¿Por qué leer los clásicos? (25 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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[1954]

Pasternak y la revolución

A mediados del siglo XX vuelve a visitarnos la gran novela rusa del siglo XIX, como el espectro del rey a Hamlet. La emoción que suscita
El doctor Zhivago
en nosotros, sus primeros lectores, es ésta. Una emoción de carácter literario, en primer lugar, y, por lo tanto, no político; pero el término «literario» dice demasiado poco; donde sucede algo es en la relación entre lector y libro: uno se lanza a leer con el ansia de interrogación propia de las lecturas juveniles, de la época —justamente— en que leíamos por primera vez a los grandes rusos y no buscábamos este o aquel tipo de «literatura», sino una reflexión general sobre la vida, capaz de poner lo particular en relación directa con lo universal, de contener el futuro en la representación del pasado. Salimos al encuentro de esta novela rediviva con la esperanza de que nos diga algo sobre el futuro, pero la sombra del padre de Hamlet, como se sabe, lo que quiere es intervenir en los problemas de hoy, aunque refiriéndolos siempre a los tiempos en que vivía, a los hechos anteriores, al pasado. Nuestro encuentro con
El doctor Zhivago
, tan perturbador y emotivo, está sin embargo mezclado de insatisfacción, de desacuerdos. ¡Por fin un libro con el que se discute! Pero a veces, en mitad mismo del diálogo, nos damos cuenta de que estamos hablando cada uno de algo diferente. Es difícil discutir con los padres.

Incluso los métodos que el gran
revenant
usa para suscitar nuestra emoción siguen siendo los de su propio tiempo. No han pasado diez páginas desde el comienzo y un personaje ya se devana los sesos en torno al misterio de la muerte, del fin del hombre y de la esencia de Cristo. Pero lo sorprendente es que el clima en que se han de sostener esas argumentaciones ya estaba creado, y el lector se vuelve a zambullir en esa noción de literatura toda entretejida de interrogaciones supremas explícitas que en los últimos decenios nos habíamos acostumbrado a dejar de lado, es decir desde que se tendió a considerar a Dostoyevski, no como la figura central, sino como un gigantesco
outsider
.

Esta primera impresión no nos acompaña mucho tiempo. Para salir a nuestro encuentro el fantasma sabe encontrar las explanadas donde más nos gusta detenernos: las de la narración objetiva, constituida enteramente por hechos, personas y cosas, de los cuales se puede extraer una filosofía sólo gota a gota, con esfuerzo y riesgo personales del lector, mejor que de las explanadas de la discusión intelectual novelada. La vena del filosofar apasionado sigue brotando en todo el libro, pero la vastedad del mundo que en él se mueve es tal que puede sostener esto y aún más. Y el tema principal del pensamiento de Pasternak —que naturaleza e historia no pertenecen a dos órdenes diferentes sino que forman un
continuo
en el que las existencias humanas se encuentran inmersas y por el que son determinadas— se expone mejor a través de la narración que mediante proposiciones teóricas. Las reflexiones se convierten en una sola cosa con la respiración de tanta humanidad y tanta naturaleza, y no amenazan, no malversan, de modo que, como ocurre siempre con los verdaderos narradores, el significado del libro debe buscarse, no en la suma de ideas enunciadas, sino en la suma de imágenes y sensaciones, en el sabor de vida, en los silencios. Y todas las proliferaciones ideológicas de la novela, esas discusiones que continuamente se encienden y se apagan, sobre naturaleza e historia, individuo y política, religión y poesía, como retomando viejas discusiones con amigos desaparecidos, y que crean algo como una alta cámara de resonancia para la rigurosa modestia de las vicisitudes de los personajes, nacen (para usar una bella imagen que Pasternak utiliza refiriéndose a la revolución) «como un suspiro demasiado tiempo contenido».

