Permanecía quieto al otro lado de la mesa, aceptando mansamente la humillación de estar de pie. De vez en cuando alzaba de manera casi imperceptible la cabeza y miraba un instante la cámara de video, tal vez preguntándose si funcionaba de verdad. Por gestos así, más rápidos y fugaces que un parpadeo, el inspector lo identificaba, se mantenía en guardia. Hasta la voz habla cambiado: era tan suave como antes, pero mucho menos oscura, como si la hubieran sometido también a una especie de limpieza sanitaria, igual que las manos y los filos de las uñas.
«Pensaba que no iba usted a venir», dijo, sin apartar de ellos ojos, parpadeando apenas, «rezaba para que viniera, quería contarle a usted la verdad antes que a nadie, al fin y al cabo a usted le debo el primer paso de mi salvación. Creía usted estar siendo el instrumento de la justicia de los hombres y no se daba cuenta de que lo guiaba la mano de Dios. No me creía, y llevaba toda la razón, yo no estaba diciéndole la verdad. Le dije que yo habla sido el que mato a aquella niña, y que a la otra la deje por muerta, usted me preguntaba por qué lo hice y yo le dije que por culpa de la luna, me acuerdo muy bien, y usted no dijo nada pero yo le vi en la cara que no se creía ni una palabra y me dijo, por qué con niñas, por qué no te atrevías con mujeres, y yo no le contestaba, no lo sabía, luego me lo dijo también el psicólogo y yo le dije que porque las mujeres se reían de mí porque decían que la tenía muy chica. Eso sí que les gusto, a ellos, no a usted, a usted me dio vergüenza decírselo, me pedían que volviera a contarles lo de cuando estaba en las duchas del cuartel y el agua salía helada y se me encogió la picha, y yo se lo contaba, y lo de las dos putas que se burlaron de mí, a la primera le saque la navaja y se asusto tanto la tía que no volvieron a verle el pelo, a la más joven, y la otra se asusto mucho también, aunque lo disimulaba más, porque era más vieja y más resabiada. Se me quedaban mirando tan serios, con sus batas y sus cuadernos, y me decían que lo contara otra vez, no sé cuantas veces, y que si de chico se burlaban de mi o me pegaban en la escuela y si le tenía mucho miedo a mi padre y estaba muy unido a mi madre. Yo les decía que sí a todo; y se lo creían, no eran como usted, a usted ni se me habría ocurrido contarle nada de eso, pero también quería engañarlo, porque el primero que estaba engañado era yo, aquí lo dice en el Libro, extraviado en las tinieblas, me dijo que por que había matado a Fátima y yo le dije que no había querido matarla ni hacerle daño, que solo quería que no gritara, y lo mismo con la otra, nada más que taparle la boca, y era todo mentira, usted bien que lo sabía, porque lo había guiado la mano de Dios, usted sabía cuanta maldad había en el fondo de mi alma, me lo dice el compañero del Culto, el que me enseño a leer en el Libro, tu alma era un pozo de inmundicia, eso me dice, y lleva razón, pero ya no voy a seguir diciendo mentiras, ahora quiero decirle a usted la verdad».
Tomo aire, trago saliva, durante una fracción de segundo miro al inspector sin mansedumbre, bajo los ojos, apretó la Biblia entre las dos manos, haciendo sonar la cadena de las esposas, se pasó la lengua por los labios, tal vez estaba echando de menos un cigarrillo.
«Vino aquel abogado, me dijo que los psiquiatras dirían que estaba loco, que tenía trastorno mental y que me declararían no imputable, como ellos dicen, pero resulto que sí, certificaron que sí era imputable, y yo le pregunte al abogado que era eso, y me dijo, pues que eres responsable de tus actos, pero a mí todo eso me da igual, a mi la justicia que me importa es la de Dios, no la de los hombres, el abogado dijo que aunque me declararan imputable no me pasaría más de diez años encerrado, pero por mí como si me quieren tener aquí hasta que me muera, mi espíritu es libre, por muchas paredes y rejas que me pongan, como dice el compañero del Culto, que lo más bonito es la libertad verdadera del espíritu, a esa no pueden ponerle rejas las leyes de los hombres. Yo se que Dios quería que me trajeran aquí, que me prendiera usted como prendieron de noche a su Hijo en el Huerto de los Olivos, para salvarme del que me poseía, eso es lo que quería decirle, por eso pedí que lo llamaran. Yo no fui el que mato a aquella niña.»
El inspector quería irse. Miro de soslayo en dirección a su reloj y el otro se dio cuenta de su gesto. Debería levantarse ahora mismo, darle la espalda a esa mirada fija y resabiada y a esa voz monótona y procurar olvidarse de las dos para siempre. Pero no hacia nada, solo escuchar, sentado, tamborileando ligeramente con los dedos de la mano derecha sobre la superficie plástica y blanca de la mesa en la que no se proyectaban sombras, enervado por la voz, por los ojos, por la oscilación contenida del cuerpo, que le hizo acordarse de cuando de niño subía a la tarima del encerado a contestarle de memoria al padre Orduña alguna pregunta del catecismo, y para repetirla con más exactitud cerraba los ojos y oscilaba apoyándose en un pie y luego en el otro.
