—¿No se fía usted de ella?
—Ni de ella, ni de él.
—Se podrá encontrar, sin embargo, mucha gente que pueda decir, sin temor a equivocarse, si se trata o no de Robert Underhay.
—No lo crea usted. Y es precisamente por eso por lo que he venido a verle. Para que encuentre un solo hombre que pueda identificar a Robert Underhay. Aparentemente no tiene pariente ni amigo alguno en este país. Se trata por lo visto de un hombre bastante insociable. Pero aunque la guerra ha dispersado a las gentes, alguien ha de haber que al menos pueda reconocerle. Yo no sabría por dónde empezar, y, como agricultor, tampoco dispongo del tiempo necesario.
—¿Y por qué ha venido usted a mí, precisamente?
Rowley quedó como aturdido, sin saber qué contestar.
Poirot hizo un leve guiño con uno de los ojos y añadió:
—¿Guiado por los espíritus, quizá?
—¡No, por Dios! —contestó aterrorizado Rowley—. A decir verdad...
Se quedó titubeando unos instantes.
—Oí decir a un amigo —prosiguió— que era usted una especie de mago en esta clase de asuntos. Sé que sus honorarios son elevados y no he de negarle que nosotros andamos un poco apretados en materia de dinero, mas espero que entre todos podremos encontrar la cantidad que sea necesaria. Quiero decir, en el caso de que acepte.
Hércules Poirot dijo reflexivamente:
—Acepto, y casi puedo asegurarle que podré hacer algo en su obsequio.
Su memoria, una memoria precisa y bien definida, escudriñó el panorama de sus recuerdos. El «plomo» del club, el crujido de unos periódicos, la monótona voz.
El nombre, recordaba haber oído también el nombre, no tardaría en acudir obediente a su evocación. Si no, siempre podría recurrir a Mellon... Pero no hacía falta. Ya lo tenía. ¡Porter! ¡El comandante Porter!
Hércules Poirot se puso en pie.
—¿Quiere usted volver esta tarde, señor Cloade?
—¿Esta tarde...? No sé si podré, pero... en fin, haré un esfuerzo. No creo que pueda usted hacer nada en tan corto tiempo.
Miró a Poirot con espanto e incredulidad. Poirot habría descendido a la categoría de humano, si hubiese podido resistir la tentación de recurrir a uno de sus frecuentes alardes de espectacularidad. Como si la memoria de un glorioso predecesor llenase de pronto sus recuerdos, exclamó:
—Tengo mis métodos propios, señor Cloade.
Había acertado en la frase. La expresión de Rowley se volvió respetuosa en extremo.
—Sí..., claro..., claro..., usted debe de saberlo mejor que yo.
Poirot no tardó en aclarar sus dudas. Cuando Rowley se hubo marchado, se sentó y escribió una breve misiva. Al dársela a George, le instruyó para que la llevara al club «Coronation» y que esperara la respuesta.
Ésta fue altamente satisfactoria. El comandante Porter mandaba sus saludos al señor Hércules Poirot y le decía que se honraría en recibirles, a él y a su amigo, en su casa de la calle Edgeway, número 78, Camden Hill, aquella misma tarde a las cinco.
A las cuatro y media apareció Rowley Cloade.
—¿Ha habido suerte, señor Poirot?
—¡Claro, señor Cloade! Ahora mismo iremos a ver a un antiguo amigo del capitán Robert Underhay.
—¿Qué...? —exclamó Rowley, abriendo la boca y mirando a Poirot con el estupor que un niño muestra al ver los prodigios que realiza un experto prestidigitador—. ¡Si es increíble! ¡No entiendo cómo haya usted podido conseguirlo en unas pocas horas!
Poirot abrió las manos como tratando de evitar los cumplidos, pero no mostró deseo alguno de revelar la simplicidad del ardid. La sorpresa de Rowley halagaba su vanidad.
Los dos salieron juntos y tomaron un taxi que les condujo a Camden Hill.
El comandante Porter habitaba el primer piso de una destartalada vivienda. Fueron recibidos por una rubicunda y alegre sirvienta que les condujo a una habitación cuadrada con largos estantes llenos de libros. Cubrían el suelo dos alfombras de atractivos colores pálidos en las que se notaban la acción dolorosa del uso y del tiempo. Poirot se fijó en que el centro había sido recientemente cubierto por un nuevo y espeso barniz que contrastaba visiblemente con el viejo y ya gastado que aparecía en los bordes. Comprendía que, hasta hacía poco, aquella habitación debía haber estado ornada con ricas alfombras por las que probablemente se habría pagado una no despreciable suma en aquellos tiempos.
Miró después al hombre que vestido con un traje de impecable corte, aunque ya un poco deslustrado, permanecía erguido junto a la chimenea. Poirot podía deducir con un simple golpe de vista que la vida que llevaba el comandante Porter, oficial retirado, no era, ni con mucho, digna de envidia. Los impuestos y el elevado coste de la vida habían mermado considerablemente los ingresos de aquellos viejos corceles de Marte. Pero había algo a lo que el comandante Porter no habría querido seguramente renunciar. A seguir pagando su cuota en el club, pongamos por caso.
