¿Por qué leer los clásicos? (19 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Recuerdos del egotismo
, fragmento de autobiografía de un periodo parisiense suspendido entre Milán y Londres, es pues el texto que concentra en sí el mapa del mundo stendhaliano. Podemos definirlo como la más bella novela fracasada de Stendhal: fracasada tal vez porque su autor no tenía un modelo literario que lo convenciera de que aquello podía llegar a ser una novela; pero también porque sólo de esa forma fracasada se podía realizar un relato de fracasos y de actos fracasados. En
Recuerdos del egotismo
el tema dominante es la ausencia de Milán, abandonada después del famoso amor desdichado. En un París visto como lugar de la ausencia, cada episodio se resuelve en un fiasco: fiascos fisiológicos en los amores mercenarios, fiascos del espíritu en las relaciones de sociedad y en el intercambio intelectual (por ejemplo en la frecuentación del filósofo que él más admira, Destutt de Tracy). Después, el viaje a Londres, en el que la crónica de las frustraciones culmina con el extraordinario relato de un duelo fracasado, la búsqueda de un arrogante capitán inglés que a Stendhal no se le había ocurrido desafiar en el momento justo y a quien sigue persiguiendo en vano por las tabernas del puerto.

Un solo oasis de alegría inesperada en este relato de frustraciones: en un suburbio de los más miserables de Londres, la casa de tres prostitutas que en vez de la trampa siniestra que era de temer resulta ser un ambiente minúsculo y gracioso como una casa de muñecas; y las muchachas son unas pobres chicas que acogen a los tres ruidosos turistas franceses con gracia, dignidad y discreción. ¡Por fin una imagen de
bonheur
, un
bonheur
pobre y frágil, tan alejado de las aspiraciones de nuestro egotista!

¿Hemos de concluir, pues, que el verdadero Stendhal es un Stendhal en negativo, que debe buscarse sólo en las decepciones, en los descalabros, en las pérdidas? No es así: el valor que Stendhal quiere afirmar es siempre el de la tensión existencial que surge cuando se mide la propia especificidad (los propios límites) con la especificidad y los límites del ambiente. Justamente porque la existencia está dominada por la entropía, por la disolución en instantes y en impulsos como corpúsculos sin nexo ni forma, quiere que el individuo se realice según un principio de conservación de la energía, o mejor de reproducción continua de cargas energéticas. Imperativo tanto más riguroso cuanto más cerca está Stendhal de comprender que de todos modos la entropía triunfará al fin, y que del universo con todas sus galaxias no quedará más que un remolino de átomos en el vacío.

[1980]

Guía de
La cartuja
destinada a los nuevos lectores

¿Cuántos nuevos lectores de
La cartuja de Parma
conseguirá la nueva versión filmada que se presentará dentro de poco en la televisión italiana? Tal vez pocos en relación con el número de telespectadores, o quizá muchos, según la escala de magnitudes de las estadísticas de la lectura de libros en Italia. Pero el dato importante, que no podrá dar ninguna estadística, es cuántos jóvenes tendrán una iluminación desde las primeras páginas y se convencerán de inmediato de que ésta no puede sino ser la mejor novela del mundo, y reconocerán la novela que siempre habían querido leer y que servirá de piedra de toque de todas las que lean después. (Hablo sobre todo de los primeros capítulos; más adelante nos encontraremos frente a una novela diferente, a varias novelas diferentes la una de la otra, que exigirán ajustes de la propia participación en la historia; pero el impulso del comienzo seguirá actuando.)

Esto es lo que nos ocurrió a nosotros, como a tantos otros de las generaciones que se han sucedido desde hace un siglo.
(La cartuja
apareció en 1839, pero es preciso calcular los cuarenta años que tuvieron que pasar antes de que Stendhal fuera entendido, como él mismo había previsto con extraordinaria precisión, aunque de todos sus libros éste fuera en seguida el más afortunado y contase para su lanzamiento con un entusiasta ensayo de Balzac ¡de 72 páginas!)

Que el milagro haya de repetirse una vez más y por cuánto tiempo, no podemos saberlo: las razones de la fascinación de un libro (sus poderes de seducción, que son algo diferente de su valor absoluto) se componen de muchos elementos imponderables. (También su valor absoluto, suponiendo que este concepto tenga un sentido.) Desde luego, aun hoy, si retomo
La cartuja
, como todas las veces que la he releído en épocas distintas, a través de todos los cambios de gustos y de horizontes, vuelve a arrebatarme el ímpetu de su música, ese
allegro con brío
vuelve a conquistarme: esos primeros capítulos en la Milán napoleónica en que la historia con su estruendo de cañones y el ritmo de la vida individual marchan al mismo paso. Y el clima de pura aventura en que entramos con un Fabrizio de dieciséis años que deambula por el húmedo campo de batalla de Waterloo, entre carretas de vivanderas y caballos espantados, es la verdadera aventura novelesca en que peligro e incolumidad se equilibran, más una fuerte dosis de candor. Y los cadáveres de ojos desorbitados y brazos descarnados son los primeros cadáveres de verdad con los que la literatura de guerra ha tratado de explicar lo que es una guerra. Y la atmósfera amorosa femenina que empieza a circular desde las primeras páginas, hecha de trepidación protectora y enredo de celos, revela ya el verdadero tema de la novela que acompañará a Fabrizio hasta el final (una atmósfera que, a la larga, no puede sino resultar oprimente).

