«Igual que yo», dijo ella: lo escuchaba hablar, lo miraba, tan joven y serio, con su bozo oscuro y sus espinillas en la nariz y en la frente, recién llegado al umbral de la vida adulta, a las incertidumbres y a los deseos de los mayores, y a la vez mucho más infantil de lo que sugería su aspecto físico: tan al principio de todo, tan extraviado, pensó, con una clase de afecto que no era del todo el mismo amor que le había dedicado en la infancia. Se reprochaba a sí misma su amargura de tanto tiempo hacia él, el rencor y los celos que había sentido cuando el chico le dijo que le gustaría vivir un tiempo con su padre.
No iba a pedirle que se fuese ahora con ella a Madrid. No pensaba competir con su ex marido en las astucias y en las suavidades más bien viscosas del chantaje emocional, pero también era cierto que no tenía ganas ni fuerzas para arriesgarse a recibir una negativa. El chico fue a acostarse después de las tres y ella se quedó fumando un rato en la terraza, echada en la hamaca, los pies descalzos cruzados sobre el metal de la baranda, disfrutando del aire quieto y tibio de la noche de junio. Al pasar luego junto a la habitación donde el dormía lo oyó respirar y no resistió la tentación de entrar a verlo a la luz del pasillo. Tan grande, extendido sobre su cama insuficiente de niño, con un peso de hombría en el cuerpo desbaratado por el sueno y un rastro último de fragilidad o de infancia en los labios entreabiertos y en los párpados, apretados de pronto contra la luz, mientras tragaba saliva y hacia un ruido de masticación. Por temor a despertarlo no se inclinó sobre el para darle un beso.
La llamada en la puerta la hizo salir de la música y de sus cavilaciones sobre la noche anterior. El timbre resonó igual que trece años atrás en el piso recién comprado donde empezaban a instalarse, después de haber firmado letras innumerables que acabarían de pagar a principios del siglo XXI: todo vació otra vez, apenas sin nada más que el equipo de música, las cajas de cartón, la cama grande en medio de un dormitorio sin cortinas ni mesas de noche, con una bombilla colgando de un cable retorcido y manchado de pintura. Todo y nada en algo más de diez años, la cantidad inconcebible de cosas que se van acumulando sin propósito a lo largo de la vida, los yacimientos inútiles de papeles y objetos, de zapatos viejos, de ropa olvidada, de fotografías, de recortes de periódicos, de documentos administrativos, la cartilla de vacunaciones de su hijo, su título de Magisterio, cuadernos de apuntes, manuales de alfarería o de marxismo de su ex, un pasaporte caducado muchos años atrás. Limpiando la casa, vendiendo casi todos los muebles y quedándose tan solo con algunas cosas que le gustaban mucho o que le traían recuerdos a los que no quería renunciar, limpiaba también su vida, la simplificaba y le parecía que la aireaba y que la hacia más abierta y más grande, como una casa vacía que se acaba de pintar. Entre las cosas inesperadas que encontró estaba la etiqueta de identificación que le habían prendido a su hijo de un tobillo en el hospital cuando nació. Viendo al chico sellar enérgicamente las tapas de las cajas con cinta adhesiva se había acordado de él cuando tenía año y medio, el día en que les entregaron las llaves del piso y empezaron a instalar algo y a limpiarlo. EL niñito, gordito y rubio, caminando todavía inseguro, con un peto de pana, un jersey y unas botitas verdes, andaba por las habitaciones esgrimiendo un bote de limpia cristales y una bayeta, atareado y afanoso, imitando a sus padres, con el chupete en la boca, respirando por la nariz.
Detuvo la música antes de abrir la puerta: pensó mientras iba hacia ella que hasta en la manera de llamar se le notaba a su hijo que estaba empezando a ser un adulto. AI mismo tiempo que abría ya empezaba a volverse, con la rapidez de quien da por supuesta la identidad del recién llegado y quiere reanudar cuanto antes una tarea interrumpida, pero no era a su hijo a quien le había abierto. El inspector estaba en el umbral, con un traje claro y una expresión de inseguridad y casi desamparo en los ojos, como temiendo que ella no fuera a dejarlo pasar.
—Vaya, podías haber avisado —dijo, y se llevo la mano al pelo instintivamente, seria aún, desconcertada, con la inquietud de no estar peinada, de no haberse pintado siquiera los labios. Llevaba una camiseta de su hijo, unos vaqueros viejos y unas zapatillas blancas de lona. No podía saber cómo esa ropa de verano y ese aire de descuido lo turbaban a él, después de varias semanas sin verla, hasta que punto lo conmovía el deseo. Se adelanto para besarla tan dubitativamente como había aparecido en la puerta, sin dar un paso aún hacia el interior, descubriendo de pronto, con desolación y alarma, las paredes blancas y va das, las cajas apiladas en el suelo.
—No me habías dicho que te ibas.
—Tú no me lo habías preguntado.
Oyeron subir el ascensor y el chico apareció delante de ellos, que aún no se habían movido. Susana observo la incomodidad del inspector, que se sentía muy amedrentado por su hijo, incapaz de reaccionar con naturalidad a su presencia. Más rápido, el chico debió de intuir en un segundo quien era ese hombre, y después de cruzar una mirada con su madre le pidió dinero para ir a comprar algo más que le hacía falta, cuerda o papel de embalar.
—Éste es Pablo —dijo Susana, divertida en el fondo por la formalidad con que el inspector le tendía la mano a su hijo, exasperada por la rigidez de sus actos—. Pablo por Pablo Neruda y por Paul Simon, al cincuenta por ciento.
El chico dijo adiós y se marcho escaleras abajo con un estrépito de galope.
—
¿
Piensas entrar? —Susana se hizo a un lado en la puerta. El inspector dio unos pasos hacia el salón y se quedo mirando las paredes donde solo quedaban, como impresiones en negativo, los espacios más claros donde habían estado los cuadros, las sombras de los muebles recién desmontados. Lo dominaba una congoja de despedida irreparable, más grave aún porque no había contado con ella. Como él se quedaba paralizado siempre en el filo de sus decisiones y sus actos, creía que el mundo y el tiempo se paralizaban también en espera de ellos, y ahora lo asombraba descubrir que no, que habían seguido ocurriendo cosas durante las semanas en que el no llamo ni busco a Susana ni dejo de pensar en ella y de echarla de menos mientras le ayudaba a su mujer a acomodarse en la nueva vida, en la casa alquilada que hasta ahora no había visto.
—¿Cuántos años tiene tu hijo?
—Va a cumplir quince.
—Parece mentira.
—Los chicos ahora crecen muy rápido.
—No es eso —por primera vez desde que había llegado el inspector sonrió—. Parece mentira que tú tengas un hijo tan grande. Yo siempre pienso en ti como una chica joven, no la madre de un adolescente que es más alto que yo.
—Venga ya, no quieras halagarme.
—No te halago, lo que más me gusta en la vida es mirarte —en los ojos del inspector se traslucía la evidencia de lo que estaba diciendo—. Me pasó una cosa rara contigo, me di cuenta después. La primera vez que te vi en el colegio no me pareciste muy joven. Creo que te veía como se imagina uno que son las maestras, como una mujer de edad intermedia, como de cuarenta años. Después, cada vez que me encontraba contigo, me parecía descubrir que en realidad eras más joven que la vez anterior. Será que aprendía a fijarme, como tú dices.
—O que yo me arreglaba más para gustarte.
—En aquel sitio, en La Isla de Cuba, cuando volviste del cuarto de baño, te vi más joven que nunca. No parecía que tuvieras más de veintitantos años.
—Estaba apagada la luz.
—Pero había luna llena.
Estaban el uno frente al otro, en medio del salón vacío, sin aproximarse del todo, sin dar un paso hacia atrás. No había donde sentarse. En la cocina no quedaba nada que beber. Que absurdo, pensaba Susana, tenerle aquí delante y que todo sea mucho más difícil porque no quedan ni dos sillas en las que sentarnos.
—Lo siento —dijo, buscando un tono de distancia—. No me queda nada. Ni una coca cola ni una silla. Ni un vaso para ponerte un poco de agua. ¿Cómo está tu mujer?
—Bien, mucho mejor —el inspector bajo los ojos y trago saliva antes de hablar de nuevo—. Pero no he venido a hablar de ella.
—No me extraña, nunca lo has hecho. Supongo que pensabas que callando las cosas hacías que desaparecieran. Eso hacen los niños pequeños, que cierran los ojos para borrar lo que les da miedo, piensan que si no lo yen deja de existir. Ni siquiera me has llamado en mes y medio. Leí en el periódico que te iban a ascender por lo del asesino de Fátima, y compre una botella de Vega-S.icilia para celebrarlo contigo, pero cuando pasó una semana y no me habías llamado llame yo a Ferreras y me la bebí con él. Se me declaró otra vez. Se me declara siempre que bebemos juntos más de dos copas de vino. Yo le puse una canción de Kurt Weill que canta Lotte Lenya:
Pobre corazón idiota,
huyendo de quien te adora,
llorando por quien te ignora
.
—Ferreras me contó que había estado contigo. Me moría de celos.
—Tampoco te morías mucho, la verdad, cuando no me llamaste. ¿Pensabas que con callarte mi existencia y hacer como que no me conocías yo iba a desaparecer?
—Mi mujer estaba recién salida del sanatorio. No me parecía correcto llamarte.
—¿Correcto para quién? Para ella o para mí?
—Susana, por favor.
Le gustó que el dijera su nombre, y el modo en que lo decía, pero no pensaba rendirse a su mirada de contrición y desamparo, no iba a callar nada ahora.
—¿Se te había olvidado cómo me quede cuando saliste por esa puerta, la noche que pasamos, los dos callados en la oscuridad, sin hacer nada, como dos impotentes, sin poder dormirnos? Ni siquiera me habías dicho que al día siguiente le daban el alta…
—Iba a decírtelo esa noche.
—Habrías sido capaz de no decírmelo nunca, si no hubiera yo encontrado la carta del sanatorio. Encima te la dejaste olvidada en la mesa de noche. Me sentó peor que si hubiera encontrado una carta de otra mujer.
— Tenía obligaciones hacia ella.
—¿Y no las tenías hacia mí? ¿No obliga a nada estar acosándose con una mujer durante seis meses?
—Parece mentira que digas eso. Estar contigo no tenía nada que ver con una obligación.
—Que suerte tengo yo en la vida, que nadie se sienta obligado a nada conmigo. Nadie se queda conmigo por obligación, pero tampoco hay nadie que se quede por otro motivo, así que la que se queda sola soy yo, eso sí, sin crearle a nadie culpabilidad ni remordimientos, a diferencia de tu mujer o de mi ex marido. Soy un chollo, la abandonada perfecta. Me vendría bien una enfermedad, o una cara de atormentado como la que pone el padre de mi hijo, a ver si alguien se sentía obligado a algo conmigo. Joder, tan culpable como te sentías hacia tu mujer, ¿en todo este tiempo no te has sentido culpable ni una vez hacia mí?
Le dio la espalda, no quería que ella viera llorar, y menos aún que volviera su hijo y la encontrara con los ojos húmedos y la nariz enrojecida. En el dormitorio, debajo de la almohada, tenía una bolsa de kleenex. Se sentó en la cama para limpiarse, respiro hondo luego, y cuando se aparto las manos de la cara el estaba en el umbral, en la misma actitud que unos minutos antes, cuando ella le abrió y no se atrevía a pasar de la entrada. Pensó que a cada uno nos retrata del todo un solo gesto, y que ese era el que lo retrataba entero a él: parado en el quicio de una puerta, sin decidirse a dar el próximo paso, por inseguridad o miedo de no ser aceptado, o tal vez, en el fondo, por falta de verdadera convicción, de simple impulso de vivir. Así la había mirado el último día, la última mañana, ella pintándose los labios y los ojos ante el espejo del cuarto de baño queriendo borrar los rastros de la mala noche y el parado en la puerta, ligeramente recostado en ella, mirándola con mucho deseo y a la vez con una perfecta disposición de renuncia, como si en realidad no le costara tanto irse, incluso perderla. Ya vestido, se acordaba, afeitado, peinado, con una corbata y una chaqueta oscuras, las adecuadas para ir al sanatorio, ya dispuesto a obedecer con toda exactitud las normas de las que solo gracias a ella, a Susana, decía haberse librado.
—Mira mi hijo cuando tenía seis meses —se puso en pie, digna de nuevo, recobrada, mostrándole una foto que había encontrado entre unos papeles la tarde anterior y no se cansaba de mirar, la había dejado en la mesa de noche antes de dormirse—. Era tan glotón que apretaba mucho la cara contra el pecho y casi no podía respirar.
EL inspector vio a una Susana no mucho más joven, sino en otra edad anterior de su vida, casi en la adolescencia, con la cara más redonda que ahora, sin las líneas tan definidas de la nariz y el mentón ni la prominencia de los pómulos, con el pelo largo y un flequillo recto sobre los ojos, con una manera de vestir no solo más anticuada, sino como más ingenua, una camisa blanca con cuello ancho y bordado, una falda larga, unas sandalias de cuero. La prefería ahora, más hecha por el tiempo, modelada por la inteligencia y el aprendizaje de los años. En la foto estaba dándole de mamar al niño, que tenía la cara roja y redonda y los ojos cerrados.
—No te lo quise decir —dijo Susana—, pero justo por aquellos días yo creía que estaba embarazada. Me dio terror, pensé que el mundo se te caería más encima aún si llegabas a enterarte, pero si te digo la verdad me lleve una decepción mortal cuando me desperté una mañana y me había venido la regla ¿No te has parado a pensarlo, que tú y yo podríamos tener un hijo, o podríamos haberlo tenido? Una da por terminadas ciertas cosas de la vida y de pronto descubre que podría estar empezando. Tengo treinta y siete años. Todavía es una edad perfecta para quedarme embarazada. Pero di algo, no me mires así. ¿No piensas decirme a que has venido?
—A pedirte que no te vayas —el inspector se abrazo a ella con un ademán brusco—. No puedo vivir sin ti.
— Tardas un poco, ¿ no crees? —intento desprenderse del abrazo pero el no la dejó—. Si me lo hubieras pedido hace un mes no habría dudado en quedarme, aunque hubieras seguido con tu mujer, yo no te habría presionado. Pero no te estaba proponiendo que me hicieras tu amante fija. Lo único que hacia con eso era decirte que estaba enamorada.
— También yo lo estaba de ti.
—
¿Lo estabas?
— Y lo estoy. He venido por eso.
Se separaron al oír que el ascensor se detenía muy cerca. Pero volvió a ponerse en marcha y el timbre de la puerta no sonó.