Plenilunio (3 page)

Read Plenilunio Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
2.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora no lo visitaba casi nadie, y sus únicos contactos regulares con el mundo exterior eran las confesiones a las que seguía dedicando una parte de la mañana, después de su misa, la primera del día, a las siete y media, muy de noche en invierno, pero le gustaba decirla, incluso cuando no había nadie, o solo dos o tres mujeres serias y aisladas en bancos traseros, en zonas de sombra de la iglesia. Desayunaba y comía con una frugalidad extrema, en el pequeño comedor que seguía abierto para los miembros de la comunidad aún no trasladados a otras residencias, y como estaba tan débil del corazón ya no se daba los paseos largos de antes, sus caminatas por los miradores y veredas del campo. Tampoco escribía tantas cartas como en el pasado. A lo que dedicaba una parte considerable del tiempo era a organizar su correspondencia, en la que había piezas de las que se enorgullecía mucho, como las cartas que le había escrito Louis Althusser a principios de los años setenta, o una escrita a máquina por Pier Paolo Pasoljni acerca de su película.
E1 evangelio según San Mateo.
Esta última el padre Orduña había tenido la tentación de enmarcarla y colgarla en la pared de su habitación, pero después de mucho deliberar consigo mismo llego a la conclusión de que si hacia eso pecaría de orgullo, o peor aún, de simple y mundana vanidad, así que la mantuvo guardada, pero no entre las otras, sino en el cajón de su mesa de noche, dentro de las páginas de un Nuevo Testamento encuadernado en piel negra y flexible que había llevado consigo desde sus días en el seminario.

Escuchaba la radio, una pequeña radio portátil que por las mañanas lo acompañaba en el cuarto de baño mientras se aseaba, y algunas veces polemizaba en voz alta con los locutores o con los políticos a los que entrevistaban, era una debilidad que se permitía sin que lo supiera nadie, un resto de su antiguo habito de discutir ordenadamente, sistemáticamente, paso a paso, con una doble obstinación dialéctica de teología y de marxismo. Aún muy apasionado, a pesar de que cualquier arrebato le alteraba inmediatamente el corazón, se concedía trances de ira bíblica contra el escándalo de los poderosos del mundo, pero ya no los manifestaba nunca en público, por cansancio y porque no tenía muchas ocasiones de hacerlo. Con que convicción podría predicar el reino de la justicia sobre la tierra a unas pocas mujeres mayores y aisladas, con abrigos oscuros, que se arrodillaban cada mañana a la misma hora y ocupaban el mismo lugar solitario en las filas de bancos, y a las que él conocía por sus nombres y por la monotonía de sus pecados, que le murmuraban luego en el confesionario, sin remordimiento, desde luego, sin ninguna voluntad de interesar ni de sorprender, con una especie de asiduidad administrativa en los sacramentos. Pasaba solo demasiado tiempo, contaminándose despacio por una amargura de postergación y vejez a la que no daba crédito y en la que en el fondo no se fijaba mucho, igual que no se paraba a considerar el tedio de los alimentos sin sal, el frió de las baldosas de su cuarto, la fealdad y el mal olor de la bombona de butano con la que se calentaba, contemporánea del jarrón azul eléctrico y de los sillones y el sofá tapizados de plástico verde. No hacía caso de su pesadumbre ni se quejaba de su soledad, pero cuando reconoció al visitante que permanecía frente a él, en la luz escasa del recibidor, callado, inhábil, aún sin decir su nombre, tuvo una efusión impúdica de jovialidad, un sobresalto de gratitud que le humedeció los ojos y le despertó las emociones más escondidas de su alma, ternura antigua y nostalgia sin motivo, remordimiento más preciso y más firme que los recuerdos ya en parte borrados que lo provocaban.

—Alabado sea Dios —dijo el padre Orduña.

—Sea por siempre bendito y alabado —contestó el inspector, sin que intervinieran su voluntad ni su memoria, automáticamente, dejando salir apenas las palabras de los labios.