¿Será el hecho de pertenecer a una generación que ha vivido en la juventud guerras y cataclismos políticos, lo que me ha convertido en lector de por vida de
La cartuja
? Pero, en los recuerdos personales, tanto menos libres y serenos, dominan las disonancias y los chirridos, no esa música que nos arrastra. Tal vez sea cierto lo contrario: nos consideramos hijos de una época porque las aventuras stendhalianas se proyectan en la propia experiencia para transfigurarla, como hacía don Quijote.

He dicho que
La cartuja
es muchas novelas al mismo tiempo y me he detenido en el comienzo: crónica histórica y de sociedad, aventura picaresca; después se entra en el cuerpo de la novela, es decir el mundo de la pequeña corte del príncipe Ranuccio Ernesto IV (la Parma apócrifa, históricamente identificable como Módena, reivindicada con pasión por los modeneses, pero al que permanecen fieles como a un mito propio sublimado los parmesanos).

Aquí la novela se vuelve teatro, espacio cerrado, tablero de un juego entre un número finito de personajes, lugar gris y cerrado donde se desarrolla una cadena de pasiones que no concuerdan: el conde Mosca, hombre de poder, esclavo enamorado de Gina Sanseverina; la Sanseverina que consigue lo que quiere y sólo ve por los ojos de su sobrino Fabrizio; Fabrizio, que ante todo se ama a sí mismo, alguna rápida aventura como marco que al final concentra todas esas fuerzas que gravitan sobre él y a su alrededor enamorándose perdidamente de la angelical y pensativa Clelia.

Todo ello en el mundo mezquino de las intrigas político-mundanas de la corte, entre el príncipe que vive aterrado por haber hecho ahorcar a dos patriotas y el «fiscal» Rassi, que encarna (quizá por primera vez en un personaje de novela) la mediocridad burocrática en todo lo que puede tener también de atroz. Y aquí el conflicto, según las intenciones de Stendhal, se plantea entre esta imagen de la retrógrada Europa de Metternich y el absoluto de esos amores en que el individuo se entrega sin medida, último refugio de los ideales generosos de una época vencida.

Un núcleo dramático de melodrama (y la ópera fue la primera clave empleada por el melómano Stendhal para entender a Italia), no el de la ópera trágica, sino el de la opereta (lo descubrió Paul Valéry). La tiranía es tétrica pero tímida y grosera (en Módena había sido peor), y las pasiones son perentorias pero de un mecanismo bastante simple. (Un solo personaje, el conde Mosca, posee una verdadera complejidad psicológica hecha de cálculo pero también de desesperación, de posesividad pero también de sentimiento de la nada.)

Pero con esto no se agota el aspecto «novela de corte». A la transfiguración novelesca de la Italia retrógrada de la Restauración se superpone la intriga de una crónica renacentista, de las que Stendhal había ido a descubrir en las bibliotecas para hacer con ellas los cuentos llamados justamente
Crónicas italianas
. Aquí se trata de la vida de Alejandro Farnesio que, amadísimo por una tía protectora, dama galante e intrigante, hizo una espléndida carrera eclesiástica a pesar de su juventud libertina y aventurera (incluso había matado a un rival, por lo que terminó preso en Castel Sant’Angelo), hasta llegar a ser papa con el nombre de Pablo III. ¿Qué tiene que ver esta historia sanguinaria de la Roma del siglo XV y del XVI con la de Fabrizio en una sociedad hipócrita y llena de escrúpulos de conciencia? Absolutamente nada y sin embargo el proyecto de Stendhal había empezado justo ahí, como transposición de la vida de Farnesio a una época contemporánea, en nombre de una continuidad italiana de la energía vital y de la espontaneidad pasional en la que nunca se cansó de creer (pero de los italianos supo ver también cosas más sutiles: la desconfianza, la ansiedad, la cautela).

Cualquiera que fuese la primera fuente de inspiración, la novela atacaba con un ímpetu tan autónomo que muy bien podía seguir adelante por cuenta propia, olvidándose de la crónica renacentista. Pero Stendhal se acuerda de ella de vez en cuando y vuelve a usar como cuadrícula la vida de Farnesio. La consecuencia más visible es que Fabrizio, apenas despojado del uniforme napoleónico, entra en el seminario y toma los hábitos. En todo el resto de la novela debemos imaginárnoslo vestido de monseñor, lo cual es incómodo tanto para él como para nosotros, porque nos cuesta cierto esfuerzo hacer concordar las dos imágenes, ya que la condición eclesiástica sólo incide exteriormente en el comportamiento del personaje y absolutamente nada en su espíritu.

Unos años antes otro héroe stendhaliano, también joven apasionado por la gloria napoleónica, había decidido tomar los hábitos, dado que la Restauración había cerrado la carrera de las armas a quien no fuese vástago de noble familia. Pero en
El rojo y el negro
esta antivocación de Julien Sorel es el tema central de la novela, una situación dramática y vista mucho más a fondo que en el caso de Fabrizio del Dongo. Fabrizio no es Julien porque no posee su complejidad psicológica, ni es Alejandro Farnesio, destinado a ser papa y, como tal, héroe emblemático de una historia que se puede entender a la vez como escandalosa revelación anticlerical y como leyenda edificante de una redención. Y Fabrizio, ¿quién es? Más allá de los hábitos que viste y de las aventuras en que se compromete, Fabrizio es de los que tratan de leer los signos de su destino, según la ciencia que le ha enseñado el abate-astrólogo Blanés, su verdadero pedagogo. Sé interroga sobre el futuro y sobre el pasado (¿era o no era Waterloo su batalla?), pero toda su realidad está en el presente, instante por instante.

Como Fabrizio, toda
La cartuja
supera las contradicciones de su naturaleza compuesta en virtud de un movimiento incesante. Y cuando Fabrizio termina en la cárcel, una nueva novela se abre en la novela: la del carcelero, la torre y el amor por Clelia, que es también algo diferente de todo el resto y todavía más difícil de definir.

No hay condición humana más angustiosa que la del prisionero, pero Stendhal es tan refractario a la angustia que, aunque tenga que representar el aislamiento en la celda de una torre (después de un arresto efectuado en condiciones misteriosas y turbadoras), los estados de ánimo que expresa son siempre extrovertidos y esperanzados:
«Comment! Moi qui avait tant de peur de la prison, j’y suis, et je ne me souviens pas d’être triste!»
. ¡No me acuerdo de estar triste! Jamás refutación de las autocompasiones románticas fue pronunciada con tanto candor y tanta buena salud.

Esa Torre Farnesia, que nunca existió ni en Parma ni en Módena, tiene su forma bien precisa, compuesta de dos torres: una más fina construida sobre la más grande (más una casa en el terraplén, coronada por una pajarera donde la joven Clelia se asoma entre los pájaros). Es uno de los lugares encantados de la novela (a su respecto Trompeo recordaba a Ariosto, y en otros aspectos a Tasso), un símbolo, sin duda; tanto es así que, como ocurre con todos los símbolos verdaderos, no se podría decir qué simboliza. El aislamiento en la propia interioridad cae por su propio peso, pero también, y aún más, la salida de sí mismo, la comunicación amorosa, porque Fabrizio nunca ha sido tan expansivo y locuaz como a través de los improbables y complicadísimos sistemas de telegrafía sin hilos con los que consigue comunicarse desde su celda tanto con Clelia como con la siempre diligente tía Sanseverina.

La torre es el lugar donde nace el primer amor romántico de Fabrizio por la inalcanzable Clelia, hija de su carcelero, pero es también la jaula dorada del amor de la Sanseverina de quien Fabrizio es prisionero desde siempre. Tanto es así que en el origen de la torre (capítulo XVIII) está la historia de un joven Farnesio, encarcelado por haber sido amante de su madrastra: el núcleo mítico de las novelas de Stendhal, la «hipergamia» o amor por las mujeres de más edad o en posición social más alta (Julien y Madame de Rênal, Lucien y Madame Chasteller, Fabrizio y Gina Sanseverina).

Y la torre es la altura, la posibilidad de ver lejos: la vista panorámica increíble que se despliega desde allí arriba comprende toda la cadena de los Alpes, desde Niza hasta Treviso, y todo el curso del Po, desde Monviso hasta Ferrara; pero no sólo se ve eso: se ve también la propia vida y la de los otros, y la red de intrincadas relaciones que forman un destino.

Así como desde la torre la mirada abarca todo el norte de Italia, desde lo alto de esta novela escrita en 1839 ya se avista el futuro de la historia de Italia: el príncipe de Parma Ranuccio Ernesto IV es un tiranuelo absolutista, y al mismo tiempo un Carlos Alberto que prevé los próximos avatares del Risorgimento y alberga en su corazón la esperanza de ser un día el rey constitucional de Italia.

Una lectura histórica y política de
La cartuja
ha sido una vía fácil y casi obligada, empezando por Balzac (¡que definió esta novela como el
Príncipe
de un nuevo Maquiavelo!), así como ha sido igualmente fácil y obligado demostrar que la pretensión stendhaliana de exaltar los ideales de libertad y progreso sofocados por la Restauración es sumamente superficial. Pero justamente la ligereza de Stendhal puede darnos una lección histórico-política que no es de desdeñar, cuando nos muestra con cuánta facilidad los ex jacobinos o ex bonapartistas llegan a ser (o siguen siendo) autorizados y celosos miembros del
establishment
legitimista. Que muchas tomas de posición y muchas acciones incluso medrosas, que parecían dictadas por convicciones absolutas, revelaran que detrás había muy poco es un hecho que se ha visto muchas veces, en aquella Milán y en otras partes, pero lo bueno de
La cartuja
es que la cosa se cuenta sin escandalizarse, como algo que cae por su propio peso.

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