Authors: Michel Houellebecq
En resumen, que aquellos trotamundos eran unos
gruñones
, cuyo único objetivo era echar a perder hasta la última y minúscula alegría de los turistas, a los que odiaban. Por otra parte, parecía que sólo se amaban a sí mismos, a juzgar por las frasecitas que salpicaban la obra, del tipo: «¡Ah, señora mía, si hubiera visto esto en la época de los hippies!…» Sin duda, lo más penoso era ese tono seco, tranquilo y severo, hirviendo de indignación contenida: «No es por mojigatería, pero no nos gusta Pattaya. Todo tiene un límite.» Un poco más adelante, hablaban sobre los «occidentales barrigones» que se pavoneaban con pequeñas tailandesas; eso les daba directamente ganas de vomitar. Gilipollas humanitarios protestantes, eso es lo que eran ellos y toda la «simpática pandilla de amigos que los habían ayudado en la redacción de aquel libro», cuyas sucias jetas aparecían en la solapa. Tiré el libro con violencia, por un pelo no le di al televisor Sony, y cogí con resignación
La tapadera
, de John Grisham. Era un best-seller norteamericano, uno de los mejores; uno de los más vendidos, se entiende. El héroe era un joven abogado, guapo y con un brillante futuro, que trabajaba noventa horas por semana; aquella mierda no sólo estaba escrita de antemano como un guión, sino que se veía que el autor ya había pensado en el casting, estaba claro que había escrito el papel para Tom Cruise. La mujer del héroe tampoco estaba mal, aunque sólo trabajaba ochenta horas por semana; pero a Nicole Kidman no le pegaba mucho, no era un papel para una chica con el pelo rizado, sino más bien con el pelo liso. A Dios gracias, los tortolitos no tenían hijos, y así se evitaban algunas escenas insoportables. Era una novela de suspense, bueno, un suspense moderado: desde el segundo capítulo estaba claro que los directivos de la compañía eran unos cabrones, y no había ni que soñar que el héroe pudiera morir al final; ni su mujer tampoco. En el ínterin, para demostrar que no estaba de broma, el novelista iba a sacrificar a algunos personajes simpáticos de segunda fila; quedaba por saber a cuáles, y eso podía justificar la lectura. Quizá al padre del héroe: sus negocios iban mal, le costaba adaptarse a la gestión de producción por proyectos. A mí me daba la impresión de que íbamos a asistir a su último
Thanksgiving
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.
Valérie había vivido los primeros años de su vida en Tré-méven, una aldea a unos cuantos kilómetros al norte de Guingamp. Durante la década de los setenta, y al principio de los años ochenta, el gobierno y las asociaciones locales se habían empeñado en constituir en Bretaña un enorme centro de producción de carne porcina, capaz de rivalizar con Gran Bretaña y Dinamarca. Incitados a poner en marcha unidades de producción intensiva, los jóvenes ganaderos entre los cuales se contaba el padre de Valérie se endeudaron hasta las cejas con el Crédito Agrícola. En 1984, los precios del cerdo empezaron a venirse abajo; Valérie tenía once años. Era una niñita sensata, más bien solitaria, buena alumna; estaba a punto de entrar en sexto en el CES
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de Guingamp. Su hermano mayor, que también era buen alumno, acababa de pasar el examen de bachillerato y se había matriculado en las clases preparatorias para la facultad de Agronomía en el instituto de Rennes.
Varérie se acordaba de la cena de Nochebuena de 1984; su padre había pasado todo el día con el contable de la FN-SEA
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. Estuvo la mayor parte de la cena en silencio. A los postres, después de dos copas de champán, le dijo a su hijo: «No puedo aconsejarte que sigas con la granja. Hace veinte años que me levanto al amanecer y que acabo la jornada a las ocho o las nueve; tu madre y yo no hemos tenido vacaciones casi nunca. Lo mejor sería que lo vendiera todo ahora, incluidas las máquinas y el sistema de estabulación, para invertir en inmobiliaria de vacaciones: podría pasar el resto de mis días tomando el sol.»