Capítulo 3

Alguien lleva un secreto, lo alimenta dentro de sí como si fuera un animal que lo está devorando, un cáncer, las células multiplicándose en la oscuridad absoluta del interior del cuerpo, en la oscuridad blanda y húmeda, estremecida rítmicamente como por un hondo tambor, una conciencia que nadie más conoce y en la que proliferan igual que tejidos cancerosos los recuerdos obsesivos, las imágenes secretas que él no puede compartir con nadie, que nunca lo abandonaran, que lo aíslan sin remedio de los demás seres humanos. En la memoria y en los ojos de alguien están ahora mismo las imágenes indelebles del crimen, unos ojos que en este mismo instante miran en algún lugar de la ciudad, normales, serenos, tal vez, como los ojos de cualquiera.

Pero los ojos de cualquiera pueden dar mucho miedo, los ojos de uno mismo. El inspector, mirándose en el espejo del lavabo, en el pequeño aseo que habla contiguo a su despacho, recordó con vergüenza secreta un tiempo no muy lejano en que se miraba en los espejos de algunos bares y el alcohol le volvía turbios y amenazadores sus propios ojos enrojecidos. Volvió a la mesa sobre la cual estaban desordenadas las fichas de los delincuentes, de los posibles sospechosos, cada uno con su secreta en la cara, en los ojos, detrás de la mirada, cada uno con su parte de desafío y temeridad y de odio, ojos inteligentes, ojos estúpidos, ojos despiadados, los ojos que habían visto los últimos instantes de vida de la niña, las pupilas en las que se había duplicado su imagen, convexa, diminuta, como vista tras la mirilla de una puerta. Clavada en la pared estaba la foto de ella que habían entregado los padres cuando denunciaron su desaparición: era un recuerdo, un mandamiento imperioso para seguir buscando, pero también, para el inspector, mirar esa cara de risueña dulzura, los ojos grandes y rasgados en los que no había ni un rastro de recelo, ni un presentimiento de dolor, era una manera de no pensar en las otras fotos, de no acordarse de la cara con los párpados entornados y la boca muy abierta que había visto súbitamente a la luz de las linternas, en una zanja, junto al tronco de un pino, sin comprender al principio plenamente lo que estaba viendo, la piel sin color, la postura como descoyuntada de la cabeza con respecto al cuello, de las piernas tan separadas, el gesto imposible de la boca, tan grande como un agujero, como un inhumano orificio o desgarradura, con el tejido blanco y sucio de las bragas saliendo de ella como un vomito o una excrecencia que el inspector tardo un poco en identificar.

Que habría visto su asesino mientras la sofocaba, que recuerdo llevara ahora mismo en su conciencia, a cualquier parte donde vaya, tal vez incluso en sueños, que estaría sintiendo la niña al final. Pero eso nadie lo podría averiguar jamás, nadie sería capaz de comprender la extensión, la hondura del sufrimiento, la crueldad del terror, nadie que no fuese ella misma, la niña, Fátima, la que dejo de existir al cabo de unos segundos o minutos de jadeos, la boca abierta, los dedos masculinos empujando dentro de ella las bragas desgarradas, la tela llegando a la garganta, aplastando la lengua, introduciéndose en los orificios de la nariz: una punta de las bragas sobresalía de uno de ellos. Luego los dos ojos vivos y despavoridos habían dejado de mirar, carne muerta de pronto, carne con una cualidad de vidrio, y él se había cerciorado de que ya no respiraba y se había apartado de ella, agitado, por el esfuerzo la ira, por la sucia lujuria, la luna llena entre las ramas altas de los pinos, la cara más blanca ahora, redonda, todavía infantil, aún la cara de una niña y no la cara de una muerta, con un reflejo último e imaginario en las pupilas, también convexo y lejano, el de la cara que se inclinaba sobre ella para asegurarse de que no respiraba.

