—Eso será lo que usted cree. Pero yo necesito que venga conmigo para que eche un vistazo al cadáver y vea si consigue identificarlo. Estoy en mi perfecto derecho de obligarle a hacerlo, pero le dejo a usted el de la elección del momento. Hay quien afirma que oyó al señor Arden decir que conocía a Robert Underhay;
ergo
, podía conocer también a la señora Underhay, así como ésta a él. Si su nombre no es Enoch Arden, quisiéramos saber cuál es en realidad.
Súbitamente Rosaleen se levantó de su asiento y dijo:
—No hay objeción. Iré.
Spence esperaba otro estallido de cólera por parte de David, pero se engañó.
—Muy bien, Rosaleen —interpuso sonriente—. He de confesar que este asunto ha acabado por despertar mi curiosidad. Después de todo, quién sabe si podrás ayudar a la policía dando un nombre a ese infeliz.
Spence hizo a la viuda una nueva pregunta:
—¿Ha visto usted alguna vez a ese hombre en Warmsley Vale?
Ella movió la cabeza negativamente.
—He estado en Londres desde el sábado pasado.
—Y Arden llegó allí el viernes por la noche. Tiene usted razón.
Rosaleen preguntó:
—¿Quiere usted que vayamos allá
ahora mismo
?
La sumisión infantil con que ella hizo la súplica impresionó favorablemente al superintendente. Había en su voz un tono de docilidad y complacencia que jamás hubiese esperado en la dama.
—Eso sería en extremo amable por parte de usted, señora Cloade —dijo Spence—, pero creo que cuanto antes dejemos establecidos definitivamente ciertos hechos, mejor. Lo único que siento es no poder poner a su disposición en este instante uno de los coches del departamento.
David cruzó la habitación en dirección al teléfono.
—No se moleste... Llamaré al garaje Darmier. Ahora que, como está fuera de los límites legales, espero que usted se encargará de resolver cualquier dificultad que se presente.
—Eso no tiene importancia —dijo levantándose—. Les espero abajo.
El «mariscal de campo» estaba esperándole.
—¿Y bien?
—Ambas camas daban muestras de haber sido ocupadas durante la noche. Toallas y baños usados. Los desayunos fueron servidos en las habitaciones respectivas, a las nueve y media.
—¿No sabe usted a qué hora llegó el señor Hunter ayer por la noche?
—Eso es todo lo que puedo decirle, señor.
—¡Bueno! —se repitió mentalmente Spence—. ¡Esto es todo!
Se preguntaba si habría habido alguna reserva mental en la negativa de Hunter a contestar a sus preguntas o se trataba meramente de un alarde de complejo infantil. Debería comprender que una seria acusación gravitaba sobre su cabeza y que en vez de entorpecer la acción de la Justicia, lo mejor que podría hacer era suprimir las reticencias y contar todo lo que supiese con entera claridad.
Pocas palabras se cruzaron durante el viaje. Al llegar al depósito de cadáveres, Rosaleen Cloade estaba intensamente pálida. Sus manos temblaban como hojas agitadas por una leve brisa. David la animó hablándole con afecto casi maternal.
—Sólo es cuestión de un minuto o dos, cariño. No te alarmes, que no te pasará nada; absolutamente nada. Vete con el superintendente y yo te espero aquí. Verás un hombre sobre una losa que te parecerá dormido.
Ella asintió con un ligero movimiento de cabeza y extendió una mano, que David estrechó entre las suyas.
—Sé valiente, vidita —le dijo.
Mientras se adelantaba a lo largo de un corredor en compañía del superintendente, dijo con voz apagada:
—Usted creerá que soy terriblemente cobarde, superintendente, pero la verdad..., cuando uno ha sentido ya la sensación de verse rodeado de cadáveres, como yo me vi en aquella noche horrible de la explosión...
—Lo comprendo, señora Cloade —contestó Spence con dulzura—. Fue una mala experiencia para usted, aquel «blitz» en que fue muerto su marido. Pero como le ha dicho bien su hermano, cobre ánimo, que sólo se trata de unos momentos.
A una señal del superintendente se descorrió el lienzo que cubría el cuerpo depositado sobre una losa de mármol y Rosaleen se encontró mirando al hombre que en vida se había designado a sí mismo con el nombre de Enoch Arden. Spence, que se había retirado prudentemente, observaba sus reacciones con la mayor atención.
Rosaleen miró al cadáver con curiosidad, y aunque sorprendida, no dio la menor señal de emoción ni de reconocimiento. Después, respetuosamente, y como correspondiendo a un hábito, hizo la señal de la cruz.
—Que Dios se apiade de su alma —dijo—; pero no sé quién es este hombre, ni le he visto jamás.
Spence pensó para sí:
«O esta mujer dice la verdad, o es la actriz más consumada que he conocido.»
Poco después, telefoneaba a Rowley.
