Al decirlo paseó una despectiva mirada por el lugar ocupado por los miembros de la familia Cloade.
—Señor Hunter, ¿quiere decirme dónde estuvo usted la noche del martes?
—¡Averígüenlo ustedes!
—¡Señor Hunter!
El juez dio un mazazo sobre la mesa.
—Le aconsejo que se reporte y que no conteste en esa forma a este Juzgado.
—¿Qué necesidad tengo de decir dónde estuve ni qué fue lo que hice? Tendrán tiempo de hacerme esas preguntas cuando me acusen de haber matado a ese hombre.
—Si persiste usted en esa actitud, posiblemente sea antes de lo que usted se figura. ¿Reconoce usted eso, señor Hunter?
Inclinándose hacia delante, David tomó el encendedor de oro en el que había sus iniciales. Su cara reveló una viva sorpresa.
Lo devolvió, diciendo con naturalidad:
—Sí. Es mío.
—¿Recuerda usted cuándo fue la última vez que lo tuvo en su poder?
—Lo eché de menos...
—¿Cuándo, señor Hunter? —preguntó el juez con voz suave.
Gaythorne jugueteaba nerviosamente con los botones de su americana. Fue a decir algo, pero David se le anticipó.
—Recuerdo bien que lo tenía el viernes, el viernes por la mañana. Desde luego, no he vuelto a verlo.
El señor Gaythorne se levantó.
—Con su venia, señor juez —dijo, y se volvió a Hunter—. Usted ha admitido que visitó al difunto el sábado por la tarde. ¿No es posible que se lo hubiese usted dejado olvidado en el cuarto del señor Arden?
—Sí. Es posible —contestó pausadamente David—. Lo cierto es que lo he echado de menos desde el viernes. —Y añadió—: ¿Dónde lo encontraron ustedes?
—De eso hablaremos más tarde —contestó el juez—. Puede usted sentarse, señor Hunter.
Éste se dirigió pausadamente a su silla.
—¡Comandante Porter!
Carraspeando y mascullando algo entre dientes, el comandante Porter tomó su puesto en el estrado de los testigos. La manera cómo se humedecía los labios mostraba el estado de tensión nerviosa en que se encontraba.
—¿Es usted el señor Georges Douglas Porter, antiguo comandante del regimiento de fusileros de África?
—Sí, señor.
—¿Conocía usted bien a Robert Underhay?
Con un tono de voz que recordaba el empleado en las paradas militares, fue enumerando una retahíla de fechas y lugares.
—¿Ha visto usted el cuerpo del difunto?
—Sí.
—¿Puede usted identificarlo?
—Sí. Es el cuerpo de Robert Underhay.
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Declara usted esto positivamente y sin el menor asomo de duda?
—Lo declaro.
—¿No hay posibilidad alguna de confusión?
—Ninguna.
—Gracias, comandante Porter. ¡La señora Rosaleen Cloade!
Rosaleen se levantó y se cruzó con el comandante, que le miró con curiosidad.
—Señora Cloade, ¿fue usted requerida por la policía para ver el cadáver del difunto?
Rosaleen se estremeció.
—Sí —contestó.
—Ha declarado usted en forma concluyente que era el cadáver de un hombre completamente desconocido para usted.
—Sí, señor.
—En vista de la declaración que acaba de hacer el comandante Porter, ¿quiere usted retirar o modificar la suya?
—No.
—¿Afirma usted de nuevo que el cuerpo no era el de su marido Robert Underhay?
—No era el cuerpo de mi marido. Era el de un hombre a quien no he visto en mi vida.
—Tenga usted en cuenta, señora Cloade, que el comandante Porter acaba de afirmar, sin dejar lugar a la más insignificante duda, que el cuerpo era el de su amigo Robert Underhay.
Rosaleen insistió con voz inexpresiva:
—Y yo digo que el comandante Porter está equivocado.
—No declara usted bajo juramento en esta sala, señora Cloade; pero es posible que tenga usted que hacerlo en breve cuando el asunto se eleve a los Tribunales superiores. ¿Está usted dispuesta a jurar que el cuerpo no es el de Robert Underhay, sino el de un hombre completamente desconocido para usted?
—Estoy dispuesta a jurarlo.
Su voz era clara y firme y sus ojos miraban sin pestañear.
El juez murmuró:
—Puede usted sentarse.
Después, desprendiéndose de los lentes, se dirigió al Jurado.
La misión de éste era definir la clase de muerte que había sobrevenido al cadáver. Sobre esto había pocas dudas. No cabía la posibilidad de accidente o suicidio. Tampoco nada que hiciera creer en el homicidio. Restaba sólo un veredicto: asesinato con premeditación y alevosía. Con respecto a la identidad del muerto, nada tampoco se había dicho en definitiva.