Subió por el terraplén, tal vez a tientas, con la urgencia de huir, pisando las agujas de los pinos, que crujirían bajo las suelas de sus zapatos, pero es posible que lo hubiese preparado fríamente todo y llevase una linterna además de la navaja, aunque no hacía falta, había luna llena esa noche. El inspector se acordaba de la claridad que llenaba su habitación cuando se despertó de un mal sueño y ya no pudo volver a dormirse hasta el amanecer, se había levantado para ir al cuarto de baño y había visto el rectángulo azul de la noche en la ventana y justo en el centro, sobre los tejados y las antenas de los televisores, la luna llena, grande, blanca, con un resplandor frió y fosfórico que resaltaba los volúmenes sin iluminar el aire. Al volver del baño dobló la almohada para no tenderse del todo y se quedó recostado y despierto, mirando la luna en la ventana, volviendo la cara hacia la pared para ver la hora en el reloj digital de la mesa de noche. Había estado oyendo campanadas de horas en la torres de la ciudad, las más graves y próximas las del reloj de la plaza, junto a la comisaría, que hacían temblar ligeramente los cristales de su despacho. Tal vez, al mismo tiempo que el inspector se despertaba del sueño y se encontraba varado en el insomnio, el otro, el reciente asesino, había yacido en su cama, todavía despierto, cansado, sobresaltado, habría escondido la ropa pensando destruirla a la mañana siguiente y se habría duchado meticulosamente, y sin duda la ducha le habría concedido un sentimiento de alivio, casi de absolución, porque recién duchado no hay nadie que no llegue a sentirse inocente. Pero si no vivía solo como había entrado en casa sin llamar la atención de nadie, sin que una mujer o una madre salieran a abrirle o se levantaran para preguntarle donde había estado, porqué había tardado tanto. Una mujer en bata y zapatillas, nerviosa, despeinada, rígida en el recibidor, con un cigarrillo humeando en la mano, y él, el inspector, quieto junto a la puerta que acababa de cerrar, demasiado cansado o borracho para inventar un pretexto, una mentira razonable, queriendo evitar que ella oliese su aliento, o su ropa.

Como pudo disimular ante ellas, el asesino, ante una mujer o una madre, donde y como pudo borrar antes de volver a su casa las huellas de lo que había ocurrido, las manchas, la suciedad probable en el pelo y la ropa, el olor también, quien sabe, olor a sudor y a sangre. Quien camina de noche o de día por una ciudad sin esconder un secreto, padres de familia que han rondado en coche por la carretera donde se apostan las prostitutas jóvenes, flacos espectros con las piernas desnudas y los antebrazos marcados por las diminutas .picaduras de las agujas, maridos que después de salir de la oficina y antes de volver a casa se dan una vuelta por esos bares adonde acuden muchachos o llaman a un teléfono que se anuncia en las páginas de relax del periódico junto a un anuncio por palabras que es una promesa de excitación clandestina, de delito y adulterio sin huellas, sin consecuencias posteriores, sin recuerdo ni culpa, imaginan. Cada cual con su secreto, como con su carnet de identidad, con su pequeña o abrasadora dosis de vergüenza, con su discreta trampa, con el recuerdo de una hora de adulterio o de lujuria pagada con tarjeta de crédito, con el secreto de un deseo surgido simplemente al mirar a otra mujer al otro lado de la calle mientras caminaba con la suya del brazo, con la presencia desconocida o clandestina de un virus, de un remordimiento, de una enfermedad.

Solo, en su despacho, de espaldas al balcón donde había anochecido y había empezado suavemente a llover sin que él lo advirtiera, el inspector recordó la carne pálida y muerta de la niña, sus ojos entornados, su boca abierta, y como siempre que los recordaba, en medio del ancho pozo de luz amarilla que trazaban las linternas, sintió un escalofrió, una sensación de desagrado absolutamente física, de nausea, como de despertar en un sitio inhóspito y húmedo, de rozar algo mojado y desconocido en la sombra, de desagrado y de piedad, de indignación desarmada y sin límites, también de pavor, de pronto, de rabia.