—He llevado a la viuda al depósito —le contó—. Afirma definitivamente que no es Robert Underhay y que no recuerda haberle visto en su vida. Este punto queda, por lo tanto, suficientemente aclarado.
Hubo una pausa. Después Rowley preguntó:
—¿Cree usted que está suficientemente aclarado?
—En ausencia de pruebas que demostrasen lo contrario, un jurado aceptaría su declaración.
—Sí, sí..., comprendo —contestó Rowley, colgando a continuación el aparato.
Con muestras de visible preocupación cogió un listín de teléfonos. No el local, sino el de Londres. Su dedo índice recorrió metódicamente la columna señalada con la letra «P». Poco después se detuvo frente a un nombre. Había encontrado al parecer lo que buscaba.
Hércules Poirot doblaba con sumo cuidado el último de los periódicos que poco antes le trajera su fiel ayuda de cámara George. La información que en ellos venía era insignificante. El informe médico era de que había habido fractura de cráneo a consecuencia de fuertes golpes. El sumario judicial había sido transferido para la quincena siguiente. Se rogaba a toda persona que pudiese suministrar informes acerca de un tal Enoch Arden llegado, al parecer, recientemente de la ciudad de El Cabo, que se comunicase inmediatamente con el jefe de policía del distrito de Oatshire.
Poirot amontonó luego todos los diarios y se entregó a la meditación. Estaba interesado en el caso. Quizá le hubiese pasado inadvertido el pequeño párrafo primero a no ser por la reciente visita que le hiciera la señora de Lionel Cloade. Esta visita le había traído a la memoria también, y con toda claridad, los incidentes del día en que se refugiara en el club con motivo del ataque aéreo. Recordaba distintamente la voz del comandante Porter cuando decía: «Es probable que un tal Enoch Arden surgirá a unas mil millas de distancia o intentará rehacer de nuevo su vida.» Ahora tenía una rabiosa curiosidad por saber quién era aquel Enoch Arden que había muerto de forma violenta en Warmsley Vale.
Recordó que una amistad superficial le unía al superintendente de la policía, y con algunos socios del club y el joven Mellon vivía no lejos de Warmsley Heath y conocía a Jeremy Cloade.
Fue durante los momentos en que pensaba si decidirse o no a telefonear al joven Mellon cuando entró George a anunciarle que el señor Rowley Cloade deseaba verle.
—¡Aja! —exclamó Hércules Poirot, con satisfacción—. Hágale pasar.
Un joven de buena presencia y aspecto preocupado hizo su entrada en la habitación ocupada por aquél.
El aturdimiento de que se sintió poseído impidió encontrar el modo de iniciar la conversación.
—Bien, señor Cloade —principió Poirot, tratando de ayudarle—, ¿en qué puedo servirle?
Rowley Cloade le miraba presa de una invencible mezcla de curiosidad y recelo. Aquellos largos y poblados mostachos; aquel impecable corte de sus vestidos; aquellos níveos botines y aquellos zapatos puntiagudos eran cosas de un gusto continental que no acababa de digerir el isleño.
Poirot se regocijaba con aquella sorpresa.
—Creo que tendré que explicarle primero quién soy —empezó a hablar, arrastrando un poco las palabras—. Mi nombre nada le diría...
Poirot le interrumpió:
—Al contrario. Conozco su nombre perfectamente. Su tía, y esto no lo sabe usted, vino a verme la semana pasada.
—¿Mi tía?
Rowley quedó con la boca abierta y mirando con sorpresa a Poirot. Esto sirvió para que éste desechara la idea de que entre ambas visitas pudiese existir la más mínima relación. Por un momento le pareció extraordinaria la coincidencia de que en tan breve período de tiempo vinieran a verle dos miembros de la familia Cloade. Sin embargo, a poco de reflexionar, comprendió que no había tal coincidencia, sino una lógica sucesión de hechos derivados de una misma causa.
Y añadió en voz alta:
—Creo no haberme equivocado al decir que la señora de Lionel Cloade es su tía.
La sorpresa de Rowley subió de punto y preguntó con incredulidad:
—¿La tía Kathie? ¿No se habrá usted equivocado y habrá querido decir la señora de Jeremy Cloade?
Poirot movió la cabeza negativamente.
—¿Qué demonios vendría a buscar la tía Kathie...?
Poirot murmuró discretamente:
—Tengo entendido que vino a mí guiada por los espíritus.
—¡Atiza! —exclamó, y añadió, tratando de disculparla ante Poirot—: Le advierto que es una mujer inofensiva.
—Lo dudo.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Usted cree que hay alguien que sea completamente inofensivo?
Rowley quedó sin saber qué contestar. Poirot suspiró:
—Usted ha venido decidido a pedirme algo, ¿verdad? —sugirió correctamente este último.
El aire de preocupación volvió a aparecer en la cara de Rowley.
—Me temo que sea una larga historia lo que voy a contar...
También Poirot debió de temerlo. La impresión que había sacado de Rowley en cuanto a la brevedad, no era muy favorable. Se recostó resignado en su silla y entornó los ojos.
—Gordon Cloade era mi tío...
—Sé al detalle quién era Gordon Cloade —dijo Hércules Poirot, tratando de ayudarle a abreviar.
—Muy bien. Así no necesito seguir explicándole. Se casó unas pocas semanas antes de su muerte con una joven viuda llamada Underhay. Desde la muerte de aquél, ésta ha estado viviendo en Warmsley Vale en compañía de un hermano suyo. Todos creímos que su primer marido había muerto de fiebres en África. Ahora, sin embargo, hay razones que pueden hacer suponer lo contrario.
—¡Ah! —exclamó Poirot, incorporándose—. ¿Y qué es lo que le ha hecho suponer esto último?
Rowley describió la llegada de Enoch Arden a Warmsley Vale.
—Quizá lo haya leído usted en los periódicos —añadió.
—Sí, lo he leído todo —contestó Poirot, tratando de abreviar.
Rowley siguió con su relato. Describió la primera impresión que tuvo de este hombre, de Arden, su visita a «El Ciervo», la carta que había recibido de Beatrice Lippincott, y finalmente la conversación escuchada por ésta.
—Naturalmente —añadió Rowley—, uno no puede estar seguro de esta clase de noticias. Pudo haber oído mal, o haberlo exagerado un tanto...
—¿Se lo ha dicho ya a la policía?
—Sí, yo le aconsejé que lo hiciera.
—Hasta ahora, señor Cloade, y perdóneme, no me ha dicho usted exactamente cuál es el objeto de su visita. ¿Quiere usted, por casualidad, que sea yo quien investigue este... asesinato, puesto que por lo que deduzco puede calificársele de esta manera?
—¡No, no, de ningún modo! —dijo Rowley—. Esto es asunto de la policía. Creo, como usted, que se trata de un asesinato. Lo que yo quiero es que averigüe quién es en realidad este hombre.
—¿Quién sospecha usted que pueda ser, señor Cloade?
—Sólo le digo que el nombre de Enoch Arden es el de un personaje de un poema de Tennyson que vuelve y se encuentra con que su mujer se ha casado con otro hombre.
—Y usted cree, por deducción, que este sujeto pudiera muy bien ser el propio Robert Underhay, ¿verdad?
—Que cabe en lo posible, al menos. He hablado repetidamente con Beatrice acerca de la conversación que oyó, pero he visto que no puede recordar con exactitud las palabras, asimismo Arden decía que Robert Underhay había caído muy bajo, que estaba mal de salud y que necesitaba dinero desesperadamente. ¿No cree usted que pudiera muy bien haber estado hablando de sí mismo? Parece también que insinuó que de aparecer Underhay en Warmsley Vale, podría ser de consecuencias funestas para el bolsillo de David Hunter.
—¿Qué prueba de identificación se presentó en el sumario?
Rowley movió suavemente la cabeza de un lado para otro.
—Ninguna concluyente. Sólo la testificación de los de la posada diciendo que se había registrado allí con el nombre de Enoch Arden.
—¿Y qué hay de sus documentos?
—No llevaba ninguno.
—¿Cómo?
Poirot se incorporó, sorprendido.
—¿Que no llevaba ninguno?
—Ninguno. Todo lo que se encontró en su posesión fueron unos cuantos pares de calcetines, una camisa, un cepillo de dientes, etc., pero no documento alguno.
—¿Ni pasaporte? ¿Ni cartas? ¿Ni siquiera una mala tarjeta?
—Nada.
—Eso es muy interesante —cedió Poirot—. Sí, muy interesante.
Rowley prosiguió:
—David Hunter, esto es, el hermano de Rosaleen, fue a visitarle la noche siguiente a su llegada. Su historia contada a la policía es que había recibido una carta de Arden en la que le decía ser un amigo de Robert Underhay y que se encontraba en situación bastante apurada. Que a petición de su hermana había ido a verle a la posada y que le había dado un billete de cinco libras. Esa es su historia y puede usted tener la seguridad de que se aferrará a ella. Claro que la policía tiene también sus reservas acerca de lo de la conversación oída por Beatrice.
—¿Dice David Hunter que no ha visto a ese hombre con anterioridad?
—Así dice. De todos modos, no creo que Hunter se haya encontrado jamás con Underhay.
—¿Y qué hay de Rosaleen Cloade?
—La policía le hizo ir al depósito para ver si podía identificar el cadáver.
—¿Y...?
—Después de mirarlo detenidamente, les contesto que le era desconocido.
—
Eh bien
! —dijo Poirot—. Ahí tiene usted la respuesta a su pregunta.
—¿Usted lo cree? —preguntó Rowley, bruscamente—. Pues yo no. Si el muerto es Underhay, Rosaleen no fue jamás la esposa de mi tío, y no tiene, por lo tanto, derecho ni siquiera a un céntimo de su fortuna. ¿Cree usted sinceramente que en esas circunstancias le habría reconocido?