El comandante hablaba en forma espasmódica.
—Creo que no he tenido el gusto de verle antes de ahora, señor Poirot. ¿Dice usted que en el club? ¿Hace un par de años? Su nombre no me es desconocido, como es natural.
—Permítame que le presente al señor Rowley —interpuso Poirot
El comandante movió la cabeza, espasmódicamente también, en señal de reconocimiento.
—¿Cómo está usted? —dijo—. Siento no poder ofrecerles unas copitas de jerez. Mi proveedor perdió sus existencias en uno de los «blitz». Pero tengo un poco de ginebra. Mala, por supuesto. Y cerveza. ¿Qué les parecen unos vasos de cerveza?
Aceptaron la cerveza. El comandante sacó después una caja de cigarrillos. Poirot tomó uno, que Porter se apresuró a encender.
—Sé que a usted no le interesa —dijo el comandante dirigiéndose a Rowley—. ¿Les importa que yo encienda mi pipa?
Lo hizo así, tras un penoso ejercicio de chupar y soplar.
—Bien —exclamó después de haber dado fin a toda esta serie de preliminares—. Veamos de qué se trata.
Las miradas se cruzaron alternativamente de uno a otro. . Al fin rompió a hablar Poirot.
—Quizá haya leído usted en la Prensa la muerte de un hombre ocurrida en Warmsley Vale.
—Es posible, pero no lo recuerdo.
—Se llamaba Arden. Enoch Arden.
—Pues sigo sin recordar.
—Fue encontrado en la posada de «El Ciervo», con la parte posterior del cráneo machacada.
—Espere. Creo haber leído algo de eso. Ocurrió hace unos días, ¿verdad?
—Sí. Tengo aquí unas fotografías del difunto. Las recorté de unos periódicos y me temo que no sean muy claras. Lo que quisiéramos, comandante Porter, es que nos dijera si había visto alguna vez a este hombre.
Le entregó la copia menos borrosa que pudo encontrar y esperó.
El comándame la miró y frunció el entrecejo.
—Espere un momento.
El comandante cogió sus gafas, se las caló, haciéndolas descansar casi sobre la punta de la nariz y estudió detenidamente la fotografía.
—¡Dios me bendiga! —dijo—. No cabe duda que es él.
—¿Le conoce usted, comandante?
—¡Claro que le conozco! Es Underhay, Robert Underhay.
—¿Está usted completamente seguro? —preguntó Rowley con acento de triunfo en su voz.
—Claro que lo estoy. Y dispuesto a jurarlo en cualquier parte, si fuese preciso. Lo he reconocido perfectamente.
Sonó el timbre del teléfono y Lynn se dirigió a contestar. Se oyó la voz de Rowley.
—¿Lynn?
—¿Rowley?
Él preguntó:
—¿Qué es lo que te pasa? Hace días que no te veo.
—Ya podrás figurártelo. No paro. Unas veces con la cesta a comprar el pescado. Otras guardando fila horas y horas para conseguir un miserable pedazo de pastel. Y como remate, las faenas de casa. ¡Delicias de la tranquila vida de hogar!
—Necesito verte con urgencia. Tengo algo importante que comunicarte.
—¿Qué clase de «algo»?
—Ya te lo diré. Buenas noticias. Vente a verme a Rolland Copse. Estamos arando allí.
¿Buenas noticias? Lynn colgó el receptor. ¿Qué entendería Rowley por buenas noticias? ¿Habría vendido acaso el torete a mejor precio que el que esperaba conseguir?
No, pensó. Debía ser algo más importante que todo eso. Al llegar al lindero de Rolland Copse, Rowley abandonó el tractor y salió a su encuentro.
—¿Qué tal, Lynn?
—¡Caramba, Rowley! Te encuentro eufórico.
Él se echó a reír.
—Tengo razones para estarlo. Nuestra suerte ha cambiado, Lynn.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te acuerdas de haber oído mencionar a tío Jeremy el nombre de un tal Hércules Poirot?
—¿Hércules Poirot? —Lynn frunció el entrecejo—. Sí, creo recordar algo...
—Hace de esto mucho tiempo. Durante la guerra. Estaba en esa especie de mausoleo al que llaman club y hubo un ataque aéreo.
—¿Y bien? —inquirió Lynn, con impaciencia.
—Es un tipo con unas ropas estrafalarias. No sé si es francés o belga, pero sabe lo que se trae entre las manos.
A Lynn se le entrelazaron las cejas.
—¿No es un detective o algo por el estilo?
—Exacto. ¿Te acuerdas del hombre que mataron en «El Ciervo»? No te lo conté; pero sin saber por qué, empezó a metérseme en la cabeza la idea de que aquel hombre era el primer marido de Rosaleen.
Lynn se echó a reír.
—¿Sólo porque decía llamarse Enoch Arden? ¡Qué majadería!
—¡No tan majadería, encanto! El viejo Spence se llevó a Rosaleen para que le echara un vistazo y ella aseguró y juró que aquél no era su marido.
—¿Y qué querías que te dijesen? Parece que eso es concluyente.