Si se asomaba al balcón y miraba a los transeúntes de la plaza era posible que viera al asesino, una cara normal, unos ojos que habían visto lo que nadie más en toda la ciudad recordaba. Entre todos los portadores de secretos ruines o atroces o miserables o pueriles ese hombre era el monarca clandestino, el dueño absoluto del peor de todos los secretos, de la peor de todas las infamias nunca confesadas.

El secreto más sagrado y más necesario era el secreto de la confesión, le había dicho el padre Orduña: cuantos secretos había escuchado en la penumbra de su confesionario, a lo largo de tantos años, sin duda más actos vergonzosos de los que habría tenido ocasión de conocer el inspector a lo largo de toda su vida como policía. Le dieron ganas de irse a la calle sin guardar siquiera las carpetas con las fotografías y las fichas, ponerse la chaqueta y el abrigo y salir a la noche de noviembre y caminar por la ciudad mirando una por una todas las caras, todas las caras de los hombres, las caras ásperas o idiotas, las caras hinchadas, las caras sanguíneas de exceso de alimentación o de alcohol, las caras brutales de los conductores que daban gritos a alguien que cruzaba un paso de cebra demasiado lentamente o que hacían sonar furiosamente el claxon porque el coche que los precedía no acababa de ponerse en marcha al encenderse la luz verde: de pronto la cara inerte o placida de un conductor cambiaba y se convertía en la máscara cruel de alguien que podía ser un asesino, alguien que grita insultos, que desafía, rojo de ira, tensas las quijadas, los tendones y las venas del cuello, las facciones de un asesino irrumpiendo en una cara vulgar, transformándola como el pelo del Hombre Lobo en esa película que habían puesto unas noches atrás en la televisión, muy tarde. Una transfiguración así vería la niña en la cara de aquel desconocido que se le había acercado en la calle, desconocido o conocido, quien podía saberlo aún, un hombre que no debería tener un aspecto amenazador y que de pronto se convirtió para ella en un monstruo más horrendo que los de las peores pesadillas: una metamorfosis, como en la película, una cara humana transfigurada en máscara animal, respirando sobre ella, entre los pinos, echándosele encima igual que un cuadrúpedo, que una alimaña carnívora.

Era la hora de su llamada diaria al sanatorio, pero el inspector no tenía paciencia para seguir encerrado en el despacho, quería bajar a la calle, envuelto en su ancho anorak verde oscuro, invisible en la práctica, porque en la ciudad eran aún muy pocas las personas que lo conocían, y mirarlos a todos, uno por uno, examinar las miradas, las que se cruzaran con la suya y las que se apartaran de ella o permanecieran fijas en el suelo o en el vació. Alucinado por la falta de sueño, si cerraba los ojos y adoptaba un estado de máxima tensión intelectual sentía que sería capaz de ver la cara, de ver ante sí, en lo oscuro, no los fogonazos de los párpados apretados, sino los rasgos que vio la niña, los que tal vez el mismo había visto y no había sabido distinguir: era posible que la cara estuviese en su memoria, también decían hace un siglo que la cara del asesino quedaba petrificada en las pupilas de la víctima, y que si se tomaba una foto lo bastante precisa de estas se la podría ver, mínima y duplicada, acusatoria, definitiva, horrenda y también trivial, la cara de alguien que ha matado.

Other books

More Happy Than Not by Adam Silvera
Taboo Kisses by Gracen Miller
Runner's World Essential Guides by The Editors of Runner's World
A Fall of Marigolds by Susan Meissner
Post-American Presidency by Spencer, Robert, Geller, Pamela
A Moment To Dance by Jennifer Faye
Primal: London Mob Book Two by Michelle St. James