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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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Además, habían restregado contra el suelo la cara de mi padre casi hasta sacarle un ojo de la órbita.

—No me acuerdo… —dijo el acusado—. Yo estaba ciego de rabia.

Mirando sus brazos nerviosos, su cara estrecha y malvada, no resultaba difícil creerle: había actuado sin premeditación, probablemente excitado al oír el choque del cráneo contra el suelo y ver la primera sangre. Su método de defensa era claro y verosímil, se las apañaría muy bien delante del tribunal: unos años con la sentencia en suspenso, nada más.

El capitán Chaumont, satisfecho del desarrollo de la reunión, se disponía a concluir. Me levanté de la silla y me acerqué a un ventanal. Estaba atardeciendo: unas cuantas ovejas terminaban la jornada. Ellas también eran estúpidas, quizás más todavía que el hermano de Aicha, pero no tenían ninguna reacción violenta programada en los genes. La última tarde de su vida balarían de terror, su ritmo cardíaco se aceleraría, agitarían desesperadamente las patas; luego vendría el disparo, se les escaparía la vida y sus cuerpos se convertirían en carne. Nos separamos después de estrecharnos las manos; el capitán Chaumont agradeció mi presencia.

Volví a ver a Aicha al día siguiente; por consejo del agente inmobiliario, había decidido limpiar la casa a fondo antes de las primeras visitas. Le di las llaves, y ella me acompañó a la estación de Cherbourg. El invierno empezaba a tomar posesión del paisaje, masas de bruma se acumulaban encima de las hayas. Entre nosotros, las cosas no eran fáciles. Ella había conocido los órganos sexuales de mi padre, lo que tendía a crear una intimidad un tanto fuera de lugar. En conjunto, era sorprendente: ella parecía una chica seria, y mi padre no era para nada un seductor. Aun así, debía de tener algunos rasgos, algunas características atractivas que yo no había sabido ver; en realidad, me costaba hasta acordarme de los rasgos de su cara.

Los hombres viven unos junto a otros como bueyes; todo lo más, de vez en cuando, comparten una botella de alcohol.

El Volkswagen de Aicha se detuvo en la plaza de la estación; yo era consciente de que sería mejor decir algo antes de separarnos.

—Bueno… —dije.

Al cabo de unos segundos, ella se dirigió a mí con voz sorda:

—Me voy de la región. Tengo un amigo que puede buscarme un trabajo de asistenta en París; seguiré estudiando allí. De todas formas, mi familia cree que soy una puta.

Yo dejé escapar un murmullo de comprensión.

—En París hay más gente… —aventuré al final, con esfuerzo; por muchas vueltas que le diera, era todo lo que se me ocurría decir sobre París. Pero aquella respuesta increíblemente pobre no pareció desanimarla.

—No puedo esperar nada de mi familia —siguió, con rabia contenida—. No sólo son pobres, encima son imbéciles.

Hace dos años, mi padre fue de peregrinaje a La Meca; desde entonces, no hay quien le saque de ahí. Y mis hermanos son todavía peores: se divierten mutuamente con sus gilipolleces, se ponen ciegos de pastís mientras pretenden ser los depositarios de la verdadera fe, y se permiten llamarme guarra porque prefiero trabajar a casarme con un imbécil como ellos.

—Es verdad, en general los musulmanes no están muy bien… —dije yo, incómodo. Cogí la bolsa de viaje y abrí la portezuela—. Verá como se las arregla… —farfullé sin convicción. En ese momento tuve una especie de visión en la que los flujos migratorios eran vasos sanguíneos que atravesaban Europa; los musulmanes eran coágulos que se reabsorbían despacio. Aicha me miraba, dubitativa. El frío entraba con violencia en el coche. Intelectualmente, lograba sentir cierta atracción por la vagina de las musulmanas. Sonreí de manera un poco forzada. Ella también sonrió, con más franqueza. Le estreché mucho tiempo la mano, sentí el calor de sus dedos, no dejé de apretar hasta que noté el pulso de la sangre en la muñeca. A unos metros del coche, me volví para hacerle un pequeño gesto de despedida. Al fin y al cabo, aquello había sido un encuentro; al fin y al cabo había pasado algo.

