Authors: Michel Houellebecq
Sôn seguía mirando fijamente su lista de pasajeros. Tenía la cara tensa y movía involuntariamente los labios; parecía llena de aprensión, casi de desconcierto. Contándola a ella, éramos trece; y a veces los tailandeses son muy supersticiosos, aún más que los chinos; en los pisos de los edificios o la numeración de las calles suelen pasar directamente del doce al catorce, sólo para evitar la mención del número fatídico. Yo me senté al lado izquierdo, más o menos en mitad del vehículo. En esta clase de desplazamiento en grupo, la gente adopta puntos de referencia con bastante rapidez: para estar tranquilo hay que coger sitio enseguida, volver siempre al mismo, quizá dejar en él unos cuantos objetos personales; en cierto modo, hay que habitarlo de manera activa.
Para mi gran sorpresa, Valérie se sentó a mi lado, aunque tres cuartas partes del autobús seguían vacías. Dos asientos más atrás, Babette y Léa intercambiaron unas palabras burlonas. Mejor sería que se calmaran, las muy cerdas. Observé a la joven con atención discreta: tenía el pelo largo y negro y una cara de yo qué sé, una cara que podría calificarse de
modesta
; ni bonita ni fea, a decir verdad. Después de una reflexión breve pero intensa, articulé con esfuerzo:
—¿No tiene demasiado calor?
—No, no, en el autobús se está bien —contestó ella muy deprisa, sin sonreír, tan sólo aliviada de que yo hubiera iniciado la conversación. No obstante, mi frase era de lo más estúpida: en realidad, uno se helaba en aquel autobús.
—¿Ha estado ya en Tailandia? — siguió ella, aprovechando la oportunidad.
—Sí, una vez.
Ella se inmovilizó en actitud de espera, dispuesta a escuchar un relato interesante. ¿Iba a contarle mi anterior estancia? Tal vez, pero no tan pronto.
—Estuvo bien… —dije al final, adoptando un tono cálido para compensar la trivialidad de la frase. Ella inclinó la cabeza, satisfecha. Entonces comprendí que aquella joven no estaba, en absoluto, sometida a Josiane: sencillamente, era sumisa
en general
, y quizá estaba más que dispuesta a buscarse un nuevo dueño; a lo mejor ya estaba harta de Josiane…, quien, sentada dos filas delante de nosotros, hojeaba furiosamente su
Guía del Trotamundos
, echando miradas malignas en nuestra dirección. Romance, romance.
Justo después del Payab Ferry Pier, el barco viró a la derecha por el Klong Samsen, y entramos en un mundo diferente. Allí, la vida había cambiado muy poco durante todo un siglo. A lo largo del canal se sucedían las casas de teca sobre pilotes; la ropa se secaba bajo los tejadillos. Algunas mujeres se asomaban a la ventana para vernos pasar; otras dejaban la colada y levantaban la cabeza. Los niños se bañaban, chapoteando entre los pilotes; nos saludaban enérgicamente con la mano. Había vegetación por todas partes; nuestra piragua se abría camino entre macizos de nenúfares y lotos; a nuestro alrededor, todo rebosaba de vida. Cada centímetro de tierra, aire o agua parecía llenarse a cada instante de mariposas, lagartijas o carpas. Sôn dijo que estábamos en plena estación seca; pero la atmósfera era absoluta e irremediablemente húmeda.
Valérie estaba sentada a mi lado; parecía envuelta en una gran paz. Contestaba con pequeños gestos de la mano a los viejos que fumaban su pipa en el balcón, a los niños que se bañaban, a las mujeres que lavaban la ropa. También los ecologistas jurásicos parecían más sosegados; incluso los naturópatas estaban tranquilos. Sólo nos rodeaban sonidos suaves y sonrisas. Valérie se volvió hacia mí. Yo casi tenía ganas de cogerle la mano; sin una razón concreta, me abstuve de hacerlo. El barco ya no se movía; habíamos varado en la breve eternidad de una tarde feliz; incluso Babette y Léa guardaban silencio. Estaban un poco en las nubes, por usar la expresión que Léa empleó un poco después, en el embarcadero.