Habían oído decir a uno de los testigos, un hombre de intachable reputación y probidad, y a cuya palabra podía darse absoluto crédito, que el cuerpo era el de un antiguo amigo suyo, del capitán Robert Underhay. Por otra parte, la muerte de éste en África, a causa de la fiebre, había quedado aparentemente establecida a satisfacción de las autoridades locales. En contraposición a lo declarado por el comandante Porter, la viuda de Robert Underhay, también de Gordon Cloade, afirmaba positivamente que el cuerpo no era de su difunto primer marido. Éstas eran declaraciones diametralmente opuestas. Pasando por alto el asunto de la identificación tendrían que decidir asimismo si había alguna prueba que tendiese a señalar al posible culpable de dicho asesinato. Estas pruebas tendrían que ser convincentes, no sólo en cuanto al hecho, sino en cuanto al motivo y oportunidad. La persona o personas sobre las que podrían recaer sospechas tendrían que haber sido vistas en las cercanías del lugar del crimen y a la hora aproximada de su comisión. De no existir estas pruebas, lo mejor sería dictar un veredicto de «asesinato» sin mencionar nada en cuanto al culpable. Esto daría a la policía libertad para proseguir sus pesquisas.
Después ordenó al Jurado que se retirase a deliberar.
Tardaron tres cuartos de hora para llegar a un acuerdo.
Al volver, el veredicto fue de asesinato, con premeditación y alevosía y, específicamente, en contra de la persona de David Hunter.
—Me lo temía —confesó el juez, tratando de disculparse—. ¡Prejuicios de aldea! Se dejan llevar del impulso y no de la lógica.
El juez, el jefe de la policía rural, el superintendente Spence y Hércules Poirot se reunieron en consulta después del interrogatorio.
—Hizo usted cuanto pudo —dijo el jefe rural.
—Es prematuro decir nada todavía —interpuso el superintendente frunciendo el entrecejo—. Y lo malo es que, indirectamente, nos han complicado a todos en este rompecabezas.
Se volvió al juez y añadió:
—¿Conoce usted al señor Hércules Poirot? A él le debemos la presencia del comandante Porter en la sala.
—He oído hablar mucho de usted, señor Poirot —dijo el juez altamente complacido.
Poirot hizo un infructuoso esfuerzo por parecer modesto.
—El señor Poirot está interesado en el caso —adelantó Spence con una sonrisa.
—Así es —contestó Poirot—. Ya lo estaba, si cabe decirlo, antes de que ocurriera el suceso.
En contestación a las sorprendidas miradas de todos, relató el incidente ocurrido en el club y en el que, por primera vez, oyó mencionar el nombre de Robert Underhay.
—Ése es un punto adicional a las pruebas que pueda presentar Porter cuando se celebre la vista —concluyó diciendo—. Underhay, en realidad, planeó una presunta muerte, y mencionó el nombre de Enoch Arden.
—¿Cree usted que lo que haya podido decir un hombre puede constituir una prueba admisible para un juez? —murmuró el jefe local.
—Puede ser que no —contestó con aire reflexivo Poirot—, pero no me negarán ustedes que nos da un excelente punto de partida para la investigación.
—Lo que necesitamos —dijo Spence—, no son puntos de partida, sino hechos. Alguien que haya visto a David Hunter dentro o cerca de la posada de «El Ciervo», el martes por la noche.
—Creo que eso ha de sernos difícil —interpuso el policía rural frunciendo el ceño.
—En mi país no lo sería —dijo Poirot—. Siempre encontraríamos un pequeño café donde la gente iría a tomar su café de la noche, ¡pero en la provinciana Inglaterra!
Alzó las manos con cómica desesperación.
El superintendente asintió con un gesto de cabeza.
—La mitad de nuestros vecinos —convino— se meten en la taberna y allí se quedan hasta la hora de cenar. La otra mitad permanece tranquilamente en sus casas escuchando la radio. Pase usted por nuestra calle principal entre las ocho y media y las diez de la noche y no verá usted nunca ni un alma.
—¿No creen ustedes que ya contaría con ello? —insinuó el representante rural del orden.
—¡Quizá! —contestó Spence.
Su expresión no era la de un hombre completamente feliz.
Poco después salieron el juez y su esbirro y quedaron solos Spence y Poirot.
—Veo que no le gusta el caso, ¿verdad? —preguntó Poirot, mostrando simpatía por su congénere.
—Ese joven me tiene preocupado —contestó—. Es de los que no sabe uno nunca a qué carta quedarse con él. Cuando no son culpables obran como si lo fuesen, y en cambio, cuando lo son, cualquiera diría que eran unos angelitos del cielo.
—¿Usted cree que es culpable? —inquirió Hércules Poirot.
—¿Y usted? —contraatacó Spence.
Poirot extendió las manos significativamente.
—Me gustaría saber exactamente —dijo— qué cantidad de pruebas tienen ustedes contra él.
—Supongo que habla usted, no de las legales, sino de las que caben en el terreno de las probabilidades lógicas.
Poirot asintió.
—Tenemos el encendedor —dijo Spence.
—¿Dónde lo encontró usted?
