¿Por qué leer los clásicos? (24 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Finalmente triunfa el tercer motivo, el de lo novelesco puro, con el tema que desde el siglo XIX hasta hoy no ha perdido efecto: el de la inasible conjuración que extiende sus tentáculos por todas partes. Triunfa por diversos motivos: porque la mano del Stevenson que representa con pocos trazos la presencia amenazadora de los carbonarios —desde el dedo que chirría en el vidrio mojado, hasta el sombrero negro que caracolea en las arenas movedizas— es la misma que (aproximadamente en los mismos años) representaba el aproximarse de los piratas a la posada Admiral Benbow en
La isla del tesoro
. Y además porque el hecho de que los carbonarios, a pesar de ser hostiles y temibles, gozan de la simpatía del autor, según la tradición romántica inglesa, y tienen evidentemente razón contra el banquero odiado por todos, introduce en la compleja partida que se está jugando un contraste interno más, y más convincente y eficaz que los otros dos: los dos amigos-rivales, aliados para defender a Huddlestone por compromiso de honor, están por conciencia de parte de los enemigos carbonarios. Y por último porque estamos más que nunca poseídos por el espíritu del juego infantil, entre asedios, salidas, asaltos de bandas rivales.

El gran recurso de los niños es saber extraer todas las sugestiones y emociones del terreno de que disponen para sus juegos. Stevenson ha conservado ese don: comienza con la sugestión de ese pabellón refinado que surge en la naturaleza agreste (de «estilo italiano»: ¿no es quizás ya un anuncio de la próxima intrusión de un elemento exótico y de extrañamiento?), después la entrada clandestina en la casa vacía, el descubrimiento de la mesa puesta, el fuego encendido, las camas preparadas, sin que aparezca alma viviente... un motivo de cuento infantil transferido a la novela de aventuras.

Stevenson publicó
El pabellón en las dunas
en la
Cornhill Magazine
, en los números de septiembre y octubre de 1880; dos años después, en 1882, lo incluyó en el volumen
Las nuevas noches árabes
. Entre las dos ediciones hay una diferencia visible: en la primera el relato figura como una carta testamento que un viejo progenitor, sintiendo acercarse la muerte, confia a sus hijos un secreto de familia: la forma en que conoció a la madre, ya muerta; durante todo el texto el narrador se dirige a los lectores con el vocativo «mis queridos hijos», llama a la heroína «vuestra madre», «la madre de mis hijos», y llama «vuestro abuelo» al siniestro personaje que fuera el padre de ella. La segunda versión, la del volumen, entra en lo vivo de la narración con la primera frase: «De joven yo era un gran solitario»; se alude a la heroína como «mi mujer» o bien por su nombre: Clara, y al viejo como «su padre» o Huddlestone. Debería ser uno de esos cambios que implican un estilo completamente diferente, más aún, una naturaleza diferente del relato; en cambio las correcciones son mínimas: la supresión del preámbulo, de las admoniciones a los hijos, de las expresiones más conmovidas con referencia a la madre; todo el resto permanece igual. (Otros cortes y correcciones se refieren al viejo Huddlestone, cuya infamia, en la primera versión, en vez de atenuarse por
pietas
familiar, como era de esperar, se acentuaba. Tal vez porque para las convenciones teatrales y novelescas era muy natural que una heroína angelical tuviera un padre de sórdida avaricia, mientras que el verdadero problema era el de hacer aceptar el fin atroz de un pariente sin el consuelo de cristiana sepultura, lo cual se justificaba moralmente si ese pariente era un perfecto sinvergüenza.)

Según el responsable de una reciente edición de la Everyman’s Library, M.R. Ridley,
El pabellón en las dunas
debe considerarse un relato fracasado, los personajes no suscitan ningún interés en el lector: sólo la primera versión, en que el relato nace del corazón de un secreto familiar, consigue comunicar calor y tensión. Por eso, contrariamente a la regla según la cual se considera definitiva la última edición corregida por el autor, M.R. Ridley restablece el texto en la versión de la revista
Cornhill
. No nos ha parecido que debíamos seguirlo. En primer lugar no coincido con su juicio de valor: considero este relato como uno de los mejores de Stevenson y justamente en la versión de
Las nuevas noches árabes
. En segundo lugar, yo no estaría tan seguro del orden de sucesión de estas versiones: pienso más bien en estratos diferentes que corresponden a las inseguridades del joven Stevenson. El comienzo que el autor elegirá como definitivo es tan directo y tal su ímpetu que imagino más fácilmente a Stevenson atacando la escritura en ese tono seco y objetivo, como conviene a un relato de aventuras. Más adelante ve que las relaciones entre Cassilis y Northmour son de una complejidad que requiere un análisis psicológico más profundo que el que piensa abordar, y ve por otra parte que la historia de amor con Clara le sale fría y convencional; entonces da marcha atrás y vuelve a empezar la historia envolviéndola en una cortina humosa de afectos familiares; publica esta versión en la revista; después, insatisfecho de estas superposiciones afectadas, decide quitarlas, pero ha comprendido que el mejor sistema para mantener a distancia el personaje femenino es darlo por conocido y envolverlo en un respeto reverencial; por eso adopta la fórmula «mi esposa» en lugar de «vuestra madre» (salvo en un punto en que se olvida de corregir y hace un pequeño embrollo). Estas son conjeturas mías que sólo una investigación sobre los manuscritos permitiría confirmar o desmentir: de la comparación de las dos versiones impresas el único dato seguro que surge es la inseguridad del autor. Inseguridad en cierto modo connatural al juego del escondite con uno mismo de este relato de una infancia que uno quisiera prolongar aun sabiendo que ha terminado.