Mientras visitábamos el Templo de la Aurora, anoté mentalmente que tenía que comprar más Viagra en alguna farmacia abierta. En el trayecto de vuelta, me enteré de que Valérie era bretona, y que sus padres habían tenido una granja en el Trégorrois; yo no sabía muy bien qué decirle.
Parecía inteligente, pero yo no tenía ganas de conversaciones inteligentes. Apreciaba su voz dulce, su celo católico y minúsculo, el movimiento de sus labios cuando hablaba; debía de tener una boca muy cálida, dispuesta a tragarse el esperma de un amigo de verdad.
—Ha estado bien, esta tarde… —dije al final, desesperado. Me había alejado demasiado de la gente, había vivido muy solo, ya no tenía la menor idea de cómo relacionarme con nadie.
—Oh, sí, ha estado bien… —contestó ella; no era exigente; era realmente una chica estupenda. Sin embargo, en cuanto el autobús llegó al hotel, me precipité hacia el bar.
Tres cócteles después, empezaba a arrepentirme de mi actitud. Salí a dar una vuelta por el vestíbulo. Eran las siete de la tarde; todavía no había nadie del grupo por allí. Por cuatrocientos bahts, quienes lo desearan podían asistir a una cena— espectáculo con «danzas tradicionales tailandesas»; la cita era a las ocho. Valérie iría, seguro. Por mi parte, ya conocía un poquito aquellas danzas tradicionales tailandesas, gracias al viaje que había hecho tres años antes, «Tailandia clásica, de la Rosa del Norte a la Ciudad de los Ángeles», un circuito propuesto por Kuoni que no estuvo nada mal, aunque era un poco caro y había un nivel cultural espeluznante todos los participantes eran por lo menos licenciados. Las treinta y dos posiciones de Buda en la estatuaria Ratanakosin, los estilos tailandés-birmano, tailandés-jemer o tailandés-tailandés, nada se les escapaba.
Volví agotado, y sin la
Guía Azul
me había sentido ridículo a todas horas. Pero, por el momento, empezaba a tener unas enormes ganas de follar. Estaba andando en círculos por el vestíbulo, presa de un creciente estado de indecisión, cuando vi un cartel que decía «Health Club» y que señalaba al piso inferior.
La entrada estaba iluminada por neones rojos y una guirnalda de bombillas multicolores. En un letrero luminoso con el fondo blanco, tres sirenas en bikini con pechos un poco exagerados tendían copas de champán al visitante potencial; a lo lejos se perfilaba una torre Eiffel muy estilizada; en fin, que aquello no respondía exactamente al mismo concepto que los gimnasios de los hoteles Mercure. Entré y pedí un bourbon en el bar. Detrás del cristal, una docena de chicas volvió la cabeza hacia mí; algunas con una sonrisa provocadora, otras no. Yo era el único cliente. A pesar de las pequeñas dimensiones del establecimiento, las chicas llevaban insignias numeradas. Me decidí rápidamente por la número 7: primero porque era bonita, y luego porque no parecía prestar una atención desmesurada al programa de televisión, ni estar sumida en una apasionante conversación con su vecina. Y en efecto, cuando la llamaron se levantó con visible satisfacción.
La invité a una Coca-Cola en el bar, y luego pasamos a una habitación. Se llamaba Oôn, o por lo menos eso es lo que entendí, y venía del norte del país; de un pueblecito cerca de Chiang Mai. Tenía diecinueve años.
