—Sí.
—¿Podría saber la razón?
—Francamente —dijo extendiendo las manos en la forma que le era peculiar— ni yo mismo lo sé. Quizá sea porque cuando hace dos años estaba yo sentado con un profundo malestar en el estómago, he de advertirle que aunque he procurado siempre aparentar impasibilidad no soy ningún valiente ni me han gustado nunca las «bromas» de la aviación, cuando, como digo, estaba sentado en el salón de fumar del club al que pertenecía uno de mis amigos, y me olvidaba de las bombas, y del malestar en el estómago, había un señor, el comandante Porter, contando una serie de historias a las que presté atención, por ver si así me distraía su relato altamente sugestivo e interesante. Quién sabe si algún día, pensaba, me encontraré con algo que tenga relación, más o menos directa, con lo que ahora cuenta. Y así ha ocurrido.
—Ha sucedido lo inesperado, ¿verdad?
—Al contrario —le corrigió Poirot—. Es precisamente lo esperado lo que acaba de suceder, lo que ya es en sí algo extraordinario.
—¿Usted esperaba un asesinato? —preguntó Spence con escepticismo.
—No, no. Sólo que una viuda se volviera a casar. ¿Posibilidad de que viva aún el primer marido? No sólo posibilidad, ¡sino que vive! ¿De que pudiese volver? ¡Ha vuelto! ¿De que hubiese chantaje? ¡Ha habido chantaje! ¿Posibilidad, por lo tanto, de que el chantajista fuese silenciado?
Ma foi
, ¡ha sido silenciado!
—Bien —añadió Spence, mirando suspicazmente a Poirot—. Supongo que todo esto encaja perfectamente con el tipo que yo he mencionado. Son crímenes que se complementan. Chantaje y asesinato.
—¿Y no lo encuentra usted interesante? Ya sé que en general no lo es, pero en este caso...
Se detuvo con cómoda placidez.
—¿No ha observado usted que todo parece estar... un tanto enrevesado?
—¿Qué quiere usted decir con «enrevesado»?
—Que todo parece ocurrir, ¿cómo diría yo?, en forma bastante ilógica.
—El propio cadáver, sin ir más lejos.
Spence continuaba sin comprender.
—¿Se ha fijado usted bien en él? ¿No? Entonces vamos a otro punto. Underhay llega a la posada e inmediatamente escribe a David Hunter. Éste recibe la carta a la mañana siguiente a la hora del desayuno.
—¿Y bien? Él admite haber recibido esa carta de Enoch Arden.
—Esa fue la primera indicación de la presencia de Underhay en Warmsley Vale, ¿no es así? ¿cuál fue la reacción de Hunter? Enviar a su hermana para Londres sin pérdida de tiempo.
—Pero eso es perfectamente comprensible —contestó Spence—. Quiere estar solo para manejar los asuntos a su manera. Temería quizá que su hermana se mostrase débil. No olvide que él es la cabeza pensante y que tenía a su hermana metida en un puño.
—Sí, sí, sobre eso no hay cuestión. Así, pues, decide mandar a Rosaleen a Londres y él se va a ver a Enoch Arden. El detalle de la conversación nos lo ha proporcionado la señorita Lippincott y lo que de ella salta a la vista, como usted bien sabe, es que Hunter no estaba seguro de si el hombre a quien hablara era o no, en realidad, Robert Underhay. Lo sospechaba, pero no lo sabía.
—¿Y qué de particular hay en ello, señor Poirot? Rosaleen Hunter se casó con Robert Underhay en la Ciudad de El Cabo y de allí se encaminaron rectamente a Nigeria. Hunter y Underhay no se encontraron jamás. Así se comprende, como usted dice muy bien, que aunque Hunter sospechase que Arden y Underhay fuesen una misma persona, no podía tener de ello una absoluta seguridad.
Poirot miró reflexivamente al superintendente.