[1973]

Los capitanes de Conrad

Joseph Conrad murió hace treinta años, el 3 de agosto de 1924, en su casa de campo de Bishopsbourne, cerca de Canterbury. Tenía sesenta y seis años, veinte de los cuales los había pasado navegando y treinta escribiendo. Ya en vida fue un escritor de éxito, pero su verdadera fortuna en la crítica europea empezó después de su muerte: en diciembre del 24 salía un número de la
Nouvelle Revue Française
dedicado enteramente a él, con colaboraciones de Gide y Valéry: los restos mortales del capitán de navegación de altura bajaban al mar con la guardia de honor de la literatura más refinada e intelectual.

En estos pocos datos están ya implícitos rasgos de la figura de Conrad: la experiencia de una vida práctica y ajetreada, la vena copiosa del novelista popular, la exquisitez formal del discípulo de Flaubert y el parentesco con la dinastía decadentista de la literatura mundial. Hoy que su fortuna parece haber echado raíces en Italia, a juzgar al menos por el número de traducciones, podemos tratar de definir qué ha significado y significa para nosotros este escritor.

Creo que hemos sido muchos los que nos hemos acercado a Conrad impulsados por un reincidente amor a los escritores de aventuras, pero no sólo de aventuras: a aquellos a quienes la aventura les sirve para decir cosas nuevas de los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países extraordinarios les sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo. En mi biblioteca ideal, Conrad tiene su lugar junto al aéreo Stevenson, que sin embargo es casi su opuesto, como vida y como estilo. Y sin embargo más de una vez he estado tentado de desplazarlo a otro anaquel —menos al alcance de mi mano—, el de los novelistas analíticos, psicológicos, de los James, los Proust, de los recuperadores infatigables de cualquier migaja de sensación olvidada; o también al de los estetas más o menos malditos, a la manera de Poe, grávidos de amores traspuestos, si es que sus oscuras inquietudes ante un universo absurdo no lo destinan al anaquel —todavía sin ordenar y seleccionar bien— de los «escritores de la crisis».

En cambio, yo siempre lo he tenido ahí, al alcance de la mano, con Stendhal, que se le parece tan poco, con Nievo, que no tiene nada que ver con él. Porque si nunca he creído en muchas cosas suyas, siempre he creído que era un buen capitán y que ponía en sus relatos eso que es tan difícil de escribir: el sentido de una integración en el mundo conquistada en la vida práctica, el sentido del hombre que se realiza en lo que hace, en la moral implícita en su trabajo, el ideal de saber estar a la altura de la situación, tanto en la cubierta de los veleros como en la página.

Este es el meollo de la narrativa conradiana. Y me gusta encontrarlo, sin escorias, en una obra no narrativa,
El espejo del mar
, volumen de prosas sobre temas marineros: la técnica de las entradas a puerto y de las salidas, las anclas, el velamen, el peso de la carga, etcétera.

¿Quién como Conrad en estas prosas ha sabido jamás escribir sobre los instrumentos de su trabajo con tanta exactitud técnica, con un amor tan apasionado y con tal ausencia de retórica y de estetismo? La retórica sólo apunta al final, en la exaltación de la supremacía naval inglesa, en la evocación de Nelson en Trafalgar, pero sirve para subrayar en estos escritos un fondo práctico y polémico que está siempre presente cuando Conrad habla de mar y de naves y se lo cree absorto en la contemplación de abismos metafísicos: él ponía siempre el acento en la nostalgia de las costumbres navales de los tiempos de la navegación a vela, siempre exaltaba su mito de una marinería británica en el ocaso.

Una polémica típicamente inglesa, porque Conrad fue inglés, eligió serlo y lo consiguió, y si su figura no se sitúa en el marco social inglés, si se lo considera sólo como un «huésped ilustre» de esa literatura, como lo definió Virginia Woolf, no se puede dar de él una exacta definición histórica. Que fuera polaco de nacimiento y se llamara Teodor Konrad Nalecz Korzieniowski, y tuviera «el alma eslava» y el complejo de la patria abandonada, y se pareciera a Dostoyevski al tiempo que lo odiaba por motivos nacionales, son cosas sobre las cuales se ha escrito mucho y que en el fondo poco nos interesan.

Conrad decidió entrar en la Marina mercante inglesa a los veinte años y en la literatura inglesa a los veintisiete. De la sociedad inglesa no asimiló tradiciones familiares, ni de cultura, ni de religión (a ésta fue siempre ajeno), pero se insertó en ella a través de la marinería, y la convirtió en su pasado, el
habitus
mental, y desdeñó lo que le parecía contrario a sus costumbres. Un personaje típicamente inglés, el del
capitán-gentleman
, es lo que quiso representar en la vida y en las más diversas encarnaciones de la fantasía: heroica, romántica, quijotesca, caricatural, veleidosa, fracasada, trágica. Desde Mac Whirr, el impasible dominador de
Tifón
, hasta el protagonista de
Lord Jim
, que huye de la obsesión de haber cometido un acto de vileza.

De capitán, Lord Jim se convierte en comerciante: y aquí se abre la galería aún más abundante de personajes de traficantes europeos «empantanados» en los trópicos, que pueblan sus novelas. También éstas eran figuras que había conocido durante su experiencia naval en el archipiélago malayo. La etiqueta aristocrática del oficial marítimo y la degradación de los aventureros fracasados son los dos polos entre los cuales oscila su participación humana.

Esta pasión por los parias, los vagabundos, los maníacos la tuvo también un escritor bastante lejano pero más o menos contemporáneo: Maxim Gorki. Y es curioso ver cómo el interés por ese tipo de humanidad en que tanto se mezclan complacencia irracional y decadente (interés propio de toda una época literaria mundial, hasta Knut Hamsum y Sherwood Anderson) fue el terreno donde tanto el conservador británico como el revolucionario ruso hundieron las raíces de una concepción del hombre robusta y rigurosa.

Llegamos así a hablar de las ideas políticas de Conrad, de su feroz espíritu reaccionario. Desde luego, en el fondo de un horror tan exasperado, obsesivo por la revolución y los revolucionarios (que le hizo escribir novelas enteras contra los anarquistas sin haber conocido jamás uno, ni siquiera de vista), estaban su educación de noble terrateniente polaco y los ambientes que frecuentó de muchacho en Marsella, entre exiliados monárquicos españoles y ex esclavistas norteamericanos, contrabandeando armas para don Carlos. Pero sólo situándola en el marco inglés podemos reconocer en su posición un nudo histórico análogo al del Balzac de Marx o del Tolstói de Lenin.

Conrad vivió en un periodo de transición del capitalismo y del colonialismo británico, el paso de la navegación a vela a la navegación de vapor. Su mundo heroico es la civilización de los veleros de los pequeños armadores, un mundo de claridad racional, de disciplina en el trabajo, de valor y deber contrapuestos al mezquino espíritu de lucro. La nueva marinería de los barcos de las grandes compañías le parece sórdida y vil, como el capitán y los oficiales del
Patna
, que empujan a Lord Jim a traicionarse a sí mismo. Así, el que todavía sueña con las antiguas virtudes se transforma en un Quijote o se rinde, arrastrado al otro polo de la humanidad conradiana: los despojos humanos, los agentes comerciales sin escrúpulos, los burócratas coloniales «empantanados», toda la morralla humana de Europa que empieza a apiñarse en las colonias y que Conrad contrapone a los viejos comerciantes-aventureros románticos, como su Tom Lingard.

En la novela
Victoria
, que se desarrolla en una isla desierta, en un feroz juego del escondite, está el don Quijote inerme, Heyst, están los sórdidos
desperados
y está la mujer combativa, Lena, que acepta la lucha contra el mal, muere, pero triunfa moralmente sobre el caos del mundo.

Porque en ese aire de
cupio dissolvi
que a menudo flota en las páginas de Conrad, la fe en las fuerzas del hombre nunca falla. Aunque alejado de cualquier rigor filosófico, Conrad intuyó el momento crucial del pensamiento burgués en el que el optimismo racionalista perdía las últimas ilusiones y un desencadenamiento de irracionalismos y misticismos invadía el terreno. Conrad veía el universo como algo oscuro y enemigo, pero a ello contraponía las fuerzas del hombre, su orden moral, su coraje. Frente a una avalancha negra y caótica que se le desplomaba encima, frente a una concepción del mundo grávida de misterios y de desesperaciones, el humanismo ateo de Conrad resiste y se empecina como Mac Whirr en medio del tifón. Fue un reaccionario irreductible, pero hoy su lección sólo puede aprenderla quien tenga fe en las fuerzas del hombre, quien reconozca en el trabajo su propia nobleza, quien sepa que ese «principio de fidelidad», que era lo que más le importaba, no se puede referir sólo al pasado.

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