Authors: Michel Houellebecq
Todo llega a su fin, incluida la noche. La voz clara y sonora del capitán Chaumont me sacó de un letargo de saurio.
Pedía disculpas, no le había dado tiempo a pasar la víspera.
Le ofrecí un café. Mientras se calentaba el agua, él instaló su portátil en la mesa de la cocina y conectó la impresora. Así yo podría leer y firmar mi declaración antes de que él se marchara; murmuré con aprobación. Las tareas administrativas acaparaban la gendarmería, que no disponía de tiempo suficiente para consagrarlo a su verdadera misión: la investigación; es lo que yo había deducido de diversos programas de televisión. Él asintió calurosamente. Aquel interrogatorio empezaba bien, en un ambiente de confianza recíproca. Windows arrancó con un ruidito feliz.
Mi padre había muerto durante la tarde o la noche del 14 de noviembre. Yo estaba trabajando; y también trabajé el día 15. Obviamente, podía haber cogido el coche y matado a mi padre, podía haber ido y vuelto en la misma noche. ¿Qué había hecho yo la tarde o la noche del 14 de noviembre? Que yo supiera, nada; nada memorable. En cualquier caso, no guardaba de ella el menor recuerdo; y sin embargo hacía menos de una semana. Yo no tenía ni una pareja sexual regular ni un amigo realmente íntimo; en esas condiciones, ¿cómo iba a acordarme? Los días pasan, eso es todo. Le dirigí una mirada consternada al capitán Chaumont; me habría gustado ayudarle, o al menos guiarle en alguna dirección.
—Voy a consultar la agenda… —dije.
No esperaba nada de esa iniciativa; sin embargo, curiosamente, había un número de móvil en la hoja del día 14, debajo de un nombre: Coralie. ¿Qué Coralie? Desde luego, en aquella agenda entraba cualquiera.
—Tengo el cerebro como un montón de mierda… —dije con una sonrisa desengañada—. Pero no sé, a lo mejor estaba en una inauguración.
—¿Una inauguración? — El esperaba pacientemente, con los dedos encima del teclado.
—Sí, trabajo en el Ministerio de Cultura. Preparo informes para la financiación de exposiciones, o a veces de espectáculos.
—¿Espectáculos?
—Espectáculos… de danza contemporánea… —Estaba completamente desesperado, abrumado de vergüenza.
—En resumen, que trabaja usted en actividades culturales.
—Sí, eso es… Se puede decir así.
El me miraba con una simpatía teñida de seriedad. Tenía conciencia de la existencia del sector cultural; una conciencia vaga, pero real. En su profesión, debía de conocer a toda clase de gente; seguro que ningún medio social le resultaba completamente ajeno. La policía es un humanismo.
El resto de la entrevista se desarrolló más o menos con normalidad; yo había visto series en televisión, estaba preparado para esa clase de diálogo. ¿Tenía mi padre enemigos?
No, pero a decir verdad tampoco amigos. De todos modos, mi padre no era lo bastante
importante
para tener enemigos. ¿A quién podía beneficiar su muerte? Bueno, a mí. ¿Cuándo le había visto por última vez? Probablemente en agosto. En agosto nunca hay mucho que hacer en la oficina, pero mis colegas tienen que marcharse, por sus hijos. Yo me quedo en París, hago solitarios en el ordenador y cojo un fin de semana largo en torno al día 15; ése es el marco de las visitas a mi padre. ¿Me llevaba bien con él? Sí y no. Más bien no, pero iba a verlo una o dos veces al año, que no está tan mal.
Él asintió con la cabeza. Yo presentía que mi declaración tocaba a su fin; me habría gustado decir algo más. Sentía una simpatía irracional, anormal, por el capitán Chaumont. El estaba encendiendo la impresora.
—¡Mi padre era muy deportista! — exclamé con brusquedad. El alzó hacia mí una mirada interrogativa—. No sé… —dije, separando las manos con desesperación—, sólo quería decir que era muy deportista.
Con un gesto de despecho, él empezó a imprimir.
Después de haber firmado la declaración, acompañé al capitán Chaumont a la puerta. Le dije que era consciente de ser un testigo decepcionante. «Todos los testigos son decepcionantes», contestó. Reflexioné un poco sobre aquel aforismo. Delante de nosotros se extendía el ilimitado hastío de los prados. El capitán Chaumont subió a su Peugeot 305; me tendría al corriente de la marcha de la investigación. En la función pública, el fallecimiento de un pariente directo da derecho a un permiso de tres días. Así que podría haber vuelto sin prisas, ir a comprar unos camemberts de la región; pero cogí de inmediato la autopista a París.