Mientras me instalaba en el vagón Corail, me dije que tendría que haberle dado dinero. Aunque no, lo más probable es que lo hubiera malinterpretado. Fue en ese momento, por extraño que parezca, cuando me di cuenta de que me iba a convertir en un hombre rico; en fin, relativamente rico. Ya me habían transferido las cuentas de mi padre. Por lo demás, había confiado la venta de su coche al propietario de un garaje, y la de la casa a una agencia inmobiliaria; todo se había arreglado de la manera más sencilla. La ley del mercado fijaba el valor de los bienes. Desde luego, había un margen de negociación; pero sólo un diez por ciento para ambas partes, nada más. Los impuestos correspondientes tampoco eran un misterio: bastaba consultar los folletitos de Hacienda, muy bien hechos.

Seguro que mi padre había pensado en desheredarme varias veces, pero se ve que al final se había arrepentido; probablemente se había dicho que eran demasiadas complicaciones, demasiadas gestiones para un resultado incierto (no es fácil desheredar a los hijos, la ley sólo ofrece posibilidades limitadas: los muy cabroncetes no sólo te joden la vida, sino que luego se aprovechan de todo lo que hayas acumulado a costa de los mayores esfuerzos). Sobre todo, tenía que haberse dicho que la cosa no le interesaba lo más mínimo: ¿qué cojones le importaba lo que pasara después de su muerte?

Seguro que había razonado así, en mi opinión. Y ahora el viejo imbécil estaba muerto, yo iba a vender la casa donde había pasado sus últimos años y también iba a vender el Toyota Land Cruiser que le servía para transportar cajas enteras de agua Evian desde el Casino Géant de Cherbourg. ¿Qué habría hecho yo, que vivo al lado del Jardin des Plantes, con un Toyota Land Cruiser? Podría haber transportado raviolis a la ricotta desde el mercado Mouffetard, y poco más. Cuando se trata de una herencia en línea directa, los derechos de sucesión no son muy elevados; incluso si los lazos afectivos no eran muy fuertes. Una vez deducidos los impuestos, me quedaban unos tres millones de francos. Lo que representaba, poco más o menos, quince veces mi salario anual. Y lo mismo que un obrero cualificado podía ganar, en Europa occidental, en el transcurso de toda su vida laboral; no estaba tan mal. Para empezar, ya era algo; podía intentar salir de apuros.

Seguro que al cabo de unas semanas iba a recibir una carta del banco. El tren se acercaba a Bayeux; ya me podía imaginar el desarrollo de la conversación. El profesional de mi sucursal habría visto un importante saldo positivo en mi cuenta y querría hablar conmigo; ¿quién no necesita, en un momento u otro de su vida, un asesor
financiero
.? Yo, un poco desconfiado, me inclinaría por las opciones seguras; él acogería esta reacción —tan frecuente— con una ligera sonrisa.

La mayoría de los inversores novatos, como él tenía comprobado, prefieren la seguridad al rendimiento; sus colegas y él bromeaban a menudo sobre el tema. No le gustaría que yo le malinterpretara, pero en materia de gestión del patrimonio, algunas personas adultas se comportan como perfectos principiantes. Por su parte, a él le gustaría que considerase una posibilidad distinta, dándome, por supuesto, tiempo para reflexionar. ¿Por qué no invertir dos tercios de mi patrimonio en un valor sin sorpresas, pero de poco rendimiento? ¿Y por qué no dedicar el último tercio a una inversión un poco más aventurada, pero con verdaderas posibilidades de revalorización? Yo sabía que, tras unos cuantos días de reflexión, cedería a sus argumentos. Él pensaría que mi adhesión confirmaba su iniciativa, prepararía los documentos con la vivacidad propia del entusiasmo y nuestro apretón de manos, al separarnos, sería abiertamente caluroso.

Yo vivía en un país marcado por un socialismo sosegado, donde la posesión de bienes materiales estaba garantizada por una legislación estricta, donde el sistema bancario estaba rodeado de poderosas garantías estatales. A menos que sobrepasara los límites de la legalidad, no me arriesgaba ni a la malversación ni a la quiebra fraudulenta. En suma, ya no tenía que preocuparme demasiado. En realidad, nunca lo había hecho: después de unos estudios serios, aunque sin llegar a ser deslumbrantes, me había inclinado rápidamente por el sector público. Era a mitad de la década de los ochenta, al comienzo de la modernización del socialismo, en la época en que el ilustre Jack Lang repartía boato y gloria por las instituciones culturales del Estado; mi salario inicial era perfectamente correcto. Y luego envejecí, y asistí sin alterarme a los sucesivos cambios políticos. Era cortés, educado, mis superiores y mis colegas me apreciaban; sin embargo, a causa de mi temperamento poco caluroso, no había conseguido hacer verdaderos amigos. En la región de Lisieux, la noche caía deprisa. ¿Por qué yo nunca había manifestado, en mi trabajo, una pasión comparable a la de Marie-Jeanne? O mejor, ¿por qué nunca había manifestado una verdadera pasión en toda mi vida?

Pasaron unas cuantas semanas más, que no me trajeron la respuesta, y después, la mañana del 23 de diciembre, cogí un taxi al aeropuerto de Roissy.

3

Así que allí estaba yo, solo como un imbécil, a unos metros de la ventanilla de Nouvelles Frontiéres. Era sábado por la mañana, época de fiestas; Roissy estaba abarrotado, como de costumbre. En cuanto tienen unos días de libertad, los habitantes de Europa occidental se precipitan al otro confín del mundo, cruzan medio planeta en avión, se comportan literalmente como si acabaran de fugarse de la cárcel. No los culpo; yo estoy a punto de hacer exactamente lo mismo.

Mis sueños son mediocres. Como todos los habitantes de Europa occidental, quiero
viajar
. Bueno, hay que tener en cuenta las dificultades, la barrera del idioma, la mala organización de los transportes de grupo, los peligros de volar y de que a uno le estafen; para decirlo en plata, en el fondo lo que yo quiero es hacer
turismo
. Cada cual tiene los sueños de los que es capaz, y mi sueño es encadenar al infinito los «Circuitos de la pasión», las «Vacaciones en color» y los «Placeres a la carta», por mencionar los temas de tres catálogos de Nouvelles Frontiéres.

Enseguida decidí hacer un circuito, aunque dudé mucho entre «Ron y salsa» (ref CUB CO 033, 16 días/14 noches, 11.250 F en habitación doble, suplemento habitación individual: 1.350 F) y «Trópico tailandés» (ref. TAI CA 006,15 días/13 noches, 9.950 F en habitación doble, suplemento habitación individual: 1.175 F). De hecho, Tailandia me atraía más; pero la ventaja de Cuba es que es uno de los últimos países comunistas, probablemente no por mucho tiempo; en resumen, tiene un lado de régimen en vías de extinción, una especie de exotismo político. Al final me decidí por Tailandia. Hay que reconocer que el texto de presentación del folleto era bastante hábil, capaz de seducir a las almas mediocres:

Un circuito organizado, con un toque de aventura, que nos lleva de los bambúes del río Kwai a la isla de Koh Samui, para terminar en Koh Phi Phi, frente a las costas de Phuket, después de un magnífico recorrido por el istmo de Kra. Un refrescante viaje a los trópicos.

A las 8.30 en punto de la mañana, Jacques Maillot cierra la puerta de su casa del boulevard Blanqui, en el distrito XIII; sube a su moto y cruza la
capital
de este a oeste. Dirección: la agencia de Nouvelles Frontiéres en el boulevard de Grenelle. Día sí y día no, hace escala en tres o cuatro de sus agencias: «Les llevo los últimos catálogos, recojo el correo y veo cómo van las cosas», explica este dinámico empresario, que siempre se pone una corbata abigarrada, inverosímil. Así azuza un poco a los vendedores: «En los días siguientes, hay que ver el su-bidón de la cifra de negocios de esas agencias...», explica sonriendo. El periodista de Capital, que evidentemente se ha rendido a su simpatía, se asombra un poco más: ¿quién habría predicho en 1967 que la pequeña asociación fundada por un puñado de estudiantes contestatarios llegaría tan lejos? Desde luego, no los miles de manifestantes que en mayo del 68 desfilaban por delante de la primera agencia de Nou-velles Frontiéres, en la place Denfert-Rochereau de París. «Estábamos justo en el sitio adecuado, delante de las cámaras de televisión...», recuerda Jacques Mailloc, ex boy-scout y católico de izquierdas pasado por la UNEF
[1]
. Fue la primera jugada publicitaria de la empresa, cuyo nombre se inspiraba en los discursos de John F. Kennedy sobre las «nuevas fronteras» de Norteamérica.

Ardiente liberal, Jacques Maillot había luchado con éxito contra el monopolio de Air France para conseguir la democratización del transporte aéreo. La odisea de su empresa, que en poco más de treinta años se había convertido en la agencia de viajes más importante de Francia, fascinaba a las revistas de economía. Como la FNAC, como el Club Med, Nouve-lles Frontiéres nacida con la cultura del ocio podía simbolizar un nuevo rostro del capitalismo moderno. En el año 2000, la industria turística había llegado a ser por primera vez, basándose en el volumen de negocio, la primera actividad económica mundial. Aunque sólo exigía unas condiciones físicas normales, «Trópico tailandés» se inscribía en el marco de los «circuitos de aventura»: categorías de alojamiento variables (económica, turista, preferente), número de participantes limitado a veinte para asegurar una mejor cohesión del grupo. Vi que se acercaban dos negras preciosas con mochilas, me sorprendí deseando que hubieran elegido el mismo circuito; luego bajé la mirada y fui a recoger los documentos de viaje. El vuelo duraba algo más de once horas.

Coger un avión actualmente, sea cual sea la compañía o el destino, equivale a que a uno lo traten como a una mierda durante toda la duración del vuelo. Encogido en un espacio insuficiente, cuando no ridículo, del que es imposible levantarse sin molestar a los vecinos de asiento, a uno le reciben de entrada con una serie de prohibiciones que las azafatas se encargan de anunciar enarbolando una falsa sonrisa. En cuanto subimos a bordo, lo primero que hacen es apoderarse de las cosas de todo el mundo para encerrarlas en los portaequipajes, y nadie vuelve a tener acceso a ellas, bajo ningún pretexto, hasta el aterrizaje. Durante todo el vuelo, se las arreglan para multiplicar las medidas vejatorias e inútiles, haciendo que cualquier desplazamiento, por no decir cualquier acción, resulte imposible, salvo las que entran en un catálogo restringido: degustación de refrescos, vídeos norteamericanos, compra de productos libres de impuestos. La sensación constante de peligro y la inmovilidad forzada en un espacio limitado provocan un estrés tan intenso que algunos pasajeros han muerto por culpa de una crisis cardíaca durante vuelos de larga duración. La tripulación se las apaña para aumentar al máximo el estrés al prohibirnos combatirlo con los medios familiares. Nos vemos privados de cigarrillos y de lectura y, cada vez con más frecuencia, de alcohol. A Dios gracias, a las muy cerdas todavía no les ha dado por el
registro personal
, y como yo era un pasajero experimentado, me había procurado un pequeño neceser de supervivencia: unos cuantos parches de nicotina de 21 mg, una cajita de somníferos, una petaca de Southern Comfort. Mientras sobrevolábamos la ex Alemania del Este, me sumí en un sueño estropajoso.

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