—Así, pues, ¿nada ve usted de particular en todo lo que he dicho?
—Ya sé dónde quiere usted ir a parar. Que por qué Underhay no admitió inmediatamente su personalidad, ¿no es eso? Creo que también tiene su explicación. Gente respetable que, por la razón que fuese, descienden a cierta clase de maquinaciones, gustan de conservar siempre las apariencias, de tener siempre a mano una puerta de escape, y usted comprende lo que quiero decir. No, no creo que eso tenga tanta importancia. Algo tiene usted que conceder al factor humano.
—Precisamente —contestó Poirot—. ¡El factor humano! Es él precisamente lo que hace interesante el caso. Estuve observando en la encuesta las caras de todos los presentes, en especial las de los Cloade, tan numerosos, tan unidos por un interés común, y tan diferentes en sus caracteres, en sus sentimientos y en su modo de pensar. Todos ellos dependientes, durante largos años, del hombre fuerte de la familia, ¡de Gordon Cloade! No quiero decir que fuesen directamente dependientes, no. Todos tenían sus medios propios de vida. Pero consciente o inconscientemente, todos
se
habían visto precisados a cobijarse bajo sus ramas. ¿Y qué sucede? Y esta pregunta se la hago a usted, superintendente. ¿Qué le pasa a la hiedra cuando se derriba el roble del cual se nutre?
—Eso ya no es de mi incumbencia —contestó Spence.
—Pues yo creo todo lo contrario. El carácter,
mon cher
, es algo que se desarrolla y se deteriora. Lo que una persona es en realidad no se sabe hasta que llega la prueba, esto es, el momento en que de uno solo depende el hecho de si ha de caer o ha de seguir manteniéndose en pie.
—No sé dónde quiere usted ir a parar, señor Poirot —Spence estaba aturdido—. De todos modos, los Cloade están ya bien, o lo estarán tan pronto como se lleven a cabo los formulismos de rigor.
Esto, le recordó Poirot, tomaría algún tiempo, naturalmente.
—Y todavía queda por debatir la declaración de Rosaleen —añadió—. Después de todo, se supone que una mujer ha de reconocer a su marido, si en realidad es él, ¿verdad?
Había inclinado la cabeza a un lado y miraba inquisitivamente al corpulento superintendente.
—¿Y no cree usted que vale la pena no reconocer a un marido si el hacerlo supone la pérdida de dos millones de libras esterlinas? —preguntó cínicamente Spence—. Además, si no era Robert Underhay, ¿por qué le mataron?
—¡Ahí —exclamó enfáticamente Poirot—. ¡He ahí precisamente nuestra gran incógnita!
Poirot abandonó la Comisaría de Policía profundamente preocupado. A medida que caminaba, sus pasos iban haciéndose cada vez más lentos. Al llegar a la Plaza del Mercado, se detuvo y miró a su alrededor. Allí estaba la casa del doctor Cloade con la deslustrada placa sobre la puerta, y un poco más allá la oficina de Correos. Al otro lado, la de Jeremy Cloade, y frente a Poirot, y un tanto retirada, la Iglesia Católica Romana, modesta, pero humilde violeta, comparada con el agresivo esplendor de la Santa María, que se erguía arrogante en medio de la plaza como proclamando la supremacía de la religión protestante.
Movido por un impulso, Poirot se encaminó por el sendero que conducía a la Iglesia Católica, y quitándose el sombrero penetró en su interior. Hizo una genuflexión frente al altar y se arrodilló tras una de las sillas. Sus rezos fueron interrumpidos por el sonido de unos sofocados sollozos.
Volvió la cabeza. Al otro lado del pasillo estaba arrodillada una mujer vestida con oscuro ropaje y la cara hundida en las palmas de las manos. Poco después se levantó, y con ojos enrojecidos aún por el llanto, se dirigió hacia la puerta. Poirot la siguió visiblemente interesado. Había reconocido en ella a la persona de Rosaleen Cloade. Se detuvo en el pórtico, tratando, sin duda, de recobrar su compostura, y fue allí donde Poirot se le acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo, señora? —le preguntó con delicadeza.