Y sin embargo podríamos decir que no hay libro más soviético que
El doctor Zhivago
. ¿Dónde podía haberse escrito sino en un país en que las muchachas todavía usan trenzas? Esos chicos de principios de siglo, Yura, Gordon y Tonia, que fundan un triunvirato «basado en la apología de la pureza», ¿no tienen acaso el mismo rostro fresco y remoto de los
komsomol
que tantas veces hemos encontrado en nuestros viajes con las delegaciones? Nos preguntábamos entonces, viendo las enormes reservas de energía del pueblo soviético sustraídas al vertiginoso afán (girar de las modas en el vacío pero también pasión por el descubrimiento, la prueba, la verdad) que ha conocido en los últimos años la conciencia de occidente (en la cultura, las artes, la moral, las costumbres), nos preguntábamos qué frutos hubiera dado esa asidua y exclusiva meditación en los propios clásicos, en una confrontación con una lección de los hechos cuando menos ardua, solemne, históricamente nueva. Este libro de Pasternak es una primera respuesta. No lo que más esperábamos, la respuesta de un joven, sino la de un viejo literato, quizás aún más significativa, porque nos muestra la dirección inesperada de un itinerario interior que ha madurado en un largo silencio. El último sobreviviente de la vanguardia poética occidentalizante de los años veinte no ha hecho estallar en el «deshielo» una rueda de fuegos artificiales largo tiempo custodiada; también él, interrumpido mucho atrás el diálogo con la vanguardia internacional que era el espacio natural de la poesía, se pasó los años meditando en los clásicos del siglo XIX nacional, él también con la mirada clavada en el inigualable Tolstói. Pero ha leído a Tolstói de una manera muy distinta de la estética oficial, con su excesiva tendencia a señalarlo como modelo canónico. Y leyó la experiencia de sus años de un modo distinto del oficial. El resultado es un libro no sólo en las antípodas del barniz decimonónico del «realismo socialista», sino también el más rigurosamente negativo sobre el humanismo socialista. ¿Diremos que las opciones estilísticas se toman por casualidad? ¿Que si el Pasternak de la vanguardia se movía dentro de la problemática revolucionaria, el Pasternak «tolstoiano» no podía sino volverse hacia la nostalgia del pasado prerrevolucionario? Este sería, también, un juicio parcial.
El doctor Zhivago
es y no es un libro decimonónico escrito hoy, así como es y no es un libro de nostalgia prerrevolucionaria.

De los años de fuego de la vanguardia rusa y soviética, Pasternak salvó la tensión hacia el futuro, la interrogación conmovida sobre el hacerse de la historia; y ha escrito un libro que, nacido como fruto tardío de una gran tradición concluida, llega por sus caminos solitarios a ser contemporáneo de la principal literatura moderna occidental, a confirmar implícitamente las razones de ésta.

En efecto, creo que hoy una novela montada «como en el siglo XIX», que abarque una historia de muchos años, con una vasta descripción de sociedad, arriba necesariamente a una visión nostálgica, conservadora. Y éste es uno de los muchos motivos por los que disiento de Lukács; su teoría de las «perspectivas» puede volverse contra su género favorito. Creo que no por nada nuestro tiempo es el del cuento, la novela breve, el testimonio autobiográfico: hoy una narrativa verdaderamente moderna no puede sino poner su carga poética en el momento (cualquiera que sea) en que se vive, valorizándolo como decisivo e infinitamente significante; por eso debe estar «en el presente», darnos una acción que se desarrolle enteramente ante nuestros ojos, con unidad de tiempo y de acción como la tragedia griega. Y, en cambio, el que hoy quiera escribir la novela «de una época», si no hace retórica, termina por hacer gravitar la tensión poética sobre el «antes»
[1]
. Como incluso Pasternak, pero no del todo: su posición con respecto a la historia no se reduce fácilmente a definiciones tan simples, y la suya no es una novela «a la antigua».

Técnicamente, situar
El doctor Zhivago
«antes» de la disolución de la novela en este siglo es un no sentido. Dos son sobre todo las vías de esa disolución y en el libro de Pasternak ambas están presentes. Primero: la fragmentación de la objetividad realista en la inmediatez de las sensaciones y en el polvillo impalpable de la memoria; segundo: la objetivación de la técnica de la intriga ha de considerarse en sí como un garabato geométrico que lleva a la parodia, al juego de la novela construida «novelescamente». Pasternak lleva este juego de lo novelesco hasta sus últimas consecuencias: construye una trama de coincidencias constantes, a través de toda Rusia y Siberia, en la que unos quince personajes no hacen sino encontrarse combinándose como si no existieran más que ellos, al igual que los paladines de Carlomagno en la abstracta geografía de los poemas caballerescos. ¿Es una diversión del escritor? Quiere ser algo más, en el comienzo: quiere expresar la red de destinos que nos ata sin que lo sepamos, la atomización de la historia en una densa interrelación de historias humanas. «Estaban todos juntos, cercanos, y algunos no se conocían, otros no se conocieron nunca, y algunas cosas quedaron para siempre ignoradas, otras esperaron a madurar hasta la próxima oportunidad, el próximo encuentro.» Pero la conmoción de este descubrimiento no dura mucho, y las coincidencias continúan y terminan por testimoniar solamente la conciencia del uso convencional de la forma novelesca.

Dada esta convención y asentada la arquitectura general, Pasternak se mueve en la redacción del libro con absoluta libertad. Algunas partes las planea enteramente, de otras sólo traza los lineamientos principales. Narrador minucioso de días y meses, con repentinos cambios de marcha, atraviesa años en pocas líneas, como en el epílogo donde en veinte páginas de gran intensidad y brío hace desfilar delante de nuestros ojos la época de las «purgas» y la segunda guerra mundial. De la misma manera, entre los personajes hay algunos sobre los cuales planea constantemente y no se preocupa de hacérnoslos conocer más a fondo: entre ellos está la propia mujer de Zhivago, Tonia. En una palabra, un tipo de narración «impresionista». También en la psicología: Pasternak evita darnos una justificación precisa del modo de actuar de sus personajes. Por ejemplo, ¿por qué en cierto momento la armonía conyugal de Lara y Antipov se resquebraja y él no encuentra otra salida que partir al frente? Pasternak dice muchas cosas, pero ninguna es suficiente y necesaria: lo que cuenta es la impresión general del contraste de dos caracteres. No son la psicología, el personaje, la situación lo que le interesa, sino algo más general y directo: la vida. La narrativa de Pasternak es la continuación de su poesía en verso.