Después del baño que tomamos juntos, me tumbé, cubierto de espuma, en el colchón; enseguida me di cuenta de que no iba a lamentar mi elección. Oôn se movía muy bien, con mucha flexibilidad; se había puesto justo la cantidad necesaria de jabón. Me acarició las nalgas con los senos durante mucho rato; era una iniciativa personal, no todas las chicas lo hacían. Su coño, bien enjabonado, me frotaba las pantorrillas como un cepillo pequeño y duro. Con cierta sorpresa, tuve enseguida una erección; cuando ella me dio la vuelta y empezó a acariciarme el sexo con los pies, llegué a creer que no iba a poder contenerme. A costa de un gran esfuerzo, tensando bruscamente los abductores de los muslos, lo conseguí.
Cuando se puso encima de mí en la cama, todavía creía que iba a poder aguantar un buen rato; pero enseguida me desengañé. Por muy joven que fuera, sabía usar el coño. Primero bajó muy suavemente sobre el glande, con pequeñas contracciones; luego descendió varios centímetros apretando más. «¡Oh, no, Oôn, no!», gritaba yo. Ella se echó a reír a carcajadas, encantada de su poder, y luego siguió bajando, contrayendo las paredes de la vagina con presiones fuertes y lentas; al mismo tiempo me miraba a los ojos con evidente diversión. Eyaculé mucho antes de que hubiera llegado a la base de mi sexo.
Después, abrazados en la cama, charlamos un poco; no parecía tener mucha prisa por volver a escena. Me dijo que no tenía muchos clientes; aquel hotel acogía sobre todo grupos en fase terminal, gente que no se metía en líos, más o menos de vuelta de todo. Había muchos franceses, pero no parecían apreciar demasiado el
body massage
. Los que venían eran amables, pero había sobre todo alemanes y australianos.
Y también algunos japoneses, pero a ella no le gustaban, eran raros, siempre querían pegarle o atarla; o si no, se quedaban ahí, mirando sus zapatos y masturbándose; eso no tenía el menor interés.
¿Y qué pensaba de mí? No estaba mal, pero había tenido la esperanza de que aguantaría un poco más. «
Much need
…»?, dijo, sacudiendo suavemente entre los dedos mi sexo ahíto.
Por lo demás, le parecía simpático. «
You look quiet
…», dijo.
En eso se equivocaba un poco, pero bueno, lo cierto es que ella me había calmado mucho. Le di tres mil bahts; según recordaba, era un buen precio. Al ver su reacción me di cuenta de que, efectivamente, lo era. «¡
Krôp khun khât!
.», dijo con una sonrisa de oreja a oreja, uniendo las manos a la altura de la frente.
Luego me acompañó a la salida, cogiéndome de la mano: delante de la puerta nos besamos varias veces en las mejillas.
Al subir la escalera me encontré con Josiane, que parecía dudar si bajar o no. Se había puesto para la velada una túnica negra con ribetes dorados, pero eso no la hacía más simpática, para nada. Su rostro graso e inteligente me miraba fijamente, sin parpadear. Me fijé en que se había lavado el pelo. No era fea, no; incluso se la habría podido considerar bella, de hecho yo había apreciado a algunas libanesas de su tipo; pero su expresión básica era claramente aviesa. Me la imaginaba muy bien expresando cualquier posición política; pero no veía en ella la menor piedad. A ella tampoco tenía nada que decirle. Bajé la cabeza. Tal vez un poco incómoda, ella tomó la palabra.
—¿Hay algo interesante abajo?
Me irritaba tanto que estuve a punto de contestarle «Un bar de putas», pero al final mentí, era más sencillo.
—No, no, no sé, una especie de salón de belleza…
—No ha ido a la cena-espectáculo… —observó la muy guarra.
—Usted tampoco —repliqué en los mismos términos.
Esta vez tardó un poco más en contestar; se estaba haciendo la fina.