Durante los años siguientes, los precios del cerdo siguieron cayendo. Hubo manifestaciones de agricultores, marcadas por una violencia sin esperanza; vertieron montones de excrementos en la explanada de Les Invalides y degollaron a varios cerdos delante del Palais-Bourbon. A finales de 1986, el gobierno decretó medidas de urgencia, luego anunció un plan de relanzamiento para ayudar a los ganaderos. En abril de 1987, el padre de Valérie vendió su explotación por algo más de cuatro millones de francos. Con el dinero de la venta compró un enorme apartamento en Saint-Quay-Portrieux, para vivir, y tres estudios en Torremolinos; le quedó un millón de francos, que colocó en fondos de inversión; incluso logró adquirir era un sueño de infancia un pequeño velero. Firmó el contrato de venta con tristeza y un poco de asco. El nuevo propietario era un tipo joven, de unos veintitrés años, soltero, de Lannion, que acababa de terminar sus estudios agrícolas; todavía creía en los planes de relanzamiento. El padre de Valérie tenía cuarenta y ocho años, su mujer cuarenta y siete; habían dedicado los mejores años de su vida a una labor sin esperanza. Vivían en un país donde la inversión productiva no aportaba ninguna ventaja real comparada con la inversión especulativa; ahora lo sabía. Desde el primer año, el arrendamiento de los estudios produjo unos ingresos superiores a los de sus años de trabajo. Se aficionó a hacer crucigramas, salía a la bahía en su velero, a veces iba de pesca. Su mujer se acostumbró con más facilidad a aquella nueva vida, y le fue de gran ayuda: volvió a tener ganas de leer, de ir al cine, de salir.
En el momento de la venta, Valérie tenía catorce años y empezaba a maquillarse; vigilaba el crecimiento regular de sus pechos en el espejo del cuarto de baño. La víspera de la mudanza, se paseó durante mucho rato entre los edificios de la granja. En los establos principales quedaban una decena de cerdos, que se acercaron a ella gruñendo dulcemente. Esa misma tarde iría a por ellos el mayorista, que los llevaría al matadero en los próximos días.
El verano siguiente fue una época rara. Comparado con Tréméven, Saint-Quay-Portrieux era casi una ciudad pequeña. Al salir de su casa, Valéry ya no podía tumbarse en la hierba, dejar que sus pensamientos flotaran con las nubes, ir a la deriva con las aguas del río. Entre la gente que estaba de vacaciones había chicos que se volvían cuando ella pasaba; no conseguía relajarse del todo en ningún momento. Hacia finales de agosto se encontró con Bérénice, una chica del CES que iba a empezar segundo con Valérie en el instituto de Saint-Brieuc. Bérénice tenía un año más que ella; ya se maquillaba, llevaba faldas de marca; tenía una cara bonita y angulosa y el pelo muy largo, de un extraordinario rubio veneciano. Se acostumbraron a ir juntas a la playa Sainte-Mar-guerite; se cambiaban de ropa en la habitación de Valérie antes de salir. Una tarde, cuando Valérie acababa de quitarse el sujetador, vio la mirada de Bérénice clavada en sus pechos. Sabía que los tenía espléndidos, redondos, altos, tan hinchados y firmes que parecían artificiales. Bérénice alargó la mano, rozó la curva del pecho y el pezón. Valérie abrió la boca y cerró los ojos en el momento en que los labios de Bé-rénice se acercaban a los suyos; se entregó completamente al beso. Cuando Bérénice le deslizó una mano en las bragas, ya estaba húmeda. Se las quitó con impaciencia, se dejó caer en la cama y abrió las piernas. Bérénice se arrodilló delante de ella y le metió la boca en el coño. Cálidas contracciones recorrían el vientre de Valérie, tenía la impresión de que su espíritu volaba por los espacios infinitos del cielo; nunca había sospechado que pudiera existir un placer semejante.
