Plataforma (22 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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—Sí, la chica era sensual. A mí también me ha lamido bien.

—Qué raros son los precios del sexo… —continué, vacilante—. Tengo la impresión de que no dependen tanto del nivel de vida del país. Claro, en cada país te dan algo completamente diferente; pero el precio básico es más o menos igual:

el que los occidentales están dispuestos a pagar.

—¿Crees que eso es lo que llaman
economía de la oferta.
?

—No tengo ni idea… —Sacudí la cabeza—. Nunca he entendido nada de economía; es como si tuviera un bloqueo.

Tenía mucha hambre, pero el restaurante no abría hasta las ocho; me bebí tres pinas coladas mientras observaba a los
animadores del aperitivo
. El efecto del orgasmo tardaba mucho en disiparse, estaba un poco ido, de lejos me daba la impresión de que todos los animadores se parecían a Nagui.

Pero no, los había más jóvenes, aunque todos tenían algo raro: el cráneo rapado, perilla o patillas. Daban unos alaridos pasmosos, y de vez en cuando obligaban a alguien del público a subir al escenario. Afortunadamente, yo estaba demasiado lejos como para sentirme seriamente amenazado.

El encargado del bar era bastante penoso, se comportaba como un completo inútil: cada vez que yo quería algo, me indicaba con un gesto a los camareros; parecía una especie de ex torero, con sus cicatrices y un poquito de barriga redonda, controlada. El bañador amarillo le moldeaba el sexo con mucha precisión; estaba
bien dotado
, y quería dejarlo claro.

Cuando volví a la mesa después de conseguir, con muchísima dificultad, el cuarto cóctel, lo vi acercarse a una mesa vecina, ocupada por un grupo compacto de cincuentonas de Quebec. Ya me había fijado en ellas al entrar, eran rechonchas y resistentes, todo dientes y grasa, y hablaban increíblemente alto; no costaba nada entender que hubieran enterrado rápidamente a sus maridos. Pensé que no sería buena idea colarse delante de ellas en el autoservicio, o coger un tazón de cereales al que ellas le hubieran echado el ojo. Cuando el ex donjuán se acercó a su mesa le lanzaron miradas enamoradas, casi volvieron a ser mujeres. El se pavoneaba delante de ellas, acentuando todavía más su obscenidad con una serie de palpaciones inguinales a través del bañador, con las que parecía asegurarse de la consistencia de su
menú de tres platos
. Las cincuentonas de Quebec parecían encantadas con tan evocadora compañía; sus cuerpos viejos y gastados todavía necesitaban un poco de sol. Él interpretaba bien su papel, les hablaba al oído, las llamaba, a la manera cubana, «mi corazón» o «mi amor». No iba a pasar nada más, eso desde luego, él sólo quería provocar un último estremecimiento en los viejos coños, pero tal vez bastaría para que ellas pasaran unas magníficas vacaciones y recomendasen el club a sus amigas, y todavía les quedaba vida para otros veinte años, por lo menos. Esbocé las líneas directrices de una película pornosocial titulada
Los mayores se desmelenan
. Había dos bandas que operaban en los clubs de vacaciones, una formada por señores mayores de Italia y la otra por señoras mayores de Quebec. Cada cual por su lado, armados de nunchakus y de punzones para picar hielo, sometían a los peores ultrajes a unos adolescentes desnudos y morenos. Naturalmente, terminaban encontrándose en un velero del Club Med; entre ambas bandas reducían a los miembros de la tripulación, y las señoras mayores, sedientas de sangre, los violaban y los arrojaban por la borda. La película acababa con una gigantesca orgía de señoras y señores mayores, mientras el barco, rotas las amarras, navegaba directamente hacia el Polo Sur.

Valérie apareció por fin: se había maquillado, llevaba un vestido blanco, corto y transparente; yo la deseaba todavía.

Nos reunimos con Jean-Yves junto al buffet. Parecía relajado, casi lánguido, y nos contó tranquilamente sus primeras impresiones. La habitación no estaba mal, pero la animación era un poco pesada; estaba justo al lado de los altavoces, y era casi inaguantable. La comida no estaba muy bien, añadió mirando con amargura su trozo de pollo hervido. Sin embargo todo el mundo repetía con ganas; los mayores, en particular, eran de una voracidad asombrosa, parecía que se hubieran pasado la tarde practicando deportes náuticos y voley playa.

—Comen y comen… —comentó Jean-Yves con resignación—. ¿Qué otra cosa van a hacer?

Después de cenar hubo un espectáculo que volvía a requerir la participación del público. Una mujer de unos cincuenta años se lanzó a interpretar al karaoke la canción Bang bang, de Sheila. Fue bastante valiente por su parte; hubo algunos aplausos. En conjunto, eran los animadores los que aseguraban el espectáculo. Jean-Yves parecía a punto de dormirse; Valérie bebía el cóctel a sorbitos, tranquilamente. Miré la mesa de al lado: la gente parecía aburrirse un poco, pero aplaudían educadamente al final de cada actuación. Entender por qué la gente no se apuntaba a las estancias en clubs no me parecía muy difícil; de hecho, saltaba a la vista. La clientela se componía, en gran parte, de personas de la tercera edad o de adultos de mediana edad, y el equipo de animadores se las arreglaba para ponerles delante de las narices un placer que ya no podían sentir, al menos de esa forma. Incluso Valérie y Jean-Yves, incluso yo, en cierto sentido, teníamos responsabilidades profesionales en la
vida real
; éramos empleados serios, respetables, más o menos abrumados por las preocupaciones, sin contar los impuestos, los problemas de salud y otras cosas.

La mayoría de la gente que nos rodeaba estaba en el mismo caso: había directivos, profesores, médicos, ingenieros, contables; o jubilados que habían ejercido esas mismas profesiones.

No comprendía por qué los animadores esperaban que nos lanzáramos con entusiasmo a
veladas de contacto o concursos de canción
. No veía cómo podríamos haber conservado, a nuestra edad y en nuestra situación, el
sentido de la fiesta
. Aquellas animaciones estaban pensadas para menores de catorce años, como mucho.

Intenté contarle todo aquello a Valérie, pero el animador empezó a hablar otra vez con la boca pegada al micro, armando un escándalo insoportable. Había empezado a hacer una inspirada imitación de Lagaf,
[11]
o quizás de Laurent Baffie;
[12]
en cualquier caso, iba de un lado a otro con aletas en los pies, seguido por una chica disfrazada de pingüino que se reía de todo lo que él decía. El espectáculo terminó con un baile; algunas personas de las primeras mesas se levantaron y se agitaron torpemente. Junto a mí, Jean-Yves ahogó un bostezo.

—¿Damos una vuelta por la discoteca? — propuso.

Había cerca de cincuenta personas, pero los animadores eran casi los únicos que bailaban. El DJ alternaba el tecno y la salsa. Al final, algunas parejas de mediana edad lo intentaron con la salsa. El animador de las aletas pasaba por la pista dando palmadas y gritando: «¡Caliente! ¡Caliente!»; me dio la impresión de que ponía a la gente más incómoda que otra cosa. Yo me senté en el bar y pedí una piña colada. Dos cócteles después, Valérie me dio un codazo, señalando a JeanYves.

—Creo que podemos dejarlo solo… —me dijo al oído.

Estaba hablando con una chica muy guapa de unos treinta años, probablemente italiana. Inclinaban la cabeza el uno hacia el otro, sus hombros se rozaban.

La noche era cálida y húmeda. Valérie me cogió del brazo. El ruido de la discoteca se fue apagando; oíamos el murmullo de los walkie-talkies, los guardas patrullaban por el recinto. Dejamos atrás la piscina y nos dirigimos a la playa, que estaba desierta. Las olas lamían suavemente la arena, a unos metros de nosotros; ya no oíamos ningún ruido. Al llegar al bungalow me quité la ropa y me tumbé en la cama, esperando a Valérie. Ella se cepilló los dientes, se desvistió a su vez y se acostó a mi lado. Me acurruqué contra su cuerpo desnudo. Le puse una mano en el pecho, la otra en el vientre. Era una sensación muy dulce.

8

Cuando me desperté estaba solo en la cama, y tenía un ligero dolor de cabeza. Me levanté, vacilante, y encendí un cigarrillo; después de unas cuantas caladas me sentí un poco mejor. Me puse un pantalón y salí a la terraza, que estaba cubierta de arena; tenía que haberse levantado viento durante la noche. Apenas había amanecido; el cielo parecía nublado. Caminé unos metros hacia la playa, y vi a Valérie. Se zambullía de cabeza bajo una ola, nadaba unas cuantas brazadas, se levantaba, se zambullía otra vez.

Me detuve, sin dejar de fumar; el viento era un poco fresco, dudaba de si ir a su encuentro o no. Ella se volvió, me vio y gritó «¡Ven!» haciendo un amplio gesto con la mano. En ese momento, el sol se filtró entre dos nubes y la iluminó de frente. La luz resplandeció sobre sus pechos y sus caderas, centelleó en la espuma de su pelo y su vello púbico.

Me quedé clavado en el sitio durante unos segundos, consciente de que nunca olvidaría lo que estaba viendo, que aquella imagen sería una de las que volvería a ver, según dicen, en los segundos que preceden a la muerte.

La colilla me quemó los dedos; la tiré a la arena, me quité el pantalón y me dirigí al mar. El agua estaba fresca, muy salada; era un baño de juventud. En la superficie del mar brillaba una cinta de sol que se deslizaba hacia el horizonte; tomé aliento y me sumergí en la luz.

Más tarde nos acurrucamos en una toalla, mirando el amanecer sobre el océano. Las nubes se dispersaron poco a poco, las superficies luminosas se hicieron cada vez más grandes. A veces, por la mañana, todo parece sencillo. Valérie se quitó la toalla y ofreció su cuerpo al sol.

—No tengo ganas de vestirme… —dijo.

—Un mínimo… —aventuré yo.

Un pájaro planeaba a media altura, escrutando la superficie del agua.

—Me gusta nadar, me gusta hacer el amor… —dijo ella—. Pero no me gusta bailar, no sé divertirme, siempre me ha parecido horrible salir por la noche. ¿Tú crees que es normal?

Yo me quedé pensativo un buen rato antes de contestarle.

—No lo sé… —dije al final—. Sólo sé que yo soy igual que tú.

No había mucha gente en las mesas del desayuno, pero Jean-Yves ya estaba allí, con un café y un cigarrillo. No se había afeitado, y daba la impresión de haber dormido mal; nos hizo un breve gesto con la mano. Nos sentamos frente a él.

—Bueno, ¿qué tal te fue con la italiana? — preguntó Valérie, atacando sus huevos revueltos.

—No muy bien. Empezó a contarme que trabajaba en marketing, que tenía problemas con su novio, que por eso se había ido sola de vacaciones. Yo estaba hasta los huevos; me largué y me acosté.

—Tendrías que intentarlo con las empleadas del hotel…

Él sonrió vagamente y aplastó la colilla en el cenicero.

—¿Qué hacemos hoy? — pregunté—. Quiero decir que… se supone que esto es una estancia «Explorador».

—Ah, sí… —Jean-Yves puso cara de hastío—. Bueno, a medias. No hemos tenido tiempo de organizar casi nada. Es la primera vez que trabajo con un país socialista; pero veo que en los países socialistas resulta bastante complicado dejar las cosas para el último momento. Esta tarde hay no sé qué con delfines… —Se interrumpió e intentó ser más preciso—. Bueo, si lo he entendido bien, hay un espectáculo con delfines, y luego podemos nadar con ellos. Supongo que te subes al lomo del delfín o algo por el estilo.

—Ah, sí, conozco eso —dijo Valérie—, no vale la pena. Todo el mundo cree que los delfines son mamíferos muy dulces y cariñosos. Pero no es así: forman grupos muy jerarquizados, con un macho dominante, y son bastante agresivos; a menudo luchan a muerte entre sí. La única vez que intenté nadar con delfines, me mordió una hembra.

—Bueno, bueno… —Jean-Yves hizo un gesto de apaciguamiento—. Sea como sea, esta tarde hay delfines para el que quiera ir. Mañana y pasado, excursión de dos días a Baracoa; no debería estar mal, o eso espero. Y luego… —pensó un momento—, luego se acabó. Ah, sí, el último día, antes de coger el avión, hay una comida con langosta y una visita al cementerio de Santiago.

Esta declaración fue seguida por unos segundos de silencio.

—Sí… —continuó Jean-Yves, con esfuerzo—. Creo que la hemos cagado un poco con este destino—. Se quedó un momento callado—. Además…, tengo la impresión de que las cosas no van muy bien en este club. Quiero decir para todo el mundo, no sólo para mí. Ayer, en la discoteca, no vi que se formaran muchas parejas, ni siquiera entre los jóvenes. — Volvió a guardar silencio, y luego concluyó con un gesto resignado—: Ecco…

—El sociólogo tenía razón… —dijo Valérie, pensativa.

—¿Qué sociólogo?

—Lagarrigue. El sociólogo del comportamiento. Tenía razón cuando dijo que estábamos lejos de la época de los
bronceados
.

Jean-Yves terminó su café y sacudió la cabeza con amargura.

—La verdad —dijo, asqueado—, nunca creí que llegaría a sentir nostalgia de la época de los
bronceados
.

Para llegar a la playa tuvimos que sufrir los ataques de algunos vendedores de productos artesanales lamentables; pero no eran muchos ni demasiado pegajosos, podía uno librarse de ellos con unas cuantas sonrisas y gestos apenados.

Durante el día, los cubanos podían entrar en la playa del club. Valérie me explicó que no tenían mucho que ofrecer ni vender, pero que lo intentaban, que hacían lo que podían.

Por lo visto, en aquel país nadie conseguía vivir de su salario.

Nada funcionaba bien: faltaba gasolina, piezas de maquinaria.

De ahí el lado de utopía agraria que se veía en los campos: los campesinos que araban con bueyes, que iban en carreta… Pero no se trataba ni de una utopía ni de una reconstrucción ecológica: era la realidad de un país que ya no conseguía mantenerse en la era industrial. Cuba lograba seguir exportando algunos productos agrícolas, como el café, el cacao y la caña de azúcar; pero la producción industrial había caído casi hasta el nivel cero. Costaba encontrar hasta los artículos de consumo más elementales, como el jabón, el papel o los bolígrafos. Las únicas tiendas bien surtidas eran las de productos importados, donde había que pagar en dólares. Así que todos los cubanos vivían de una segunda actividad relacionada con el turismo. Los más favorecidos eran los que trabajaban directamente para la industria turística; los demás intentaban conseguir dólares como fuese, con servicios suplementarios o algún tipo de tráfico.

Me tumbé en la arena a pensar. Para los hombres y las mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas sólo éramos monederos con piernas, no había que hacerse ilusiones; pero lo mismo pasaba en todos los países del Tercer Mundo. Lo único diferente en Cuba era esa increíble dificultad de la producción industrial. Desde luego, yo era un completo negado en el terreno de la producción industrial.

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