No sólo no mostró sorpresa por la intromisión, sino que contestó con la simplicidad de un niño a quien domina una profunda congoja:
—No. No hay nadie que pueda ayudarme.
—Se encuentra usted en grave apuro, ¿no es así?
—Se han llevado a David... y me he quedado completamente sola. Dicen que fue él quien mató a... ¡y eso no es verdad! ¡No es verdad!
Se quedó mirando a Poirot y añadió:
—Usted estaba hoy en el juzgado, ¿no es cierto? Sí recuerdo haberle visto allí.
—Sí, estuve, y ahora me consideraré el hombre más dichoso si puedo ayudarle en algo, señora.
—Tengo miedo. David me dijo que yo estaría segura mientras él estuviese a mi lado. Pero ahora no está y... Me dijo que todos deseaban mi muerte. ¡Es horrible tener que oír estas cosas, pero que es la pura verdad!
—Vuelvo a repetirle que estoy gustosamente a su servicio, señora.
—Gracias, pero nadie puede ya ayudarme. Ni siquiera me queda el consuelo de poderme confesar. Tengo que cargar sola con todo el peso de mi maldad. Estoy dejada de la mano de Dios.
—Dios nunca abandona a sus hijos, señora —le dijo cariñosamente Poirot—. Eso lo sabe usted muy bien, hija mía.
De nuevo miró a Poirot con ojos angustiados y melancólicos.
—Tendría, primero, que confesar mis pecados... ¡Si sólo pudiese hacerlo!...
—Usted vino a la Iglesia precisamente para eso..., ¿no es así?
—Vine sólo para buscar un consuelo en la fe. ¿Pero qué consuelo puedo esperar si soy una pecadora?
—Todos somos pecadores.
—Pero tendría que arrepentirme... Tendría primero que decir...
Se volvió a tapar la cara con las manos.
—¡...las mentiras que me he visto obligada a decir!..
—¿Dijo usted alguna mentira acerca de su marido? ¿Acerca de Robert Underhay? Fue éste quien en realidad fue asesinado en «El Cuervo», ¿no es cierto?
Ella se enderezó súbitamente y miró con cautela y suspicacia a Poirot.
—¡No era mi marido! —dijo con acritud—. ¡Ni siquiera se le parecía!
—¿Dice usted que el muerto no se parece a su marido?
—No —contestó ella en actitud de reto.
—Entonces, dígame, ¿cómo era su marido?
Los ojos de Rosaleen se clavaron unos instantes en los del detective. Sus facciones se endurecieron.
Y gritó:
—¡No quiero seguir hablando con usted!
Y añadiendo el dicho al hecho, se alejó a lo largo del sendero en dirección a la plaza.
Poirot no intentó seguirla. Se limitó a mover significativamente la cabeza y a sonreír con satisfacción.
—¡Ah, vamos! —dijo—. ¿Con que ésas tenemos, eh?
Y siguió lentamente por el mismo camino tomado por Rosaleen.
Al llegar a la plaza, y tras un momento de vacilación, decidió remontar la High Street hasta llegar a la posada de «El Ciervo», cuyo edificio casi lindaba con las primeras huertas de las afueras.
En la puerta de ésta se encontró a Rowley Cloade y Lynn Marchmont. Poirot miró a la muchacha con interés. Hermosa mujer, pensó. E inteligente, sin duda. No precisamente del tipo que a él le gustaban. Prefería algo más suave, más femenino. Lynn Marchmont, en su opinión, tenía un marcado sabor moderno, aunque también hubiera podido considerarla como una de las llamadas de la corte «isabelina». Mujeres que pensaban por cuenta propia, que empleaban un lenguaje bastante libre y que sólo admiraban la temeridad y la audacia en el hombre.
