Pero no pensaba en nada, solo estaba, inmóvil, permanecía, esperaba, indiferente al frío y al paso del tiempo, en una quietud que no era paciencia, y ni siquiera sigilo, sino un estado particular de sus sentidos y su alma, todo él en suspenso, en guardia, tan difícil de distinguir entre las sombras de los árboles como un animal al acecho en una espesura, un tigre entre los cañaverales que se parecen a las rayas de su piel o un insecto en la hierba seca que tiene su mismo color pardo. Las manos calientes y dispuestas en el interior de los guantes de lana y los bolsillos forrados, tocando la pistola, la linterna, los pies que ni siquiera se movían para disipar el frío golpeando contra el suelo. El mismo sentía que se borraba, que se deslizaba y desaparecía en el flujo de sus sensaciones igual que la luna entre las nubes veloces. Vivía en un paréntesis de silencio y de tiempo. Empezaron a sonar las campanadas en el reloj de la torre y como hacía mucho que no las escuchaba calculó que serian las nueve: siguió contando y ya eran las doce, había pasado cinco horas en el terraplén, tema helada la piel de la cara y el frío de la tierra le estaba entumeciendo ya las rodillas.
Volvió a la noche siguiente, y la otra. Había bajado mucho la temperatura y el cielo permanecía siempre bajo y nublado, de un gris sucio y liso, como de un país mucho más al norte. La tercera noche, en vísperas de la luna llena, escuchó, cerca ruido de pasos y voces y tuvo la sensación de despertar de un sueño en el que no supiera que había caído. Arriba, muy cerca, al otro lado de los setos, se movía alguien, hablaban bajo dos voces distintas, una de hombre y otra de mujer. Oía una agitación de ropa y de cuerpos, el chasquido de un mechero, se le ocurrió de pronto, como una inusitada novedad, que si lo sorprendían iban a pensar que era un merodeador. Adelantándose un poco, vio brasas de cigarrillos, y luego una llama rojiza y más duradera que iluminó dos caras flacas y fugaces, inclinadas sobre algo brillante: quemaban heroína encima de un trozo de papel de plata; se peleaban por algo con una monótona grosería de adictos, con pesadez lenta de borrachos.
Esa noche era más de la una cuando llamó a la puerta de Susana Grey, muerto de frío, rendido de abatimiento y de deseo. Susana llevaba puestas las gafas, pero habla tenido tiempo de pintarse los labios mientras él subía en el ascensor. Usaba como pijama una camisa grande de él. Le gustaba mucho ponerse sus camisas y sus corbatas, tenía un talento particular para hacerse atractiva usando prendas masculinas. De dónde vienes, le dijo, tocándole la cara helada con sus manos tan cálidas, parece que has visto a la Santa Compaña.
Faltaban dos días para que fuera luna llena. Escogió una patrulla entre los guardias que le parecían de más confianza, les exigió secreto y les dijo que había recibido una llamada anónima, un soplo que hacía falta comprobar. Al cabo de tres horas de vigilancia, cuando los hombres ya empezaban a removerse de impaciencia y de frió, y alguno le pedía en voz baja permiso para fumar, vieron la figura que se acercaba entre los setos, que bajaba hacia ellos, sin vacilación, cautamente, como si acudiera a una cita clandestina. Vio allí mismo su cara, le hizo volverse, todavía en el suelo, le puso la linterna delante de los ojos, y al principio, al mirarlo, tuvo durante unos segundos la sensación de que se había equivocado. No se parecía al retrato robot, esa cara simple y redonda no podía ser la que llevaba buscando tanto tiempo.
«El sabe que parece una buena persona»: ahora, en el despacho, al otro lado de la mesa, el detenido se atrevía por primera vez a sostenerle la mirada, levantando los ojos hacia él, que todavía estaba en pie, con una expresión de bondad amedrentada, de respetuosa obediencia. «Yo no he hecho nada, señor comisario, se lo juro por mi madre, vivo muy cerca de allí, estaba dándome un paseo.» La voz muy suave, quejumbrosa, dócil, perfectamente falsa, como la reverencia cobarde de los ojos muy juntos, grandes y muertos, almendrados, como los ojos de los santos en los iconos o en los mosaicos bizantinos, dijo Susana Grey al verlos. La boca breve y carnosa, la barbilla mínima, imperceptible en la redondez de la cara, las dos manos agitándose en el regazo, la una contra la otra, las uñas rascando o arañando un dorso peludo, clavándose en las palmas, el ruido de la saliva al ser tragada.
Seguía con los ojos los movimientos del inspector: se había inclinado sobre la mesa, cogía la navaja entre el pulgar y el índice, hizo saltar el relámpago de la hoja. Su chasquido instantáneo estremeció al detenido. «No es mía», dijo, tragando otra vez saliva, la cabeza baja, mirando las manos, «la encontré en los jardines». Pero el inspector no había dicho aún nada, no le había preguntado nada. Dejó otra vez la navaja encima de la mesa, se sentó por fin, echando la cabeza hacia atrás en el respaldo del sillón giratorio, oscilando casi imperceptiblemente en el. La mirada huidiza ahora se deslizaba sobre la mesa, se detenía en el mechero, en el paquete de cigarrillos; arrugado y casi vado. «Puede fumar si quiere», dijo el inspector: vio repetirse la gratitud automática, la asustada avidez de cualquier detenido, la mana que avanzaba nerviosamente hacia el paquete y buscaba un cigarrillo, el temblor en la boca, la dificultad de encender la llama. El sonido más profundo de la respiración, el humo saliendo en bocanadas de alivio. Un hilo blanco y delgado de humo que salía de la nariz le hizo acordarse de la punta de tela que asomaba por uno de los orificios de la nariz de Fátima. Estaba sonriendo, mientras expulsaba el humo, le daba las gracias con los ojos, le ofrecía su inocencia, la probidad de su cara.
El inspector volvió a ponerse en pie con una brusquedad que alarmó instintivamente al otro. Descolgó de la pared la fotografía de Fátima, apartó de un manotazo inesperado las cosas que había encima de la mesa, sin cuidarse de que alguna, el mechero o las llaves, cayeran al suelo, y la puso allí, debajo de la luz de la lámpara. «¿Ha visto alguna vez a esa niña?» Miro fijamente y enseguida aparto los ojos, negó con la cabeza, tragando humo y saliva, tosiendo. «La vi en la televisión y en el periódico, como todo el mundo», tardo casi un minuto en decir. El inspector aparto la foto y saco del cajón donde lo guardaba bajo llave el sobre marrón de las otras, las que hizo Ferreras en el terraplén y más tarde, en la sala de autopsias. Empujo el sobre hasta el otro lado de la mesa, despacio, con las puntas de los dedos, se echo hacia atrás en el respaldo del sillón. El detenido aún fingía no verlo, tenía la cabeza tan hundida en el pecho que el inspector no veía la expresión de su cara. Respiraba muy fuerte por la nariz, se agitaba en la silla, como quien lleva demasiado tiempo sin moverse. El inspector le acerco un cenicero. Cuando el detenido apago en ella colilla el inspector la recogió con toda naturalidad, con mucho cuidado, y la guardo en una pequeña bolsa de plástico, anotando algo en la etiqueta de papel adhesivo. Ese gesto simple despertó un brillo de alarma en los ojos del otro, una expresión de astucia contrariada que por un instante borro de ellos cualquier rastro de docilidad o temor. A continuación el inspector saco el último cigarrillo torcido y estropeado del paquete y lo sostuvo entre los dedos. Parecía que iba a ofrecérselo o que iba a aplastarlo. Los ojos demasiado juntos y ovalados se alzaron para mirar el cigarrillo, no la cara del inspector, ni el sobre marrón que estaba encima de la mesa.
—Ábralo —dijo el inspector con su voz débil y áspera—. Mire lo que hay dentro.
—¿Da su permiso para fumar?
—Abra el sobre —dijo el inspector, ahora un poco más alto, no mucho, lo suficiente para que el otro lo notara.
Los dedos torpes y grandes temblaban ligeramente al levantar la solapa y extraer apenas la mitad de la primera foto. No hay otras manos en el mundo que yo conozca tanto, pensó el inspector con cansancio y disgusto, con un deseo repentino de acabar cuanto antes. Conocía sus huellas digitales, la longitud y la anchura de los dedos, la capacidad de herir de las uñas. Había seguido su rastro en las manchas de sangre del panel de mandos de un as censor, en el pasamanos y en la pared de una escalera, en la tela de un chándal, en las moraduras de la piel de una niña muerta. Las vio incongruentes y cobardes, paralizadas, sin atreverse a seguir sacando la foto en blanco y negro en la que se vela el primer plano de la cara de Fátima.
— Te estoy dando una orden, ¿no me oyes? —dijo, grosero de pronto, calculadamente agresivo, abandonando el usted como un primer aviso de que no tardaría en dejar a un lado cualquier otro miramiento—. Mira las fotos. Mira lo que hiciste.
Se puso en pie otra vez, brusco y acuciante, paso al otro lado de la mesa, arrebato el sobre de las manos anchas y muertas y fue poniendo las fotos una tras otra encima de la mesa, hasta ocuparla por entero, los ojos abiertos y sin pupilas y la boca desencajada de Fátima, el cuerpo descoyuntado y desnudo, alumbrado por los flashes, cercado por la oscuridad. El otro temblaba y negaba con la cabeza baja, sin mirar las fotos, y el temblor le sacudía las manos, los labios, la cara carnosa. Tirándole del pelo con un ademán vengativo el inspector le obligo a levantar la cabeza. Lo soltó enseguida, con un profundo desagrado físico, como de haber tocado grasa. Ahora los ojos miraban muy abiertos, y los blandos músculos faciales sufrían contracciones violentas y rápidas. Se tapó la cara con las dos manos y detrás de los dedos extendidos el inspector advirtió que seguía teniendo abiertos los ojos, que permanecía atento a él.
«Fue por culpa de la luna», dijo, todavía con la cara tapada, los dedos velándola como una celosía, «me emborrachaba y la luna me hacía pensar cosas raras. Mi madre me lo decía de chico, que yo era lunero. Pero yo no quería matarlas. Lo único que quería era que no gritaran...».
El inspector le puso una mano en el hombro y todo el se estremecói6 como por una descarga eléctrica. Tenía los codos sobre las rodillas y lloraba o parecía que lloraba ruidosamente detrás de la máscara de las manos. El inspector le ofreció el cigarrillo y le ayudó a encenderlo, sujetándolo con fuerza por la muñeca para detener el temblor de la mano, soltándolo enseguida. Pensó con desgana que había llegado el momento de llamar al guardia que tomaría a máquina la declaración. «Está actuando», se decía a sí mismo, al escuchar los sollozos convulsos, la respiración entorpecida por los mocos. Le tendió un pañuelo de papel y el otro se limpió la nariz y los ojos, repitió que no había querido hacerles nada, que todo había sido por la bebida, por la luna. «Está actuando y aunque ahora cuente cada cosa que hizo y diga que se arrepiente todo formara parte de su actuación, y ni yo ni nadie podrá saber nunca lo que piensa o siente de verdad, ni siquiera si piensa algo, si siente algo.» Casi tanto como la crueldad fría del crimen lo, indignaba y desalentaba ahora la cualidad mediocre de la impostura, la evidente actuación. En realidad es posible que no sienta miedo ni culpa, pensaba, ni siquiera se esfuerza mucho en fingir.
Nada más despertar ya se dio cuenta de que la mañana no iba a ser igual que todas. Fue como despertarse al principio de las vacaciones de Navidad, sabiendo que hace frío afuera y que no habrá que abandonar el cobijo de la cama, y que faltan aún tantos días para el regreso a la escuela que no es preciso ni contarlos, igual que no se cuentan las monedas cuando las manos están llenas de ellas. Despertarse temprano, a la hora escolar, pero no levantarse, y disfrutar así mucho más que durante el sueño, oyendo cerca el rumor de la casa, la radio en la cocina, la conversación de los padres, oliendo enseguida a café y pan tostado. Ahora dormía en la cama de ellos, porque aún no soportaba quedarse sola y a oscuras en su dormitorio, y su padre y su madre se turnaban para dormir con ella, en cuanto empezaba a agitarse en sueños la abrazaban y le decían cosas al oído, encendían la luz, la sacudían para despertarla, pero estaba tan dormida y tan cercada por la pesadilla que muchas veces no lograban rescatarla de ella, y la veían ponerse rígida, jadear cada vez más fuerte, encogerse contra la almohada como para protegerse de un golpe, abrir desmesuradamente los ojos que sin embargo no veían la luz de la habitación ni la cara del padre o de la madre, sino una claridad lunar de bosque de terror repetida cada noche, una cara que descendía hacia ella y unas manos y unas rodillas que la aplastaban invisibles y de las que intentaba inútilmente desprenderse, hasta que una sacudida muy fuerte o uno de sus propios gritos la despertaban. Otras veces, sin despertar del todo, se iba calmando, se le cerraban los ojos y recobraba el abandono de los brazos y las piernas, la respiración se le volvía otra vez acompasada y suave, una respiración saludable y profunda del sueño infantil: la pesadilla se había extinguido, o ella misma había logrado deslizarse fuera de ella, hacia otro sueño más apacible, como si hubiera pasado buceando de aguas turbias y oscuras a otras más cálidas. Él padre o la madre apagaban la luz, y tal vez ya no podían dormirse otra vez. Por la mañana Paula despertaba sin malos recuerdos, y le gustaba encontrarse en la cama tan espaciosa, con su olor y su temperatura de cuerpo de adulto, con ese misterio que tienen siempre las habitaciones y las cosas que pertenecen a la intimidad estricta de los padres.
A diferencia de todos los demás días laborables, hoy su padre estaba en casa cuando ella despertó, haciendo cosas en la cocina, escuchando la radio, y era la presencia de él y el sonido de las voces de los locutores lo que le había dado a Paula una sensación tan definida de principio de las vacaciones: cada año, el día del sorteo de la lotería de Navidad, su padre y su madre escuchaban la transmisión en la radio, y siempre hacían la misma broma que solo a ella le parecía factible: «Si oímos que ha salido nuestro número ya no iremos hoy a trabajar».
Casi más que el del día de Reyes le gustaba a Paula ese despertar: oír tan cerca las voces de sus padres, que le llegaban de la cocina tan claras y tan cálidas como el olor de las tostadas y el café. Muy perezosa, escuchando la lluvia contra las persianas echadas del dormitorio, se dio la vuelta debajo del edredón para mirar la hora en el reloj de la mesa de noche, y vio con alarma que eran más de las nueve, tal vez a sus padres se les había olvidado llamarla y llegaría tarde a la escuela, porque desde luego no estaban en la mañana del sorteo y faltaban más de dos semanas para las vacaciones, lo había recordado con un poco de decepción al despertarse del todo. Llamo a su madre, y la radio de la cocina se apago, y los dos se asomaron al mismo tiempo al dormitorio, sin perder todavía la cara de alarma. No era una mañana como todas, desde luego, su padre llevaba corbata y una chaqueta oscura, y su madre no estaba en pijama y zapatillas, como solía estar cuando trabajaba en el hotel por las tardes y disfrutaba quedándose en pijama hasta las diez o las once.