Se acercaron los dos a la cama y ella pensó que tenían caras de acercarse a un enfermo. Su padre se sentó junto a ella, le paso una mana por el pelo y le dijo que no había prisa, que hoy no tendría que ir a la escuela, pero que a las diez el inspector iba a venir a buscarlos. «Ya no vas a tener que sentir miedo nunca más», dijo su madre, sentada junto a su marido, a los pies de la cama pasándole una mano por el hombro, en un gesto que a Paula le sorprendía y le gustaba mucho, porque había observado que suelen ser los hombres y no las mujeres las que pasan el brazo por el hombro de su pareja (su padre y su madre, a diferencia de casi todos los padres y madres que ella conocía, eran de la misma estatura). «Han detenido a ese hombre», dijo su padre, y ella pregunto enseguida, con seguridad anticipada, con orgullo, si lo había detenido el inspector. «Quien iba a ser si no», dijo su padre, «nos llamo hace un rato para decírnoslo. Ahora cuando venga te contara él mismo como lo hizo».
Pero aún no se atrevieron a decirle adonde la llevarían cuando llegara el inspector: lo adivino ella misma, con una agudeza tal vez aprendida en las películas, pero no dijo nada, porque callando le costaba menos dominar el miedo. Sintió que le volvía, a la luz de la mañana y en el abrigo de su casa, tan cerca de sus padres, el terror de la oscuridad y la persecución, que bajaba otra vez por las escaleras hacia el portal con aquellos dedos hincándosele en la base de la nuca. Con un sobresalto violento escuchó el timbre del portero automático, y corrió a abrir ella misma, segura de que iba a escuchar la voz del inspector. Iría su padre con ella. En el ascensor le apretó muy fuerte la mano, y al empujar la puerta vio enseguida al inspector, que aguardaba en la acera, junto a un coche camuflado de la policía que a ella le daba cierta vanidad reconocer. Se irguió para abrazarlo, le dio dos besos en la cara muy fría, con olor masculino de loción de afeitar. El inspector le había traído algo, como cada vez que la visitaba: solían ser pequeñas cajas de bombones o libros, siempre envueltos en papel de regalo. Los libros los escogía para el Susana Grey. Subieron al coche, ella y su padre en el asiento de atrás, y cuando el inspector se volvió hacia ellos Paula advirtió la cara de cansancio que tenía. Estaba muy pálido y mal afeitado, y sus ojos, más hundidos de lo habitual, tenían dos pequeñas manchas rojas en los lagrimales: le daba casi pena de pronto, le parecía más flaco, más viejo.
—No tienes que preocuparte de nada —dijo el inspector—.Él no te vera.
—¿Lo voy a mirar por uno de esos cristales que son espejos por el otro lado?
El inspector asintió, sonriendo. Como no tenía hijos, hacia muy poco que estaba al tanto de la familiaridad de los niños, gracias a la televisión, con los procedimientos policiales. En el espejo retrovisor observaba los ojos inteligentes y serenos de Paula. Estaba un poco recostada en su padre, que le apretaba suavemente una mano en el regazo. Caliente y grande la de él, la de ella cada vez más fría, según el coche se aproximaba al centro de la ciudad, lleno de tráfico y de cláxones esa hora de la mañana, de gente en las aceras. Pero ya no tenía que fijarse en cada una de las figuras que iba viendo para señalar cualquier detalle de alguien, un pantalón, un corte de pelo, unos zapatos, una manera de andar. Ahora sabía adónde iba y a quien iba a ver, y esa cara se le había olvidado por completo, solo le quedaba un espacio en blanco que se hacia más angustioso a medida que las manos estaban más frías y no se contagiaban del calor de las manos de su padre y que el corazón empezaba a latirle más fuerte.