—Oh, no, no me gusta mucho ese tipo de cosas —dijo con una ondulación del brazo casi digna de Racine—. Son demasiado turísticas…
¿Qué quería decir con eso? Todo es turístico. Me contuve otra vez para no partirle los morros. Ella estaba de pie en mitad de la escalera y me cerraba el paso; tenía que mostrarme paciente. San Jerónimo, corresponsal fogoso en ocasiones, también sabía dar prueba de
cristiana paciencia
cuando las circunstancias lo exigían; por eso se le considera un gran santo y un doctor de la Iglesia.
Según ella, ese espectáculo de «danzas tradicionales tailandesas» sólo valía para Josette y René, a los que en su fuero interno calificaba de
domingueros
; comprendí, con malestar, que buscaba en mí a un aliado. Era verdad que el circuito pronto se iba a dirigir al interior del país, y que nos dividiríamos en dos mesas en las comidas; era hora de elegir un bando.
—Bueno… —dije, tras un largo silencio, momento en el cual, como por milagro, Robert apareció unos escalones más arriba. Quería bajar. Desaparecí en un santiamén, subiendo varios escalones de un salto. Miré hacia atrás justo antes de precipitarme en el restaurante: Josiane seguía parada y miraba a Robert que, con pasos bruscos, se dirigía al salón de masaje.
Babette y Léa estaban cerca de las bandejas de verduras.
Incliné la cabeza en señal de reconocimiento mínimo antes de servirme enredaderas de agua. Probablemente también pensaban que las «danzas tradicionales tailandesas» eran
horteras
. Al volver a mi mesa, me di cuenta de que las dos petardas estaban sentadas a unos metros. Léa llevaba una camiseta RAGE AGAINST THE MACHINE y unas bermudas de tela vaquera muy ajustadas, Babette una especie de cosa informe que alternaba bandas de seda de diferentes colores y zonas transparentes. Parloteaban con animación; recordaban, por lo visto, distintos hoteles neoyorquinos. Casarse con una de esas tías, me dije, tiene que ser el espanto
total
. ¿Estaba a tiempo de cambiar de mesa? No, era un poco fuerte. Me senté en una silla que había enfrente para, por lo menos, darles la espalda, terminé de comer a toda prisa y volví a mi habitación.
Cuando me disponía a meterme en la bañera, apareció una cucaracha. Era el momento oportuno para que una cucaracha apareciera en mi vida; no podía haber elegido mejor.
La muy bribona corría que se las pelaba por la porcelana; busqué con la mirada una zapatilla, pero en el fondo sabía que no tenía muchas posibilidades de aplastarla. ¿Para qué luchar? ¿Y qué podía hacer Oôn, a pesar de su vagina maravillosamente elástica? Ya estábamos condenados. Las cucarachas copulan sin gracia, y aparentemente sin alegría; pero copulan una barbaridad, y sus mutaciones genéticas son rápidas; no podemos hacer absolutamente nada contra las cucarachas.
Antes de desnudarme volví a rendirle homenaje a Oón y a todas las prostitutas tailandesas. Esas chicas no tenían un trabajo fácil. No debía de ser tan frecuente dar con un chico simpático, dotado de un físico aceptable y que sólo pidiera, honradamente, un orgasmo conjunto. Por no hablar de los japoneses; me estremecí ante la idea, y cogí la
Guía del Trotamundos
. Babette y Léa, pensé, no podrían haber sido prostitutas tailandesas; no eran dignas de serlo. Valérie, quizá; esa chica tenía algo, era un poco madre de familia y un poco guarra a la vez, las dos cosas en potencia; hasta entonces, sobre todo, había sido una chica amable, amistosa y seria. Inteligente, además. Decididamente, me gustaba Valérie. Me masturbé un poquito para abordar la lectura con serenidad; eyaculé unas pocas gotas.
Aunque proponía, en principio, la preparación de un viaje a Tailandia, la
Guía del Trotamundos
, en la práctica, manifestaba las mayores reservas; ya en el prólogo se sentía obligada a denunciar el turismo sexual, esa
odiosa esclavitud
.