—Debajo del cuerpo.
—¿Había impresiones digitales en él?
—Ninguna.
—¡Ah! —exclamó displicente Poirot.
—Sí, comprendo —dijo Spence—. Tampoco a mí me gusta ese detalle. Luego tenemos el reloj del difunto machacado y parado a las nueve y diez minutos. Esto está de perfecto acuerdo con el informe médico y con lo declarado por Rowley en el sentido de que Underhay esperaba a su cliente.
Poirot asintió.
—Todo de una claridad meridiana.
—Como usted ve, no hay nadie en Warmsley Vale que pudiera tener un motivo, a menos que, por extraña coincidencia, viviese aquí alguien, aparte de Hunter y de su hermana, que hubiese tenido contacto con Underhay en el pasado. Nunca descarto las coincidencias, pero aquí no tenemos el menor asomo de ellas. Este hombre era un extraño para todos, con la excepción de los dos hermanos.
Poirot volvió a asentir con un gesto.
—Para la familia Cloade, Robert Underhay era como una especie de gallina de los huevos de oro a la que había de conservar viva a toda costa. Un Robert Underhay, vivito y coleando, era lo que los Cloade necesitaban para repartirse una inmensa fortuna.
—Permítame,
mon ami
, que de nuevo manifieste mi más enfática aprobación por todo cuanto dice. Un Robert Underhay, vivito y coleando, es ciertamente lo que necesitaba la familia Cloade.
—Así, pues, volvemos a la conclusión de, que sólo Rosaleen o su hermano tiene un motivo plausible para cometer el delito. Rosaleen estaba en Londres. Pero David, según sabemos, estuvo en Warmsley Vale. Llegó a la estación de Warmsley Heath a las cinco y media.
—Así, pues, según usted —intercaló Poirot—, tenemos un «MOTIVO», escrito con letras mayúsculas, y además el hecho que desde las cinco y media hasta una hora no especificada, David estuvo en la localidad.
—Exactamente. Tomemos ahora la historia de Beatrice Lippincott. Yo estoy convencido de su veracidad. No cabe duda que ella oyó cuanto dijo, aunque es posible que haya añadido algunos comentarios de su propia cosecha. Es muy humano.
—Muy humano, tiene usted razón.
—Aparte de conocer a la muchacha, la creo porque no es posible que hubiese podido inventar ciertas cosas. La existencia de Robert Underhay, pongo por caso. Así, pues, y puesto a elegir, acepto la historia de Beatrice antes que la de David Hunter.
—Y yo también. Tuve la impresión de que era una testigo veraz.
—Tenemos, además, la confirmación de sus declaraciones. ¿Por qué cree que se fueron los hermanos a Londres?
—Esa es una de las cosas que más me interesaría saber.
—La situación económica es clara. Rosaleen Cloade hereda la fortuna de Gordon sólo en usufructo. No puede tocar el capital, con excepción, según tengo entendido, de unas mil libras esterlinas. Joyas, y todo lo demás, son suyas. ¿Qué es lo primero que hace al llegar a Londres? Coger varias de sus más valiosas alhajas y venderlas en uno de nuestros conspicuos establecimientos de la calle Bond. Por lo visto necesitaba una gran suma. ¿Para qué? Eso salta a la vista: para hacer frente a una falsa maniobra.
—¿Y usted llama a eso una prueba contra David Hunter?
—¿Y usted no?
Poirot movió la cabeza de un lado a otro.
—Prueba de que hubo chantaje, sí. Prueba de intento de cometer un asesinato, no. No puede usted admitir las dos cosas,
mon cher
. O bien nuestro hombre se disponía a pagar, o bien a matar. Las pruebas por usted presentadas son de que se disponía a pagar.
—Sí, quizá fuese así. Pero pudo también haber cambiado de opinión.
Poirot se limitó a encogerse de hombros.
—Conozco a esta clase de sujetos, señor Poirot. Son de un tipo que ha tenido gran aceptación durante la guerra. Podía esperarse de ellos cuanto coraje fuese menester, audacia y un absoluto desdén por la seguridad personal. La clase de hombres que pueden hacer frente a cualquier situación y hasta ganar la Gran Cruz de la Reina Victoria, aunque las más de las veces sea ésta una póstuma condecoración. En la guerra, un hombre como ése será un héroe. En la paz... lo más probable es que dé con sus huesos en una cárcel. Les gusta la emoción y no se avienen a caminar por el sendero recto ni tienen respeto alguno por la sociedad ni por las vidas ajenas.
Poirot volvió a asentir con un gesto.
—Le digo —repitió el superintendente— que conozco el tipo.
Hubo unos minutos de silencio.
—
Eh bien
! —rompió al hablar, al fin, Poirot—. Estamos de acuerdo en que tenemos ya el tipo del matador. ¿Y qué más? Eso nada nos prueba todavía.
Spence le miró con curiosidad.
—Parece que se toma usted un gran interés por este caso, señor Poirot.