Entre la poesía lírica de Pasternak y
El doctor Zhivago
hay una apretada unidad del núcleo mítico fundamental: el movimiento de la naturaleza que contiene e informa en sí cualquier otro acontecer, acto o sentimiento humano, un impulso épico en la descripción del ruido de los chaparrones y el fundirse de la nieve. La novela es el desarrollo lógico de ese impulso: el poeta trata de englobar, en un discurso único, naturaleza e historia humana privada y pública, en una definición total de la vida: el perfume de los tilos y el rumor de la multitud revolucionaria mientras en el capítulo 17 el tren de Zhivago va hacia Moscú (parte V, capítulo 13). La naturaleza no es ya el romántico repertorio de los símbolos del mundo interior del poeta, el vocabulario de la subjetividad; es algo que está antes y después y en todas partes, que el hombre no puede modificar, sino sólo tratar de entender con la ciencia y la poesía, y de estar a su altura
[2]
. Con respecto a la historia, Pasternak continúa la polémica de Tolstói («Tolstói no ha llegado con su pensamiento hasta el fondo...»); los grandes hombres no son los que hacen la historia, pero tampoco los pequeños; la historia se mueve como el reino vegetal, como el bosque que se transforma en primavera
[3]
. De ello derivan dos aspectos fundamentales de la concepción de Pasternak: el primero es el sentido de la sacralidad de la historia vista como un hacerse solemne que trasciende al hombre, exaltante aun en la tragedia; el segundo es una implícita desconfianza en el hacer de los nombres, en la autoconstrucción de su destino, en la modificación consciente de la naturaleza y de la sociedad; la experiencia de Zhivago arriba a la contemplación, a la persecución exclusiva de una perfección interior.

A nosotros —nietos directos o indirectos de Hegel— que entendemos la historia y la relación del hombre con el mundo de una manera diferente, si no opuesta, nos es difícil aceptar las páginas «ideológicas» de Pasternak. Pero las páginas narrativas inspiradas en su visión conmovida de la historia-naturaleza (sobre todo en la primera mitad del libro) comunican esa tensión hacia el futuro que reconocemos también como nuestra.

El momento mítico de Pasternak es el de la revolución de 1905. Los poemas escritos por él en su tiempo «comprometido» de los años 1925-1927 cantaban ya aquella época, y
El doctor Zhivago
arranca de allí. Es el momento en que el pueblo ruso y la
intelligentzia
tienen en sí las más diversas potencialidades y esperanzas; política, moral y poesía marchan sin orden pero al mismo paso. «“Los muchachos disparan”, pensó Lara.» Y no se refería sólo a Nika y a Patulia, sino a la ciudad entera que disparaba. «Buenos muchachos, honrados», pensó. «Son buenos, por eso disparan.» La revolución de 1905 clausura para Pasternak todos los mitos de la juventud y todos los puntos de partida de una cultura; desde esas alturas desliza la mirada por el accidentado paisaje de nuestro medio siglo y lo ve en perspectiva, nítido y detallado en las laderas más cercanas, y, a medida que nos alejamos hacia el horizonte de hoy, más reducido y esfumado en la niebla, con alguna señal de vez en cuando.

La revolución es el momento del verdadero mito de Pasternak: naturaleza e historia convertidas en una sola cosa. En ese sentido el corazón de la novela, en que alcanza su plenitud poética y conceptual, es la parte V, las jornadas revolucionarias de 1917 presenciadas en Meliuzeiev, pequeña ciudad base de operaciones, con su hospital:

«Ayer asistí a una reunión nocturna. Un espectáculo extraordinario. La
matuska
Rus’ se mueve, incapaz de quedarse en su sitio, camina, inquieta, habla, sabe expresarse. Y no es que hablen sólo los hombres. Los árboles y las estrellas se encuentran y conversan, las flores nocturnas filosofan y las casas de piedra se reúnen».

En Meliuzeiev Zhivago vive un tiempo suspendido y feliz, entre el fervor de la vida revolucionaria y el idilio con Lara que apenas comienza. Pasternak expresa ese estado en una página bellísima de rumores y perfumes nocturnos en que la naturaleza y el alboroto humano se funden como entre las casas de Aci Trezza y el relato se articula sin necesidad de anécdota, hecho sólo de relaciones entre datos de la existencia, como en
La estepa
de Chéjov, el cuento prototipo de mucha narrativa moderna.

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