—Estamos muy agradecidos a usted, señor Poirot —dijo Rowley—. Me gustaría saber cómo hace usted esos juegos de manos.
«¡Y no había sido otra cosa, en realidad —pensó Poirot—, que un sencillo juego de manos que consistía en conocer una respuesta antes de que se hubiese hecho la pregunta! Comprendí que para el ingenuo Rowley la aportación de Porter, extraída a su entender poco menos que de la nada, tenía tanta importancia como los conejos que un habilidoso prestidigitador pudiese extraer del fondo de uno de sus mágicos sombreros.»
Poirot no trató de aclararle el misterio. Era humano, después de todo, que un mago no revelase a un auditorio sus secretos.
—Lynn y yo le estaremos eternamente agradecidos —añadió Rowley.
Pero Lynn no parecía, a juicio de Poirot, participar de ese entusiasmo. Había huellas de insomnio en sus ojos y un movimiento nervioso en sus dedos, que no cesaban de frotarse y entrelazarse unos con otros.
—Esto ha de poner una gran diferencia en nuestra futura vida matrimonial —dijo Rowley Cloade.
—¿Cómo lo sabes? —contestó Lynn con acritud—. Quedan todavía una infinidad de detalles por resolver.
—¿Van ustedes a casarse? ¿Cuándo?
—En junio.
—¿Y llevan ustedes mucho tiempo prometidos?
—Casi seis años —contestó Rowley—. Lynn acaba de licenciarse de las «Wrens».
—¿Está acaso prohibido casarse en las «Wrens»?
Lynn contestó brevemente:
—Estuve en el servicio de ultramar.
Poirot se dio cuenta de un súbito fruncimiento en las facciones de Rowley, que añadió a continuación:
—Será mejor que nos despidamos, Lynn. Estamos entreteniendo al señor Poirot y quizá desee prepararse para volver a la ciudad.
Poirot respondió sonriente:
—Es que no pienso volver a la ciudad.
—¿Cómo?
Rowley quedó como petrificado.
—Voy a quedarme aquí, en «El Ciervo», por unos días.
—Pero..., pero, ¿por qué?
—
C'est un beau paysage
—dijo plácidamente Poirot.
—Sí, comprendo... —interpuso vacilante Rowley—. Pero... ¿no tiene usted trabajo, acaso?
—Sí, pero tengo también unos ahorritos —añadió—, y éstos me permiten no tener necesidad de ejercitarme con exceso. Puedo disponer libremente de mi tiempo y dejarme llevar por mi imaginación que, dicho sea de paso, me arrastra en estos momentos en dirección a Warmsley Vale.
Vio a Lynn Marchmont levantar la cabeza y quedársele mirando fijamente. Rowley, creyó, parecía visiblemente preocupado.
—Usted juega al
golf
, ¿verdad? —preguntó éste—. Si es así, tiene usted un magnífico hotel en Warmsley Heath. Esa fonda no es un lugar recomendable para un hombre como usted.
—Mi interés —insistió Poirot— está centrado precisamente en Warmsley Vale.
Lynn dijo entonces:
—Vámonos, Rowley.
Éste la siguió de mala gana. Al llegar a la puerta se detuvo, y retrocediendo rápidamente, se acercó de nuevo a Poirot.
—Han arrestado a David Hunter después de la encuesta —le dijo en voz baja—, ¿cree usted que está bien lo que han hecho?
—No tenían otra alternativa, mademoiselle, después de haber oído el veredicto.
—He querido decir si usted le cree culpable.
—¿Y usted, qué cree? —replicó Poirot.
La llegada de Rowley puso fin al diálogo y la cara de Lynn volvió a recuperar su impavidez.
—Adiós, señor Poirot —murmuró—. Espero que volveremos a vemos.
—Ahora lo dudo —dijo Poirot para sí.