« Yo no fui. Fueron mis manos, fue mi cuerpo, pero yo no. Fue el demonio. El Enemigo. El se había apoderado de mí. Léalo en el Libro. Aquí viene explicado todo. Yo soy inocente. La piedra no tiene la culpa del daño que hace, sino la mano que la arroja. El filo de la espada no mata, sino el malvado que la levanta contra los hijos de Dios. No me cree ahora tampoco, hombre de poca fe, me gustaría que conociera a los compañeros del Culto, ellos se saben el Libro de memoria, se lo podrán explicar mucho mejor que yo. Antes se me olvidaban las cosas, o yo quería olvidarme y no lo conseguía, me quedaba despierto toda la noche, pensando. Ahora me puedo acordar de todo lo que hicieron mis manos y no tengo que sufrir, me las puedo mirar sin que me dé vergüenza, aunque las tenga atadas por la justicia de los hombres, como estaban atadas las manos de nuestro señor Jesucristo.»
—¿Eso es lo que te dijo ese abogado que contaras en el juicio? —el inspector intento no mostrar toda su ira, no levantar demasiado la voz—. ¿Esa basura del diablo?
EL otro observaba en calma, esperaba, de pie, la cabeza un poco ladeada, los hombros encogidos, blanqueados de caspa. Una vez más la mirada se alzo rápidamente hacia la cámara de video. Sigue actuando, pensó el inspector, actúa no solo para mí, sino para los que vigilan en la sala de pantallas, para quienes oigan luego su voz y vuelvan a mirar su cara en la cinta de video.
«Pero ya he vencido al Enemigo, eso quería decirle, usted me entenderá, aunque ahora piense que no me cree. Ahora puedo acordarme de todo lo que hice, de lo que hicieron mis manos, y eso ya no me turba, ya no me paso las noches sin dormir, como antes, cuando el demonio me tenía despierto, en aquel calabozo, cuando yo oía de lejos los gritos de la gente que quería matarme. Yo también quería que me mataran. Pero ahora leo el Libro, digo las oraciones y cierro los ojos y me duermo, el Ángel del Señor me trae la misericordia del sueño porque mi espíritu esta en paz. ¿Sabe cuánto tiempo de condena me pide el fiscal? Casi quinientos años, pero da igual que fueran mil, no me importa no tener ningún abogado, no tengo que responder ante las leyes de los hombres sino ante la ley de Dios, y él sabe que me puso a prueba y que soy inocente, alabado sea el Señor, sea por siempre bendito y alabado.»
El inspector se puso en pie y el otro se echó hacia atrás con un gesto auto matico de miedo que sin embargo no enturbió la calma de sus ojos, grandes y muertos, con la intensidad vacía o del todo insondable de los ojos de los mosaicos bizantinos o los de esos retratos funerarios egipcios de la época romana que Susana Grey le había mostrado en un libro, comparándolos con los de la fotografía que publicaba el periódico al día siguiente de la detención.
—¿Cuántos años tienes ahora mismo? —miraba tan fijo las pupilas del otro como él había mirado las suyas desde que entró en el locutorio.
—Veintitrés. ¿Y usted?
—No es asunto tuyo.
—¿No se da cuenta? Usted podría ser mi padre.
—Cumplirás diez, como máximo —el inspector ahora había alzado la voz, más áspera de lo habitual, casi temblándole, con una furia inútil que no sabía contener—. Con poco más de treinta estarás otra vez en la calle y harás lo mismo que has hecho esta vez, y si vuelven a atraparte estarás otros pocos años y serás todavía un hombre fuerte y dañino cuando te suelten de nuevo, si no quiere tu Dios que te hayas muerto antes.
Hizo la señal acordada en dirección a la cámara que estaba frente a él. No quería ver nunca más esos ojos. Cuando tuviera que testificar en el juicio, dos o tres años más tarde, al cabo de un procedimiento de exasperantes lentitudes, procuraría no mirarlos, intentaría no pensar que estaban mirándolo a él. Oyó abrirse la puerta que estaba a sus espaldas con un sigilo tecnológico de prisión moderna y el mismo funcionario que lo había acompañado se detuvo en el umbral, con los brazos cruzados y una expresión neutra en los ojos, debajo de la visera galonada, como si solo estuviese mirando la pared blanca frente a él, la puerta que un instante después se abrió al otro lado. EL preso, al oírla, le sonrió al inspector y dejo la Biblia encima de la mesa.
—Quédesela —dijo—. La he traído para regalársela. Ojéala le haga a usted tanto bien como me ha hecho a mí.
Salió sin que nadie entrara a buscarlo y la puerta se cerró en silencio tras él, tan ajustada en el marco, en la reverberación de la luz fluorescente, que parecía que no hubiera quedado ni un rastro de fisura en la pared blanca y lisa.