Lo hicieron todos los días, hasta el comienzo de las clases. La primera vez al comenzar la tarde, antes de ir a la playa; luego se tumbaban juntas al sol. Valérie sentía el deseo crecer poco a poco en su cuerpo, se quitaba el sujetador del bikini para que Bérénice le viera los pechos. Volvían a la habitación casi corriendo, y se amaban por segunda vez.
Durante la primera semana de clases Bérénice se alejó de Valérie, evitaba volver del instituto con ella; poco después, empezó a salir con un chico. Valérie encajó la separación sin verdadera tristeza; era lo normal. Se había acostumbrado a masturbarse todas las mañanas, al despertar. Siempre llegaba al orgasmo en unos pocos minutos; era un proceso maravilloso, fácil, que se consumaba en ella y que le alegraba el día. Respecto a los chicos, tenía más reservas: después de haber comprado algunos números de
Hot Video
en el quiosco de la estación, sabía a qué atenerse sobre su anatomía, sus órganos y los diferentes procedimientos sexuales, pero lo único que sentía por su vello y sus músculos era una ligera repugnancia; su piel le parecía basta y desprovista de suavidad. La superficie parduzca y arrugada de los cojones, el aspecto violentamente anatómico del glande con el prepucio retraído, rojo y reluciente... , nada de todo aquello le parecía especialmente atractivo. De todas formas acabó acostándose con un tío del último curso, rubio y alto, tras una velada en un club de Paimpol; no sintió demasiado placer. Lo intentó varias veces con otros, durante los dos últimos años de instituto; era fácil seducir a los chicos, bastaba con llevar falda corta, cruzar las piernas, llevar una camiseta escotada o transparente que le resaltara los pechos; ninguna de aquellas experiencias fue realmente concluyente. Intelectualmente, podía entender la sensación, dulce y triunfal a la vez, que experimentaban ciertas chicas cuando una polla se hundía en las profundidades de su coño, pero la verdad es que ella no sentía nada parecido. Cierto que el preservativo no ayudaba mucho; el ruidito blando y repetitivo del látex la devolvía constantemente a la realidad, impedía que su mente se deslizara por el infinito sin formas de las sensaciones voluptuosas. Cuando llegó el examen de bachillerato, casi había tirado la toalla.
Y diez años más tarde seguía sin recogerla, pensó Valérie con tristeza al despertarse en su habitación del Bangkok Pa-lace. Todavía no había amanecido. Encendió la luz del techo y miró su cuerpo en el espejo. Los pechos aún eran firmes, no habían cambiado desde que cumplió diecisiete años. El culo también era redondo, sin huellas de grasa; indiscutiblemente, tenía un cuerpo estupendo. No obstante, se puso una camiseta grande y unas bermudas informes para bajar a desayunar. Antes de cerrar la puerta, se miró por última vez al espejo: su cara era más bien corriente, agradable, sin más; ni el pelo negro y liso, que caía en desorden sobre sus hombros, ni los ojos, muy oscuros, suponían el menor atractivo suplementario. No cabía duda de que podría sacarse mejor partido, jugar con el maquillaje, peinarse de otra manera, consultar a una esteticista. La mayoría de las mujeres de su edad dedicaban al menos unas horas a la semana al salón de belleza; pero ella pensaba que, en su caso, eso no cambiaría gran cosa. En el fondo y sobre todo, le faltaban ganas de seducir.