— Ya lo han oído en la radio —dijo el inspector, con indiferencia y fatiga, sin volverse hacia ellos, señalando los grupos de gente que se formaban en la plaza, cerca de la comisaría, las cámaras de televisión que ya empezaban a aparecer—. Ya se ha corrido la voz.
El coche se desvió por una calle lateral y se detuvo junto a una puerta pequeña donde dos hombres de paisano ya estaban esperando. Salieron rápidamente, los policías muy serios, mirando hacia el final del callejón, por si aparecía algún cámara o algún periodista. Paula tomo instintivamente la mano del inspector y la de su padre y fue conducida casi en voladas por un pasillo con poca luz, rodeada por los pasos y las corpulencias de los policías, sus manos heladas, su respiración veloz y desigual, las rodillas tan débiles como aquella noche, cuando aquel hombre la empujaba presionándole la nuca con los dedos y a ella le parecía que caminaba sin mover los pies, que se deslizaba flotando por escaleras y calles llenas de gente que se cruzaba con ella y no la veía y no habría escuchado su voz si hubiera sido capaz de gritar pidiendo socorro.
Entraron en un cuarto pequeño y la puerta se cerró tras ellos, dejándolos en una penumbra rara, como cuando se está viendo la televisión con las luces apagadas. Había una pared de cristal, o una ventana grande, y frente a ella había dos sillas. EL inspector les dijo a Paula y a su padre que se sentaran. Ella tenía la impresión de que les iban a proyectar una película. En el cristal veía vagamente su cara y la de su padre, y tras ellos los otros policías, de pie, el inspector inclinándose hacia algo que debía de ser un micrófono.
Entonces la luz se apago del todo, y cuando volvió a encenderse era otra clase de luz y ella no vela nada. Vio luego una habitación tras el cristal, una pared blanca, en la que reverberaba una claridad como la de la puerta de un frigorífico cuando se ha levantado uno y ha ido a la cocina casi en sueños a beber agua. La pared estaba dividida por cinco líneas verticales, con indicadores métricos, y sobre cada división había un número grande, pintado en negro, del uno al cinco. «Adelante», dijo el inspector en el micrófono, acercando mucho la boca. Su voz era más áspera que otras veces, más débil, y al oírle esa palabra, «adelante», Paula se estremeció. Su padre le apretó la mano, la retuvo, había hecho un ademán reflejo de marcharse.
Uno a uno, cinco hombres entraron en la habitación del otro lado del cristal y se situaron con las cabezas debajo de los números. «De frente», dijo el inspector, y antes de que se volvieran del todo, sin mirar siquiera las caras de los otros, Paula vio lo que su memoria no había querido recordar, lo que tan solo había vislumbrado noche tras noche en las pesadillas, los ojos alargados y muy juntos, con una zona de sombra en torno a las cejas, la mirada fría, muerta, invariable, fija en ella, reconociéndola a través del cristal, adivinándola en el espejo, como si pudiera traspasarlo, ver más allá de lo que otras miradas podían ver, en la oscuridad, detrás de las paredes, dentro de ella, de Paula. EL inspector estaba diciéndole algo pero ella apenas lo escuchaba, le preguntaba si reconocía a alguno de aquellos hombres, le pedía que lo señalara con el dedo, que dijera su número. Pero quería levantar la mano derecha y era imposible, quería hablar y la voz estaba detenida en la garganta, le faltaba el aire, se le movían los labios y no lograba formar con ellos una palabra, como cuando se intenta decir algo en sueños y es igual que si uno estuviera mudo. Solo miraba, rígida en la silla, echada un poco hacia delante, sin notar ya la mana en la suya, ni la presencia de nadie más en la habitación a oscuras, viendo justo enfrente de ella, con aterradora exactitud y proximidad, los mismos pantalones vaqueros y los mocasines negros y la cazadora de ante, el cinturón ancho, con la hebilla metálica, la cara redonda, y sobre todo los ojos, los ojos que solo la miraban a ella, que la descubrían sin esfuerzo, sin incertidumbre ni distracción, con una tranquilidad absoluta, con una expresión no de amenaza, sino casi de burla, como haciéndole saber que no valían de nada espejos ni trampas, que no importaba que él estuviera a un lado del muro y del cristal y ella al otro, separados por guardias de uniforme, por puertas blindadas y cerrojos, por armas de fuego. Tenía las manos juntas, aunque no iba esposado, y echaba la cabeza ligeramente hacia atrás: la estaba viendo, ni su padre ni el inspector ni los otros policías se daban cuenta pero ella sí, ella lo conocía y estaba segura, le estaba diciendo con los ojos lo que le decía algunas veces en sueños, que iba a volver para acabar con ella y que la próxima vez no la dejaría viva, hacia un gesto con la boca, movía los labios, le estaba hablando y nadie más que ella lo podía escuchar.
Ahora temblaba, su padre la estaba abrazando y temblaba más fuerte todavía, como aquella noche, se escuchaba el ruido seco y monótono de sus dientes, pero era preciso que dijera una palabra, que alzara la mano y adelantara el dedo índice. «El número cuatro», dijo, pero su voz sonaba tan rara que nadie había comprendido, trago saliva, aunque tenía la boca seca, se paso la lengua por los labios, los ojos la estaban mirando y la hipnotizaban para que se callara, pero ella no cerro los suyos ni se rindió, volvió a decir cada una de las tres palabras, más claras ahora, oyéndose a sí misma, levándola mano derecha y extendió el brazo hasta que el dedo índice toco el cristal. Entonces creyó que iba a seguir diciendo algo pero lo que salió de su garganta fue un sollozo o un grito, idéntico a los que algunas veces la despertaban en mitad de la noche: igual que se interrumpían las pesadillas, así se borraron los ojos y la habitación iluminada al otro lado del cristal, como por efecto del grito, y ahora lo que tenía delante era de nuevo el espejo en penumbra, su propia cara desconocida y lívida junto a la cara de su padre. «Y a se ha terminado», dijo el inspector, apoyándole en el hombro una mano que le transmitía un sentimiento muy poderoso de fortaleza y ternura, «te prometo que ya no tendrás que verlo nunca, nunca más». Pero en el mismo momento de decirlo pensaba con todo el abatimiento de tantas horas sin dormir que no era nadie para hacer tal promesa, que nadie tenía la potestad de cumplirla.
Detuvo el coche en una gasolinera hacia la mitad del camino y mientras le llenaban el depósito y limpiaban los cristales entro en una cabina de teléfono. pero al principio no marco ningún número, se quedo con el auricular descolgado en la mano derecha, oyendo débilmente la señal y leyendo las palabras que aparecían y parpadeaban en la pequeña pantalla de cristal liquido.
Deposite monedas.
Busco en .los bolsillos y logro reunir unas cuantas, pero aún no estaba seguro de si debía llamar, y desde luego no sabía que iba a decir si se atrevía a hacerlo.
Al salir del coche se había puesto las gafas de sol. La luz de la mañana de mayo le había herido los ojos cansados por el insomnio, le aturdía como una sonoridad muy aguda después de una noche de resaca. Haría calor en cuanto avanzara la mañana, se levantaría una niebla tenue de la tierra profundamente empapada de agua a lo largo de tantos meses y resplandecería violentamente al sol el verde fragante y limpio de los sembrados, el amarillo cegador de los naranjos que crecían con una pujanza inusitada de vegetación selvática entre las filas de olivos y en las cunetas de la carretera.
Tras los cristales de las gafas la claridad atenuada del día era mucho más tolerable. El inspector tenía la pesadumbre de la resaca sin haber bebido, el mareo, el desanimo, la reprobación de sí mismo, la vergüenza de la noche, de su comportamiento. Susana le había contado que algunos indios del oeste de Canadá, cuando viajaban demasiado deprisa guiando a una expedición de europeos, se paraban a descansar uno o dos días enteros, para asegurarse de que los alcanzaran sus almas, mucho más lentas que sus cuerpos. Se le ocurrió tristemente que justo esa mañana, en el coche, su alma lo había alcanzado a él, su alma antigua, la que creyó ilusoriamente haber dejado atrás cuando dejo el alcohol y vino del norte, cuando encontró a Susana Grey. Había tardado unos meses en dar con él, pero allí estaba el alma antigua de nuevo, sucia de resacas viejas, como de un sarro o de un oxido de los que no podía desprenderse, envenenada de secretos arrepentimientos y rencores y deseos corrompidos, de doblez, de impotencia y de culpa. Pulso uno por uno los números del teléfono de Susana (se los sabía de memoria, pero era dudoso que volviera a usarlos) y apenas había terminado de hacerlo colgó con precipitación, y enseguida volvió a descolgar, por miedo a haber averiado el aparato. Pero ahora los blindaban, los hacían tan fuertes para que resistieran la agresividad de los vándalos.
El empleado de la gasolinera le indico por gestos que ya había terminado con el coche. En menos de media hora podría llegar al sanatorio, pero todavía era demasiado temprano, y en cualquier caso tenía algo más urgente que hacer, otra cita. Pero no sabía por qué iba a acudir a ella, se dejaba llevar o atraer tan despegadamente como por la obligación de encontrarse a la una en punto en el pequeño jardín con la estatua de yeso de la Inmaculada, o la de volver a la mañana siguiente a la oficina. Ahora el teléfono que marco fue el del sanatorio. También ese era probable que no volviera a usarlo. Hablo con una monja, le confirmo innecesariamente la hora a la que llegaría, le pregunto por su mujer, que ya tenía recogida su habitación y preparado el equipaje, dijo la voz, asistencial y eclesiástica, en estos momentos no podía ponerle con ella porque se encontraba oyendo misa.
Haber llamado por teléfono le daba un fugaz respiro de alivio, le permitía imaginarse que hacia cosas, que completaba actos necesarios y nítidos. Nada más arrancar el coche puso en el radiocassette una de las cintas que le había grabado Susana Grey. Ahora lo hacía siempre de manera automática, y como no tenía más música que la escogida por ella, todas las canciones y los fragmentos que escuchaba restablecían instantáneamente su presencia, las palabras que había dicho mientras sonaban esas músicas y los recuerdos convocados por ellas. Por azar había puesto una de las cintas que a Susana le gustaban más y la dejaban más triste, el adagio de Barber. Qué raro, pensó, que ya me sepa hasta nombres de compositores. Condujo unos minutos escuchando la música, pero la interrumpió muy pronto, avergonzado de la efusión sentimental que le provocaba, y también de la evidencia de su propia deslealtad, que lo convertía ahora mismo, en la soledad del coche, mirando su cara con gafas oscuras en el espejo de la izquierda, en una especie de actor. Pensaba que ya no tenía derecho a conmoverse con lo que gracias a Susana le había sido ofrecido, lo que en realidad no era suyo ni podía serlo ni le correspondía, y le seria retirado por tanto al alejarse de ella. Quizás le había sido retirado ya, y ahora usurpaba emociones que no le pertenecían.
Cuando subiera al coche, su mujer le preguntaría extrañada por todas esas cintas, si es que se fijaba, si era verdad que había salido de la atenuada catalepsia de los últimos meses. No sabía que te gustara tanto la música, diría, tal vez ya sospechando, a punto de fijarse también en algunas variaciones sutiles y a la vez cautelosas en el vestuario, en la corbata, incluso en la simple manera de mirar. «Tú no te das cuenta, pero ya no miras como antes», le había dicho Susana, mirándose los dos en el espejo del lavabo, en casa de ella, los dos desnudos, despeinados, con un brillo idéntico de satisfacción y abandono en los ojos.