneficios, su fortuna no hacía más que acrecentarse.
Protegidos, decía Violet. Tomando el té en la mesa de piedra que había puesto allí para que desde ella pudiera llegarse a ver todo el Parque, John Bebeagua observaba el cielo. John Bebeagua había tratado de sentirse protegido; había tratado de entregarse confiado a esa protección de la que ella parecía tan segura, y de reírse, a su abrigo, de los avatares del mundo. Pero en el fondo de su corazón se sentía desamparado, desnudo a la intemperie, en tierra extraña.
Y en verdad, a medida que envejecía, el tiempo parecía preocuparlo más y más. Coleccionaba almanaques, científicos o no, y estudiaba en el periódico el pronóstico diario del tiempo aunque fuera la adivinación de prestes en los que él no confiaba del todo; sólo esperaba, sin tener una razón para ello, que acertaran cuando interpretaban los augurios como
Bueno
y se equivocaran cuando dictaminaban
Malo
. Observaba sobre todo el cielo del verano, podía sentir como un peso sobre la espalda cualquier nube lejana que pudiera velar el sol, o traer otras tras de sí. Cuando unos cúmulos algodonosos e inocentes paseaban por el cielo como corderos blancos, John estaba tranquilo, pero vigilante, las nubes podían de improviso transformarse en tormenta, podían obligarlo a recluirse puertas adentro para escuchar el monótono repique de la lluvia contra los tejados.
(Como parecían estar haciéndolo en ese momento, allá en el oeste, y él no podía detenerlos. Atraían sus ojos, y cada vez que los miraba los veía apilarse más y más arriba. El aire era espeso, palpable. Había pocas esperanzas de que la lluvia y la tormenta no estallasen de un momento a otro. Él no se resignaba.)
En invierno, lloraba con frecuencia; en primavera, se impacientaba hasta la desesperación, hasta la furia cuando encontraba montones de invierno todavía apilados en los rincones de abril. Cuando Violet decía «primavera», aludía a una época de flores, de animalitos recién nacidos: una imagen. Un solo día luminoso en abril, ésa era la idea que ella se hacía, suponía él. O en mayo, más bien, porque había notado que la noción que ella tenía de las cualidades de los meses difería de la suya; los de Violet eran meses ingleses, febreros en los que la nieve se derrite, abriles en los que las flores hacen eclosión, no los meses de esta más rigurosa tierra de exilio. Mayo allá era como junio aquí. Y ninguna experiencia de estos meses americanos podía hacerle cambiar de idea, o inmutarla siquiera, pensaba él algunas veces.
Tal vez esa conspiración de nubes en el horizonte fuera estacionaria, sólo una especie de decorado, como las nubes altas amontonadas en el fondo de los paisajes campestres en los libros de imágenes de su niñez, Pero el aire en torno desmentía esa esperanza: cargado y chispeante por el cambio.
Violet pensaba (¿lo pensaría, realmente? —John pasaba horas desembrollando, con las elaboradas explicaciones del doctor Zarzales como guía, los comentarios crípticos de su esposa, y aun así no estaba seguro—) que allá siempre era primavera. Pero la primavera no es más que una mutación. Todas las estaciones, enhebradas en un collar de días que se sucedían rápidos como cambios de humor. ¿Era eso lo que ella quería decir? ¿O se refería acaso a la primavera ideal, a los pastos tiernos y las hojas jóvenes, al único, inmutable día equinoccial? No hay primavera. A lo mejor no era más que una broma. Habría precedente para ello. A veces tenía la sensación de que todas sus respuestas a las preguntas con que él la acuciaba eran parte de una broma. Primavera es todas las estaciones y ninguna estación. Siempre es primavera Allá. No hay un Allá. Una húmeda ola de desesperación lo poseía: un malhumor borrascoso, él lo sabía, y sin embargo...
No era que la amase menos a medida que envejecía (o más bien a medida que él envejecía y ella crecía), sólo que había perdido aquella primera y loca certeza de que ella
lo conduciría a algún lugar
, una certeza que tenía porque era indudable que ella, ella sí había estado allá. Él no podía, era evidente, no podía seguirla. Al cabo de un año de amargura, John supo eso. Siguieron años mejores. Él sería el Purchas de sus peregrinaciones: él narraría al mundo los viajes de Violet, esos cuentos inverosímiles, fabulosos, de maravillas que él nunca llegaría a ver. Ella le había insinuado (o él había creído entender) que sin la casa que él había construido el Cuento no podría contarse en su totalidad, como la casa que Jack construyó, primer eslabón de una cadena. Él no comprendía, pero lo aceptaba.
Y ni una sola vez (aun después de años, después de tres hijos, después de quién sabe cuánta agua bajo qué ya ruinosos puentes) dejó de henchírsele de gozo el corazón cuando ella se acercaba de pronto, y poniéndole sobre los hombros las manos menudas le susurraba al oído
Vete a la cama, viejo Buco
—Buco lo llamaba ella por su impúdica, inagotable virilidad— y él entonces subía las escaleras y la esperaba.
Y ahora, mira por dónde, enmarcadas por la altura vertiginosa de los cúmulos, todas sus posesiones.