Salimos del hotel a las siete de la mañana; el tráfico ya era denso. Valérie me hizo una pequeña señal con la cabeza y se instaló a mi altura, al otro lado del pasillo. Nadie hablaba en el autobús. La megalópolis gris despertaba despacio; entre los autobuses atascados se deslizaban las motos, con una pareja a bordo y, a veces, un niño en los brazos de la madre. Una ligera bruma seguía estancada en algunas callejuelas cercanas al río. El sol no tardaría mucho en atravesar las neblinas matinales, y entonces empezaría a hacer calor. A la altura de Nonthaburi el tejido urbano se deshilachó y vimos los primeros arrozales. Los búfalos, inmóviles en el barro, seguían el autobús con la mirada, exactamente como lo habrían hecho las vacas. Oí cierto pataleo que venía de la zona de los ecologistas jurásicos; seguramente les habría gustado hacer dos o tres fotos de búfalos.
La primera parada fue en Kanchanaburi, ciudad que en las guías aparece destacada por su carácter animado y alegre. Según la Michelin, es «un maravilloso punto de partida para la visita de las comarcas vecinas»; la
Trotamundos
, por su parte, la califica de «buen campamento base». El programa incluía un recorrido de varios kilómetros por la vía férrea de la muerte, que serpenteaba a lo largo del río Kwai. Yo nunca había entendido muy bien esa historia del río Kwai, así que intenté escuchar las explicaciones de la guía. Afortunadamente René, provisto de su
Guía Michelin
, la seguía al pie de la letra, dispuesto a rectificar tal o cual punto. En resumen, los japoneses, cuando entraron en la guerra en 1941, decidieron construir una vía férrea que uniera Singapur y Birmania; el objetivo a largo plazo era invadir la India. Esta vía férrea debía atravesar Malasia y Tailandia. ¿Y qué estaban haciendo exactamente los tailandeses durante la Segunda Guerra Mundial? Pues poca cosa, de hecho. Eran «neutrales», me dijo púdicamente Son. En realidad, completó René, habían firmado un acuerdo militar con los japoneses, sin por ello declarar la guerra a los aliados. Era el camino más sabio. Así que, una vez más, dieron prueba de esa famosa
sutileza
que les había permitido, durante los más de dos siglos de arrinconamiento entre las potencias francesa e inglesa, no ceder ante ninguna, y seguir siendo el único país del sudeste asiático que nunca había sido colonizado.
Sea como fuere, en 1942 ya habían empezado los trabajos en la zona del río Kwai, movilizando a sesenta mil prisioneros de guerra ingleses, australianos, neozelandeses y norteamericanos, así como a una cantidad «innumerable» de trabajadores forzados asiáticos. En octubre de 1943 la vía férrea estaba terminada, pero habían muerto dieciséis mil prisioneros de guerra; tanto por la falta de alimentos como por el clima, por no hablar de la maldad natural de los japoneses. Poco después, un bombardeo aliado destruyó el puente del río Kwai, elemento esencial de la infraestructura, inutilizando así toda la vía férrea. En resumen, bastante fiambre para casi nada. La situación no había cambiado mucho desde entonces, y seguía sin haber enlaces ferroviarios adecuados entre Singapur y Delhi.
Visité con cierta angustia el JEATH Museum, construido para conmemorar los terribles sufrimientos de los prisioneros de guerra aliados. Sí, me decía yo, todo aquello era de lo más lamentable, pero desde luego habían pasado cosas peores durante la Segunda Guerra Mundial. Y no podía evitar pensar que si los prisioneros hubieran sido polacos o rusos, no les habrían hecho tanto caso.
Un poco más tarde tuvimos que padecer la visita al
cementerio
de los prisioneros de guerra aliados; los que, de algún modo, habían consumado el último sacrificio. Había cruces blancas, bien alineadas, todas exactamente iguales; el lugar exhalaba un profundo aburrimiento. Me recordaba a Omaha Beach, que tampoco me había emocionado mucho; de hecho, era como una instalación de arte contemporáneo. «Aquí», me dije en aquella ocasión con una tristeza que me pareció insuficiente, «murieron un montón de imbéciles por la democracia.» Aunque el cementerio del río Kwai era mucho más pequeño, incluso habría sido posible contar las tumbas; renuncié bastante pronto a la tarea. Sin embargo, me dije en voz alta: