Authors: Michel Houellebecq
Llegamos a los dos clubs que iban a ser las mayores bazas de la cadena: Boca Chica en Santo Domingo y Guardalavaca en Cuba.
—Habría que poner camas
kingsize
… —sugirió Valérie.
—Concedido —contestó Jean-Yves de inmediato.
—Jacuzzi privado en las suites… —sugerí yo.
—No —me cortó—. Seguimos estando en gama media.
Todo se encadenaba naturalmente, sin dudas ni vacilaciones; habría que ponerse de acuerdo con los gerentes para regular las tarifas de la prostitución local.
Hicimos una breve pausa para comer. En ese mismo momento, a menos de un kilómetro, dos adolescentes de Courtilières le abrían la cabeza a una sexagenaria a golpes de bate de béisbol. De entrada, yo pedí caballa al vino blanco.
—¿Tenéis previsto algo en Tailandia? — pregunté.
—Sí, hay un hotel en construcción en Krabi. Es el nuevo destino de moda, después de Phuket. Podríamos acelerar las obras para abrir el primero de enero; estaría bien hacer una inauguración por todo lo alto.
Dedicamos la tarde a desarrollar los diferentes aspectos innovadores de los clubs Afrodita. El punto más importante, claro, era la autorización de entrada a las prostitutas y prostitutos locales. Obviamente, no necesitábamos pensar en estructuras de acogida para los niños: de hecho, lo mejor sería prohibir la entrada a los clubs a los menores de dieciséis años. Valérie sugirió una idea ingeniosa: indicar en el catálogo, como tarifa básica, la de las habitaciones individuales, y aplicar un diez por ciento de descuento a la habitación doble; en resumen, darle la vuelta al modelo habitual de presentación. Creo que fui yo quien propuso una política
gay friendly
, y hacer circular el rumor de que la afluencia homosexual a los clubs era de un veinte por ciento: por lo general, ese tipo de información bastaba para atraerlos; y ellos se las arreglaban solos para crear
ambiente
en cualquier sitio. El lema de la campaña publicitaria nos llevó más tiempo. Jean-Yves había dado con una fórmula básica y eficaz: «Las vacaciones son para disfrutarlas»; pero al final fui yo el que se llevó el gato al agua con «Eldorador Afrodita: porque todos tenemos derecho al placer». Desde la intervención de la OTAN en Kosovo, la noción de derecho volvía a tener sentido, me explicó Jean-Yves con ironía; pero en realidad hablaba en serio, acababa de leer un artículo sobre el tema en
Stratégies
. Todas las campañas recientes basadas en la idea de derecho habían tenido éxito: el derecho a la innovación, el derecho a la calidad… El derecho al placer, concluyó tristemente, era un tema nuevo. Empezábamos a estar un poco cansados, y JeanYves nos dejó a Valérie y a mí en el 2 + 2 antes de volver a casa. Era sábado por la noche, y había bastante gente. Conocimos a una pareja de negros muy simpática: ella era enfermera, él batería de jazz; a él le iba bien, grababa discos con regularidad. Lo cierto es que trabajaba mucho la técnica, trabajaba sin parar. «No hay ningún secreto…», dije yo tontamente, y lo raro es que él asintió; yo había dado, sin pretenderlo, con una verdad profunda. «El secreto es que no hay ningún secreto», repinó convencido. Habíamos terminado las copas, y nos dirigimos a las habitaciones. El le propuso a Valérie una doble penetración. Ella aceptó, a condición de que fuera yo quien la sodomizara; había que hacerlo con mucha suavidad, yo estaba más acostumbrado. Jérôme estuvo de acuerdo y se tendió en la cama. Nicole le masturbó para mantener su erección, y luego le puso un preservativo. Yo le subí la falda a Valérie hasta la cintura; no llevaba nada debajo. Se empaló de golpe en la polla de Jérôme y se tumbó sobre él. Yo le separé las nalgas, la humedecí ligeramente y empecé a metérsela en el culo con prudentes empujoncitos.
Cuando tuve el glande totalmente hundido, sentí que sus músculos rectales se contraían. Me puse rígido, respiré hondo; había estado a punto de correrme. Al cabo de unos segundos, me hundí más en ella. Cuando estuve a medio camino, ella empezó a moverse hacia delante y hacia atrás, frotando el pubis contra el de Jérôme. Yo ya no tenía nada que hacer; ella empezó a lanzar un gemido largo y modulado, su culo se abría, me hundí en ella hasta la raíz, era como resbalar por un plano inclinado, ella se corrió extrañamente deprisa. Luego se quedó quieta, jadeante, feliz. No era forzosamente más intenso, me explicó un poco más tarde; pero cuando todo iba bien, había un momento en que las dos sensaciones se fundían, la invadía algo muy dulce e irresistible, como un calor global.
Nicole se había masturbado constantemente mirándonos, empezaba a estar muy excitada, y relevó de inmediato a Valérie. Sólo tuve tiempo de cambiar de preservativo. «Conmigo puedes pisar a fondo», me dijo al oído, «me gusta que me la metan fuerte.» Y eso hice, cerrando los ojos para evitar las cimas de excitación, para intentar concentrarme en la sensación pura. Todo era muy fácil, yo estaba agradablemente sorprendido por mi propia resistencia. Ella también se corrió muy deprisa, con gritos altos y roncos.
Después, Nicole y Valérie se arrodillaron para hacernos una mamada mientras Jérôme y yo charlábamos. Él me explicó que todavía hacía giras, pero que cada vez le gustaba menos. Al envejecer, prefería quedarse en casa, ocuparse de su familia —tenían dos hijos— y trabajar solo con la batería.
Entonces me habló de nuevos sistemas de ritmo, de 4/3 y de 7/9; la verdad es que yo no entendía gran cosa. Justo en mitad de una frase lanzó un grito de sorpresa, puso los ojos en blanco: se corrió de golpe, eyaculando violentamente en la boca de Valérie. «Ah, me ha engañado…», dijo, casi riéndose. «Me la ha jugado bien.» Yo sentía que tampoco iba a aguantar mucho más: Nicole tenía una lengua muy especial, ancha, blanda y untuosa; lamía lentamente, la excitación crecía de manera insidiosa pero casi irresistible. Le hice una señal a Valérie para que se acercara, le expliqué a Nicole lo que quería: que cerrara simplemente los labios en torno al glande, que no moviera la lengua, que se quedara inmóvil mientras Valérie me masturbaba y me lamía los cojones. Ella asintió y cerró los ojos, esperando la descarga. Valérie se puso manos a la obra con dedos vivaces, nerviosos, parecía estar otra vez en plena forma. Yo abrí los brazos y las piernas todo lo que pude y cerré los ojos. La sensación me inundó a bruscas sacudidas, como relámpagos; explotó justo antes de que me corriera en la boca de Nicole. Fue casi una conmoción:
detrás de mis párpados fulguraron puntos luminosos, un poco después me di cuenta de que había estado a punto de desmayarme. Abrí los ojos con esfuerzo. La punta de mi polla seguía dentro de la boca de Nicole, Valérie me había rodeado el cuello con la mano y me miraba con una misteriosa expresión de ternura; me dijo que había gritado como un desaforado.
Nos llevaron a casa poco después. En el coche, Nicole volvió a excitarse. Se sacó los pechos del corsé, se levantó la falda y se tumbó en el asiento trasero, con la cabeza en mis muslos. La masturbé lentamente, seguro de mí mismo; sentía sus pezones duros y su coño húmedo. El olor de su sexo impregnaba el coche. Jérôme conducía con prudencia, se paraba en los semáforos en rojo; por las ventanillas vi las luces de la Concorde, el obelisco, luego el puente Alexandre III, los Invalides. Me sentía bien, sereno y todavía un poco activo. Ella se corrió más o menos a la altura de la place d’Italie.
Nos separamos después de darnos los números de teléfono.
Por su parte, Jean-Yves había tenido un leve ataque de tristeza después de dejarnos, y había aparcado el coche en la avenue de la République. La excitación del día se había disipado; sabía que Audrey no estaría en casa, pero eso más bien le alegraba. Se cruzarían fugazmente a la mañana siguiente, antes de que ella saliera a patinar; desde que habían vuelto de vacaciones, dormían en habitaciones separadas.
¿Para qué iba a volver? Se arrellanó en el asiento, pensó en buscar una emisora de radio, no lo hizo. Los jóvenes pasaban en pandilla por la avenida, chicos y chicas; parecían divertirse, o al menos no paraban de gritar. Algunos llevaban latas de cerveza. Podía bajar, unirse a ellos, quizás armar una bronca; podía hacer diferentes cosas. Pero al final iba a volver. En cierto sentido amaba a su hija, o por lo menos eso suponía; sentía por ella algo orgánico y potencialmente mezclado con la sangre, que correspondía a la definición del término. Por su hijo no sentía nada parecido. A lo mejor ni siquiera era suyo; se había casado con Audrey sobre unas bases un poco frágiles. En cualquier caso, por ella ya sólo sentía desprecio y asco; demasiado asco, habría preferido la indiferencia. Tal vez eso era lo que esperaba para divorciarse, ese estado de indiferencia; de momento seguía teniendo la impresión, demasiado intensa, de que ella tenía que pagar. Para colmo, soy yo el que lo va a pagar, se dijo de pronto, con amargura. Le darían a ella la custodia de los niños, y él cargaría con una elevada pensión. A menos que intentara quedarse con los niños, que luchara por ellos; pero no, concluyó, no valía la pena. Peor para Angélique. Estaría mejor solo, podría intentar
rehacer su vida
, es decir, más o menos, encontrar otra tía. Con el lastre de dos críos, a la muy puta le costaría más. Se consoló con la idea de que difícilmente podría encontrar a alguien peor que Audrey y que, a fin de cuentas, sería ella quien sufriría las consecuencias del divorcio. Ya no era tan bella como cuando la había conocido; tenía presencia, se vestía a la moda, pero él sabía que su cuerpo, que tan bien conocía, iba ya cuesta abajo. Por otra parte, su carrera de abogada estaba lejos de ser tan brillante como ella decía; y presentía que la custodia de los niños no iba a arreglar precisamente las cosas. La gente arrastra su progenitura como una cadena, un peso terrible que traba el menor de sus movimientos, y que la mayoría de las veces termina, ciertamente, por matarlos. La venganza es un plato que se saborea frío; cuando todo aquello le diera completamente igual. Durante unos cuantos minutos más, aparcado al principio de la avenida, que ya estaba desierta, se ejercitó en la indiferencia.
En cuanto cruzó la puerta del apartamento, las preocupaciones habituales volvieron a caerle encima. Johanna, la canguro, miraba la MTV tumbada en el sofá. Odiaba a aquella preadolescente blanda y absurdamente
groove
; cada vez que la veía le entraban ganas de emprenderla a bofetadas con su cara larga y hastiada hasta cambiarle la expresión. Era la hija de una amiga de Audrey.
—¿Qué tal? — gritó. Ella asintió con indolencia—. ¿Puedes bajar el volumen? — Ella buscó con los ojos el mando a distancia. Exasperado, él apagó el televisor; ella le dirigió una mirada ofendida.
—¿Y los niños, todo bien? — Seguía gritando, aunque ya no se oía ningún ruido en el apartamento.
—Sí, creo que están durmiendo. — Ella se acurrucó en el sofá, un poco asustada.
El subió al primer piso y empujó la puerta de la habitación de su hijo. Nicolás le echó una mirada distante y luego continuó su partida de Tomb Raider. Por su parte, Angélique dormía como un tronco. Volvió a bajar, un poco más tranquilo.
—¿Se ha bañado Nicolás?
—Sí… No, se me ha olvidado.
Él entró en la cocina y llenó un vaso de agua. Le temblaban las manos. En la encimera vio un martillo. Las bofetadas no le habrían servido de nada a Johanna; lo mejor habría sido hundirle el cráneo a martillazos. Jugó un momento con la idea; los pensamientos giraban rápidamente en su cabeza, sin mucho control. En el vestíbulo, espantado, se dio cuenta de que llevaba el martillo en la mano. Lo dejó en una mesa baja y buscó en la cartera dinero para el taxi de la canguro.
Ella lo cogió con un gruñido de agradecimiento. Cuando salió, él cerró de un portazo, con una violencia incontrolada; el ruido resonó en todo el apartamento. Estaba claro que algo no andaba nada bien en su vida. En el salón, vio que el mueble de los licores estaba vacío; Audrey ya ni siquiera era capaz de ocuparse de eso. Al pensar en ella, sintió un estremecimiento de odio de tal intensidad que le sorprendió. En la cocina encontró una botella de ron empezada; bien, aquello serviría. Desde su dormitorio, marcó sucesivamente el número de las tres chicas que había conocido a través de Internet: las tres veces respondió un contestador. Habrían salido a follar por su cuenta. Cierto que eran sexys, simpáticas e iban a la moda; pero de todos modos le costaban dos mil francos por velada, lo que a la larga resultaba humillante. ¿Cómo había llegado ahí? Tendría que haber salido, haber hecho amigos, haberse dedicado un poco menos a su trabajo. Volvió a pensar en los clubs Afrodita, se dio cuenta por primera vez de que quizás los directivos no vieran la idea con buenos ojos; en ese momento, en Francia, había una mentalidad muy poco favorable al turismo sexual. Sí, a Leguen podría intentar presentarle una versión edulcorada del proyecto; pero Espitalier no se la tragaría, tenía una agudeza peligrosa.
¿Pero es que había elección? Su posicionamiento en la gama media no tenía ningún sentido en comparación con el Club Med, estaba seguro de poder demostrarlo. Rebuscando en los cajones de su escritorio encontró la declaración de principió de Aurore, redactada diez años antes por los fundadores, y expuesta en todos los hoteles del grupo. «
El espíritu de Aurore es el arte de conjugar las habilidades, utilizar la tradición y la modernidad con rigor, imaginación y humanismo para conseguir una gran calidad. Los hombres y las mujeres de Aurore son los depositarios de un patrimonio cultural único: el arte de la hospitalidad. Conocen los ritos y usos que transforman la vida en arte de vivir y el más sencillo de los servicios en un momento privilegiado. Es un oficio, es un arte: es el talento de todos ellos. Crear lo mejor para compartirlo, llegar a lo esencial a través de la cordialidad, inventar espacios para el placer: por todo esto, Aurore es un perfume francés que realza el mundo
.»
De pronto, se dio cuenta de que aquel camelo apestoso podría aplicarse perfectamente a una cadena de burdeles bien organizada; a lo mejor podrían jugar esa baza con los tour operadores alemanes. Sin la menor lógica, algunos alemanes seguían pensando que Francia era el país de la
galantería
y
del arte del amor
. Si un gran tour operador alemán se decidía a poner los clubs Afrodita en su catálogo, meterían un gol decisivo; nadie en la profesión lo había conseguido todavía.
Estaba en contacto con Neckermann para la venta de los clubs del Magreb; pero también podía intentarlo con TUI, que había rechazado las primeras ofertas porque ya estaban muy bien implantados en la gama más baja; puede que se interesaran por un proyecto más dirigido.