Ahí estaban sus hijas Timothea Wilhelmina y Nora Angélica, que volvían de nadar en el lago. Y su hijo (el hijo de ella, el de
él
) Auberon cruzando el parque con paso cauteloso cámara en mano, como si buscara algo que estampar con ella. Y August, el pequeño que nunca había visto el mar, con un traje marinero. John le había puesto ese nombre por el mes en que el año se sosiega y un día azul sigue a otro día azul, ese mes en el que él cesaba por un tiempo de observar el cielo. Ahora observaba el cielo. Orladas de gris sombra, las nubes blancas se distendían como los párpados tristes de los viejos. Sacudió su periódico, descruzó las piernas y las volvió a cruzar en la otra dirección. Disfruta, disfruta.
Entre otras y más extrañas creencias, su suegro aseguraba que un hombre no puede pensar ni sentir claramente si ve su propia sombra. (Creía también que el mirarse en el espejo inmediatamente antes de acostarse trae sueños malos, o al menos inquietantes.) Siempre se sentaba a la sombra o de cara al sol, como estaba sentado ahora, en el confidente de hierro forjado junto a «La Syringa», con un bastón entre las rodillas para apoyar las manos velludas, y una cadena de oro que le cruzaba el vientre y rutilaba a la luz del sol. August estaba sentado a sus pies escuchando o acaso sólo simulando escuchar con cortesía al anciano, cuya voz le llegaba a Bebeagua como un murmullo, un murmullo entre muchos, las cigarras, la cortadora de césped que Ottolo empujaba describiendo círculos cada vez más amplios, el piano en la sala de música donde Nora hacía escalas, y sus arpegios se desgranaban como lágrimas por una mejilla.
Lo que más le gustaba a Nora era sentir las teclas bajo los dedos, le gustaba la idea de que fuesen de marfil y de ébano macizos.
—¿De qué están hechas?
—De marfil, de marfil macizo. —Las pulsaba en acordes de seis y de ocho a la vez, ya no ejercitándose en realidad, sólo catando las vibraciones en tanto las yemas de los dedos palpaban la tersura. Su madre ni siquiera notaría que ya no era Delius lo que ella tocaba o intentaba tocar, su madre no tenía oído, ella misma lo decía, aunque Nora alcanzaba a ver ahora la oreja bien formada de Violet, que, sentada allá, frente a la mesa de juego, extendía sus cartas, o las observaba en todo caso. Por un momento sus largos pendientes quedaron inmóviles, hasta que alzó la cabeza para coger otra carta del mazo, y todo se puso en movimiento, los pendientes se sacudieron, se balancearon los collares. Nora bajó deslizándose del pulido taburete y fue a mirar lo que hacía su madre.
—Deberías estar fuera —le dijo Violet sin levantar la vista—. Tú y Timmie Willie tendríais que ir al lago. Hace tanto calor...
Nora no dijo que acababan de volver de allí, porque ya le había dicho eso a su madre, y si antes no lo había entendido, no valía la pena insistir. Se limitó a mirar las cartas que su madre había extendido.
—¿Puedes hacer una casita de naipes? —preguntó.
—Sí —respondió Violet, y siguió mirando. Esa forma que Violet tenía de captar en primer término no el sentido más obvio de lo que se le decía sino otro, un eco interior o el envés de la cosa, era algo que confundía y frustraba a Bebeagua, quien no cesaba de buscar una verdad en las sibilinas respuestas de su esposa a las preguntas más ordinarias: una verdad que, él estaba seguro, Violet conocía, pero no sabía muy bien cómo enunciar.
Con la ayuda de su suegro, Bebeagua había llenado volúmenes y volúmenes de tales indagaciones. Sus hijos, en cambio, casi ni lo advertían. Nora se quedó todavía un momento, trasladando de uno a otro pie el peso de su cuerpo, en espera de la estructura prometida, y como ésta no apareció, la dio por olvidada. En la repisa de la chimenea, el reloj de carillón dio la hora.
—Oh. —Violet alzó los ojos.— Ya han de haber tomado el té. —Se restregó las mejillas como si acabara de despertarse.— ¿Por qué tú no has dicho nada? Vamos a ver qué es lo que ha quedado.
Tomó a Nora de la mano y fueron juntas hasta la puerta-ventana que daba a los terrenos del jardín. Al pasar por la mesa Violet cogió un sombrero de ala ancha, pero al ponérselo se detuvo, y se quedó mirando la bruma, allá en el jardín.
—¿Qué es eso que hay en el aire? —preguntó.
—Electricidad —dijo Nora, ya cruzando el patio—. Eso es lo que Auberon dice. —Entornó los ojos.— Puedo verla cuando hago esto, onditas rojas y azules. Significa tormenta.
Violet asintió, y lentamente, como si se desplazara a través de un elemento extraño, desconocido para ella, se encaminó, cruzando el parque, hacia la mesa de piedra desde donde su marido la llamaba con la mano. Auberon acababa de tomar una foto del Abuelo y el pequeño, y ahora apuntaba el aparato hacia la mesa, intentando enfocar a su madre. Auberon practicaba la fotografía con solemnidad, como una obligación, no como un placer. Violet sintió de pronto cuánto lo compadecía. ¡Este aire!
Se sentó y John le sirvió el té. Auberon instaló su cámara delante de ellos. La nube grande había derrotado al sol, y John levantó la cabeza y la miró, resentido.