Me pasé el último día de permiso en varias agencias de viajes. Me gustaban los catálogos de vacaciones, su abstracción, su manera de reducir los lugares del mundo a una secuencia limitada de placeres posibles y tarifas; apreciaba especialmente el sistema de estrellas para indicar la intensidad de la felicidad que uno tenía derecho a esperar. Yo no era feliz, pero valoraba la felicidad, y seguía aspirando a ella. Según el modelo de Marshall, el comprador es un individuo racional que intenta maximizar su satisfacción en función del precio; el modelo de Veblen, en cambio, analiza la influencia del grupo en el proceso de compra (dependiendo de que el individuo quiera identificarse con el grupo o, al contrario, separarse de él). El modelo de Copeland demuestra que el proceso de compra es diferente según la categoría del producto/servicio (compra normal, compra meditada, compra especializada); pero el modelo de Baudrillard-Becker considera que consumir es también producir signos. En el fondo, yo me sentía más cerca del modelo de Marshall.
De vuelta en la oficina, le dije a Marie-Jeanne que necesitaba unas vacaciones. Marie-Jeanne es mi compañera de trabajo; preparamos juntos los informes de las exposiciones, trabajamos juntos en pro de la cultura contemporánea. Es una mujer de treinta y cinco años, con el pelo rubio y liso y los ojos de un azul muy claro; no sé nada de su vida íntima.
A nivel jerárquico, ella tiene una posición ligeramente superior a la mía; pero es un aspecto que prefiere eludir, intenta poner el trabajo de equipo en primer lugar dentro de nuestro departamento. Cada vez que recibimos la visita de una personalidad realmente importante —un delegado de la Dirección de Artes Plásticas, o un miembro del gabinete del ministro—, insiste en la labor de equipo. «¡Aquí está el hombre más importante del departamento!», exclama entrando en mi despacho. «El que hace malabarismos con los balances y las cifras. Sin él, estaría completamente perdida.» Y se ríe. Los visitantes importantes ríen a su vez, o al menos sonríen, satisfechos. Yo también sonrío, en la medida de mis posibilidades. Intento imaginarme como un malabarista; pero en realidad me basta con dominar las operaciones matemáticas simples. Aunque, hablando con propiedad, Marie-Jeanne no hace absolutamente nada, en realidad su trabajo es el más complejo: tiene que estar al corriente de los movimientos, las redes, las tendencias; por haber asumido una responsabilidad cultural, está constantemente bajo sospecha de inmovilismo, incluso de oscurantismo; es un peligro contra el que tiene que protegerse, y de paso proteger a la institución. Así que mantiene contactos con artistas, galeristas, directores de revistas para mí desconocidos; estas llamadas telefónicas siempre la ponen contenta, porque siente una sincera pasión por el arte contemporáneo. Por mi parte, yo no siento hostilidad hacia él; no soy en absoluto un paladín del
oficio
, ni del regreso a la tradición en pintura; guardo la actitud de reserva que conviene a un gestor contable. Las cuestiones estéticas y políticas no son cosa mía; no soy yo el que tiene que inventar ni adoptar nuevas actitudes, nuevas relaciones con el mundo; renuncié a ellas a la vez que me encorvaba de hombros, que mi cara se volvía cada vez más triste. He asistido a muchas exposiciones, inauguraciones y espectáculos memorables. Mi conclusión se ha convertido en certeza: el arte no puede cambiar la vida. En cualquier caso, no la mía.
Había informado a Marie-Jeanne de mi pérdida; ella me recibió con simpatía, e incluso me puso una mano en el hombro. Que pidiera un permiso le pareció completamente natural. «Tienes que volverte hacia ti mismo y hacer balance, Michel», dijo. Intenté imaginar el movimiento que me proponía, y decidí que seguramente tenía razón. «Cecilia cerrará las previsiones por ti, yo se lo diré.» ¿A qué se refería exactamente, y quién era aquella Cecilia? Eché una ojeada en torno a mí, vi un anteproyecto, y me acordé. Cecilia era una chica gorda y pelirroja que comía chocolates Cadbury sin parar y que llevaba dos meses en el departamento: contrato temporal, tal vez incluso de aprendizaje; en resumen, alguien bastante desdeñable. Y sí, justo antes de la muerte de mi padre yo estaba trabajando en el presupuesto provisional de la exposición «¡Arriba las manos, golfos!», que debía inaugurarse en enero en Bourg-la-Reine. Se trataba de fotografías de brutalidad policial tomadas con teleobjetivo en Yvelines; pero no era un trabajo documental, sino más bien un proceso de teatralización del espacio, acompañado de guiños a diversas series policíacas protagonizadas por el Los Angeles Police Department. El artista había preferido la visión
fun
a la esperada denuncia social. En resumen, un proyecto interesante, ni demasiado caro ni complicado; incluso una imbécil como Cecilia sería capaz de terminar el presupuesto provisional.
Por lo general, a la salida del trabajo me daba una vuelta por algún
peep-show
. Me costaba cincuenta francos o a veces, si tardaba mucho en eyacular, setenta. Ver coños en movimiento me despejaba la cabeza. Las tendencias contradictorias del videoarte contemporáneo, el equilibrio entre la conservación del patrimonio y el apoyo a la creación viva…, todo eso desaparecía deprisa ante la magia fácil de los coños en movimiento. Yo me vaciaba agradablemente los testículos. A la misma hora, por su parte, Cecilia se atiborraba de pasteles con chocolate en una confitería que estaba cerca del Ministerio; las motivaciones eran más o menos las mismas.
Raras veces alquilaba una sala privada por quinientos francos; sólo cuando a mi polla le iba mal y a mí me parecía un pequeño apéndice exigente, inútil, que olía a queso; entonces necesitaba que una chica la cogiese y se extasiara, aunque estuviera fingiendo, ante el vigor del miembro y la abundancia de semen. En cualquier caso, siempre volvía a casa antes de las siete y media. Empezaba por
Preguntas a un campeón
que había programado para grabar en vídeo; y luego seguía con la información nacional. La crisis de las vacas locas no me interesaba mucho, yo me alimentaba sobre todo de puré Mousline con queso. Luego continuaba la velada. No lo pasaba mal, tenía veintiocho cadenas. Terminaba con las comedias musicales turcas, a eso de las dos de la madrugada.
Así pasaron unos cuantos días, relativamente apacibles, antes de recibir una nueva llamada telefónica del capitán Chaumom. La investigación había avanzado mucho, había encontrado al presunto asesino, de hecho era más que una suposición, el hombre había confesado. Iban a organizar una reconstrucción de los hechos dos días más tarde, ¿quería asistir? Oh, sí, dije yo, sí.
Marie-Jeanne me felicitó por mi valiente decisión. Habló del trabajo del duelo, del enigma de la filiación; empleaba palabras socialmente aceptables sacadas de un catálogo limitado, pero eso no tenía demasiada importancia; yo sentía que me tenía afecto, lo cual era sorprendente y estaba bien. Las mujeres son afectuosas, me dije al subir al tren de Cherbourg; tienen tendencia a establecer relaciones afectivas hasta en el trabajo, se mueven con dificultad en un universo desprovisto de toda relación afectiva, es una atmósfera en la que les cuesta mucho realizarse. Sufren por culpa de esa debilidad, las páginas psicológicas de
Marie-Claire
se lo recuerdan continuamente: más valdría que establecieran una clara división entre lo profesional y lo afectivo, pero no lo consiguen, y las páginas testimoniales de
Marie-Claire
lo demuestran con la misma constancia. A la altura de Rouen, repasé los elementos del caso. El gran descubrimiento del capitán Chaumont era que Aicha había tenido «relaciones íntimas» con mi padre. ¿Con qué frecuencia y hasta qué punto? No lo sabía, y saberlo tampoco iba a ayudarle a seguir con la investigación. Uno de los hermanos de Aicha había confesado enseguida que había ido a «pedirle explicaciones» al viejo, que la discusión había degenerado, y que lo había dejado como muerto en el suelo de cemento del cuarto de la caldera.
En principio, la reconstrucción estaba presidida por el juez de instrucción, un hombrecillo seco y austero, vestido con un pantalón de franela y un polo oscuro, con la cara crispada por una perpetua mueca de irritación; pero el capitán Chaumont no tardó en imponerse como el verdadero maestro de ceremonias. Recibía a los participantes con vivacidad y alegría, decía a cada uno una palabra de bienvenida, lo acompañaba a su sitio: parecía muy contento. Era su primer caso criminal, y lo había resuelto en menos de una semana; era el único héroe de verdad en aquella historia sórdida y banal.
Derrumbada en una silla, visiblemente abrumada, con el rostro enmarcado por un pañuelo negro, Aicha apenas alzó los ojos cuando yo llegué; apartaba ostensiblemente la mirada del lugar donde estaba su hermano. Éste, flanqueado por dos gendarmes, miraba al suelo con aire terco. Tenía toda la pinta de un bruto corriente; no despertó en mí la menor simpatía. Él alzó los ojos, encontró los míos, con toda seguridad me identificó. Conocía mi papel, tenían que haberle avisado: según sus ideas brutales yo tenía derecho a vengarme, era responsable de la sangre de mi padre. Consciente de la relación que se establecía entre nosotros, le miré directamente a los ojos; me dejé invadir poco a poco por el odio, ya no respiraba con facilidad, era una sensación agradable y fuerte. Si hubiera tenido un arma, le habría disparado sin dudarlo un momento. Matar a aquella basurilla no sólo me parecía un acto indiferente, sino también una iniciativa beneficiosa, positiva. Un gendarme dibujó con tiza unas marcas en el suelo, y dio comienzo la reconstrucción. Según el acusado, lo ocurrido era muy sencillo: en el transcurso de la discusión había perdido los nervios, había empujado violentamente a mi padre; éste había caído de espaldas, se había fracturado el cráneo contra el suelo; lleno de pánico, el joven se había dado a la fuga.
Desde luego, estaba mintiendo, y al capitán Chaumont no le costó nada demostrarlo. El examen del cráneo de la víctima mostraba que hubo ensañamiento; sufría contusiones múltiples, probablemente debidas a una serie de patadas.