—Lo hubiera sido, a no ser por mí.
—¿Por ti? ¿Pues qué hiciste?
—Irme a ver a ese Hércules Poirot. Le dije que deseaba saber su opinión y le pregunté si podría encontrar a alguien que hubiese, con toda seguridad, conocido a Robert Underhay. Bueno, yo no he visto nunca a un hombre como ése. Igual que un prestidigitador saca unos conejos de un sombrero de copa, me trajo en pocas horas a un tal Porter, el mejor amigo que había tenido Robert Underhay.
Se detuvo para soltar una risita que sorprendió y desconcertó a Lynn.
—Ahora, guarda esto que vas a oír bajo el ala de tu sombrero, Lynn —prosiguió—. El superintendente me ha hecho jurar que guardaré el secreto, pero he creído conveniente que lo sepas tú también. El muerto es Robert Underhay.
—¿Qué...?
Lynn retrocedió un paso y se quedó como atontada mirando a Rowley.
—Te repito que es Robert Underhay. Porter no ha mostrado el menor asombro de duda. Así es que, Lynn —su voz se tornó estridente por efecto de la excitación—, hemos vencido. Después de todo, hemos vencido. Hemos hecho morder el polvo a esos dos indecentes ladrones.
—¿Quiénes son esos que llamas «indecentes ladrones»?
—¿Quiénes han de ser? Hunter y su hermana. Se acabaron sus malas artes. Están barridos. El dinero de Gordon no irá ya a parar a las manos de Rosaleen, sino a las nuestras. El testamento que nuestro tío hizo antes de su matrimonio es válido, y su fortuna se dividirá entre todos. A mí me corresponde la cuarta parte. ¿Comprendes ahora? Si su primer marido vivía cuando se casó con Gordon, este segundo matrimonio no es válido.
—¿Estás..., estás seguro de lo que dices?
Por primera vez Rowley la miró fijamente un tanto perplejo.
—¡Claro que lo estoy! ¡Si todo cuanto has oído es diáfano como el cristal! Ahora todo está como debía estar. Tal como el viejo Gordon lo planeó. Todo está igual que antes de que llegaran esas dos preciosidades y se metieran donde nadie las llamaba.
Todo está igual que antes... Pero no podían borrarse con tanta facilidad, pensó Lynn, cosas que, en medio de todo, habían sucedido. Ni se podía, por un mero acto volitivo, despojárseles de su carácter de realidad. Habían sucedido.
—¿Qué crees que harán ahora? —preguntó Lynn con voz sosegada.
—¿Eh?
Ella vio que hasta aquel momento, Rowley no se había dignado prestar atención alguna a este aspecto de la cuestión.
—No lo sé —continuó—. Supongo que se volverán por donde vinieron... Por más que...
Lynn veía cómo paulatina y lentamente iba cambiando su modo de razonar.
—Sí, creo que deberíamos hacer algo por ella. Quiero decir que, al fin y al cabo, ella se casó con Gordon de buena fe, creyendo que su primer marido habría muerto. No fue culpa suya, en medio de todo. Sí, es preciso que hagamos algo; pasarle aunque sea una modesta pensión. Podemos decidirlo el primer día que nos reunamos.
—La quieres, ¿verdad?
—Si te he de hablar con sinceridad, te diré que sí —contestó él—. En cierta forma, se entiende. Es una buena mujer, y sabe distinguir una vaca de otra con sólo verlas.
—En cambio, yo no —dijo Lynn.
—¡Oh, ya aprenderás! —le replicó Rowley.
—¿Y qué se hace de David?
Rowley torció el gesto.
—¡Que se vaya al diablo! —contestó de mal talante—. En cualquier caso, no hubiera sido nunca su dinero. No es más que un parásito que se presentó de pronto y se dispuso a vivir a costa de su hermana.
—Vamos, Rowley. Tú sabes que no es verdad lo que dices. No es ningún parásito. Quizá sea un aventurero...
—Y un asesino vulgar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella sin aliento.
—¿Quién crees que mató a Underhay?
—¡No lo creo! —aulló—. ¡No lo creo!
—¡Claro que fue él quien mató a Underhay! ¿Quién si no? Él estaba aquí aquel día. Vino en el tren de las cinco y media. Yo había ido a la estación y le vi de lejos.
Lynn dijo, retadora:
—¡Se volvió a Londres la misma noche!
—¡Claro! Después de haber matado a Underhay —replicó Rowley con aire triunfal.
—No deberías lanzar estas afirmaciones, Rowley. ¿A qué hora dices que fue muerto Underhay?
—No lo sé exactamente.
Rowley pareció refrenarse un tanto y se detuvo a considerar.
—No sabremos nada en concreto hasta que se termine el sumario mañana, pero me figuro que fue entre las nueve y las diez.
—David cogió el tren de las nueve y veinte para Londres.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque me encontré con él cuando corría para alcanzarlo.
—¿Y cómo sabes que consiguió cogerlo?
—Porque me telefoneó más tarde desde Londres.
Rowley se le volvió con furia.
—Oye, oye. ¿Qué quiere decir eso de telefonearte desde Londres? ¿O es que acaso yo...?