El timbre de la puerta resonó con una nitidez desconocida en la casa ahora casi vacía y Susana Grey fue a abrir suponiendo distraídamente que sería su hijo, que había bajado a comprar algo en la ferretería, una cinta de papel adhesivo para cerrar las últimas cajas de cartón llenas de libros y de discos. El mismo había bajado a pedir las cajas en el supermercado, con una decisión que sorprendió mucho a Susana, porque era del todo nueva en su hijo, tan retraído hasta hacia muy poco, tan incapaz de hablar con los desconocidos, de comportarse con naturalidad en presencia de extraños. Había guardado los libros y los discos y cerrado y sellado cada una de las cajas con una habilidad manual también sorprendente y una energía física casi tan nueva como su desenvoltura para pedir un favor en el supermercado. Cuando levanto una de ellas, más pesada que las otras, porque contenía parte de los volúmenes de una enciclopedia, Susana se había fijado en la musculatura de sus brazos, que eran muy delgados y nervudos, con bíceps muy marcados y tendones de hombre, tan de varón adulto como los grandes pies que había observado casi con alarma al verlo salir esa mañana de la ducha, envuelto en un albornoz masculino que no le pregunto de quien era, aunque ella estaba segura de que había notado la novedad de su presencia, igual que había visto y usado para rasurarse las patillas la brocha y el jabón de afeitar que todavía estaban sobre una repisa de vidrio, entre los frascos de colonias y de cremas de belleza.
Desmontaba las estanterías usando unos destornilladores que habían estado siempre en una caja de herramientas nunca usadas por ella, complacido de remediar la torpeza manual de su madre, que asistía descreída y risueña al despliegue de sus habilidades masculinas. Antes de guardar los libros miraba apreciativamente algunos de ellos, y se había entusiasmado al encontrar muchos discos que ahora estaba en condiciones de admirar, porque su gusto había crecido igual que su estatura, y ahora disfrutaba de Eric Clapton, de B. B. King, de The Police 0 Paul Simon, y se asombraba y se sentía halagado por el hecho de que su madre tuviera toda esa música y además reconociera y apreciara las canciones de ahora mismo que él había descubierto por su cuenta, las de R. E. M. sobre todo, que había traído consigo en una cinta y había puesto nada más llegar.
Una canción de Eric Clapton estaba soñando cuando llamaron a la puerta, y Susana pensó que habría preferido que el chico tardara unos minutos más en volver de la ferretería, porque era
Tears in Haven
y no podía evitar nunca al oírla que se le humedecieran los ojos. La había oído con su hijo la tarde anterior, mientras desmontaban algo en la cocina, y él le había preguntado de que iba. «De un hombre que ha perdido a su hijo y quiere saber cómo seria encontrarse con él en el Cielo.» Al decir eso temió que el chico pensara que la canción seria una cosa muy blanda, y entonces volvió a ponerla desde el principio y se la tradujo verso a verso. Noto con pudor y felicidad que el advertía la emoción de su voz y de que en lugar de reprobarla, o de sentirse incomodo por ella, era capaz de compartirla, tal vez de intuir también que para su madre la letra de la canción aludía a sus propios sentimientos de ternura y de perdida hacia él. La descubría ahora, cuando había dejado de vivir siempre con ella, la admiraba secretamente por tener esas aficiones, por vestir de una manera un poco extravagante y parecer más joven que la mujer de su padre y que las madres de sus amigos, probablemente ninguna de las cuales habría sabido traducirle del inglés las canciones que a ella gustaban.
Ya era más alto que ella, pero no sólo le habían crecido las piernas y los brazos a lo largo del último curso, sino también el carácter, o el alma, y la expresión de sus ojos era más franca de lo que había sido unos meses atrás, y su voz ya tema una gravedad tan definitivamente adulta como el tamaño de sus pies o su musculatura de aficionado a los deportes. Llevaba el pelo casi rapado en la nuca, rizado y abundante sobre la frente y los ojos, e iba vestido con esa doble pasión de singularidad y gregarismo de los catorce años que acababa de cumplir: una camiseta grande, regalo de ella, unos vaqueros negros, unas zapatillas de deporte negras y enormes, que le agigantaban más los pies y acentuaban el balanceo entre desordenado y arrogante de su forma de andar.
Pero sobre todo hablaba, le hablaba a ella, la noche anterior se habían quedado conversando hasta más de las tres, sentados el uno al lado del otro, en la cama grande que era uno de los pocos muebles no desmontados todavía, charlando y escuchando discos, incluso el chico había bebido un vaso de vino durante la cena, y animado visiblemente por él le había hablado de sus dificultades con la Química y las Matemáticas, de su entusiasmo por
El guardián en el centeno,
que ella le había regalado en una de sus visitas de fin de semana, de amigos y películas, y por fin de una compañera de octavo que le gustaba mucho, pero a la que probablemente no volvería a ver, porque el curso siguiente se iría a vivir a Madrid.