Authors: Michel Houellebecq
El lunes por la mañana intentó hacer los primeros contactos. Tuvo suerte nada más empezar: el presidente de la junta directiva de TUI iba a pasar unos días en Francia a primeros de mes; podía comer con ellos. Mientras tanto, si pudieran poner el proyecto por escrito, tendría sumo placer en estudiarlo. Jean-Yves entró en el despacho de Valérie para anunciarle la noticia; ella se quedó petrificada. TUI tenía un volumen de negocio anual de veinticinco billones de francos, tres veces más que Neckermann, seis veces más que Nouvelle Frontières, era el primer tour operador mundial.
Dedicaron el resto de la semana a elaborar un informe tan completo como fuera posible. En el plano financiero, el proyecto no necesitaba grandes inversiones: algunos cambios de mobiliario, reestructurar la decoración para conseguir un tono más «erótico»; se habían puesto de acuerdo enseguida sobre la definición de «turismo con encanto» que iban a emplear en todos los documentos de empresa. Lo más importante es que se esperaba una disminución significativa de los gastos fijos: ya no habría ni animaciones deportivas ni club de infancia. Así que no tendrían que pagar los salarios de los puericultores, los monitores de
windsurf
, de tiro con arco, de aeróbic, de buceo, los especialistas en ikebana, esmaltes o pintura sobre seda. Tras la primera simulación, Jean-Yves se dio cuenta con incredulidad de que, incluyendo todas las amortizaciones, el coste anual de los clubs iba a bajar un veinticinco por ciento. Rehizo los cálculos tres veces, y las tres veces obtuvo los mismos resultados. Aun más impresionante porque, para el coste de estancia, quería proponer unas tarifas de catálogo que superaban un veinticinco por ciento a la media de la categoría; es decir, que quería homologarlas con la tarifa media de los Club Med. El índice de beneficios daba un salto hacia delante del cincuenta por ciento.
—Tu novio es un genio… —le dijo a Valérie, que acababa de reunirse con él en el despacho.
Durante todos aquellos días, el ambiente en la empresa era un poco raro. Los enfrentamientos del fin de semana anterior en Evry no pillaban a nadie por sorpresa, pero un balance de siete muertos era especialmente alto. Muchos empleados, sobre todo los más antiguos, vivían muy cerca de la empresa. Al principio habían dormido en los caserones que se habían construido más o menos a la vez que la sede social, luego, muy a menudo, habían alquilado el terreno para construir un chalet.
—Los compadezco —me dijo Valérie—. Los compadezco sinceramente. El sueño de todos ellos es instalarse en provincias, en una región tranquila; pero no pueden irse todavía, perderían gran parte de la pensión. He hablado del tema con la telefonista: le faltan tres años para jubilarse. Su sueño es comprar una casa en Dordoña, donde nació. Pero allí se han instalado muchos ingleses, los precios se han vuelto disparatados, incluso por una casucha de mala muerte. Y por otro lado el precio de su chalet está por los suelos, ahora todo el mundo sabe que es un barrio peligroso, lo va a revender por un tercio de su valor.
»Las que me han sorprendido también son las secretarias del segundo piso. Entré en el despacho a las cinco y media para que mecanografiaran una nota, y todas estaban conectadas a Internet. Me explicaron que ahora ya sólo hacen las compras en la red, es más seguro: cuando salen del trabajo, se atrincheran en sus casas esperando al servicio de reparto.
La psicosis no disminuyó en el curso de las semanas siguientes, incluso tendió a aumentar. En los periódicos ya no hablaban de otra cosa que de profesores apuñalados, maestras violadas, ataques a camiones de bomberos con cócteles Molotov, minusválidos arrojados por la ventanilla de un tren por «mirar mal» al cabecilla de una banda.
Le Figaro
lo pasaba en grande, si uno lo leía todos los días tenía la impresión de que íbamos de cabeza a la guerra civil. Cierto que estábamos entrando en período preelectoral, y que el capítulo de la seguridad parecía el único susceptible de preocupar a Lionel Jospin. De todas formas, no era demasiado probable que los franceses votaran otra vez a Jacques Chirac: tenía tal cara de imbécil que se estaba empezando a cargar la imagen del país.
Uno se sentía incómodo al ver a ese gran panfilo, con las manos a la espalda, visitando una hacienda agrícola o asistiendo a una cumbre de jefes de Estado; el pobre daba pena.
La izquierda, incapaz de atajar el aumento de la violencia, aguantaba bien: pasaba más o menos inadvertida, convenía en que las cifras eran malas, incluso muy malas, pedía que se evitara cualquier explotación política, recordaba que la derecha, en su momento, no lo había hecho mejor. Sólo hubo un pequeño patinazo con un editorial ridículo de un tal Jacques Attali. Según él, la violencia urbana de los jóvenes era «una llamada de socorro». Los escaparates de lujo de Les Halles o de los Champú-Elysées eran, escribía, «despliegues obscenos comparados con su miseria». Pero no había que olvidar que el extrarradio también era «un mosaico de pueblos y de razas, llegados con sus tradiciones y sus creencias para forjar nuevas culturas y volver a inventar el arte de la convivencia». Valérie me miró con asombro: era la primera vez que yo me echaba a reír a carcajadas leyendo
L ‘Express
.
—Más vale que Jospin le haga callar hasta la segunda ronda, si quiere salir elegido.
—Le estás tomando el gusto a la estrategia…
A pesar de todo, yo también empezaba a dejarme ganar por la inquietud. Valérie volvía a salir tarde del trabajo, era raro que llegara a casa antes de las nueve; quizás sería más prudente comprar un arma. Yo tenía un contacto, el hermano de un artista al que le había organizado una exposición dos años antes. En realidad no pertenecía al medio, sólo había participado en algunas estafas. Era más bien inventor, una especie de manitas para todo. Hacía poco, le había dicho a su hermano que había encontrado el modo de traficar con los nuevos documentos de identidad, que se consideraban imposibles de falsificar.
—Ni hablar —contestó Valérie de inmediato—. No corro ningún peligro: de día nunca salgo del edificio de la empresa, y por la noche siempre vuelvo en coche, sea la hora que sea.
—Hay semáforos en rojo.
—Entre la sede de Aurore y la entrada de la autopista hay sólo un semáforo. Salgo en la Porte d’Italie, y enseguida estoy en casa. Nuestro barrio no es peligroso.
Era cierto. En Chinatown había poquísimos robos o agresiones. No sé cómo lo hacían: ¿tendrían su propio sistema de vigilancia? En cualquier caso, habían tomado nota de nuestra llegada desde el primer momento; más de veinte personas nos saludaban todos los días. Era poco frecuente que unos europeos vivieran allí, de hecho estábamos en minoría en el edificio. A veces veíamos carteles escritos en caracteres chinos que parecían anunciar una reunión o una fiesta, pero cualquiera sabía. Uno puede vivir entre chinos durante años sin entender lo más mínimo su modo de vida.
Aun así llamé a mi contacto, que prometió informarse y me volvió a llamar dos días después. Me podía conseguir una buena pipa, en muy buen estado, por diez mil francos; el precio incluía una buena reserva de municiones. Sólo tendría que limpiarla con regularidad para evitar que se encasquillara cuando tuviera que usarla. Volví a hablarle del tema a Valérie, que se negó otra vez.
—No podría —dijo—. No tendría valor para disparar.
—¿Incluso si estuvieras en peligro de muerte?
Ella sacudió la cabeza.
—Ni hablar —repitió—. No podría.
No insistí.
—Cuando era pequeña —me dijo un poco después—, ni siquiera era capaz de matar una gallina.
A decir verdad, yo tampoco; pero me parecía mucho más fácil matar a un hombre.
Curiosamente, yo no tenía miedo por mí. Cierto que no me cruzaba mucho con las
hordas bárbara
s, salvo en algunas ocasiones, en la pausa para comer, cuando iba a dar una vuelta por el Forum des Halles, donde la sutil imbricación de las fuerzas de seguridad (grupos de antidisturbios, policías de uniforme, vigilantes pagados por la asociación de comerciantes) eliminaba, en teoría, cualquier peligro. Así que me movía en la tranquilizadora topografía de los uniformes; me sentía un poco como en Thoiry.
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En ausencia de las fuerzas del orden, lo sabía, habría sido una presa fácil, aunque poco interesante; mi traje de ejecutivo medio, muy convencional, no
tenía
nada que pudiera atraerlos. Por mi parte, no había nada que me atrajera en aquellos jóvenes de las clases peligrosas; ni los entendía ni intentaba entenderlos. No simpatizaba en absoluto ni con sus pasiones ni con sus valores. Nunca habría movido un dedo para tener un Rolex, unas Nike o un BMW Z3; ni siquiera conseguía establecer la menor diferencia entre los productos de marca y las imitaciones. Estaba claro que cometía un error. Me daba cuenta: mi posición era minoritaria, y por lo tanto equivocada. Tenía que haber alguna diferencia entre las camisas de Yves Saint-Laurent y las demás camisas, entre los mocasines de Gucci y los mocasines André. Yo era el único que no la notaba; era una imperfección de la que no podía valerme para condenar al mundo.
¿Acaso alguien le pediría a un ciego que se convirtiera en experto en pintura posimpresionista? A causa de mi ceguera, por muy involuntaria que fuese, me hallaba al margen de una realidad humana viva y lo bastante fuerte para provocar sacrificios y crímenes. No había duda de que aquellos jóvenes, a través de su instinto semisalvaje, presentían la presencia de lo bello; su deseo era loable y estaba perfectamente de acuerdo con las normas sociales; en resumen, bastaba con rectificar un modo de expresión inadecuado.
Sin embargo, pensándolo bien, tenía que reconocer que Valérie y Marie-Jeanne, las dos únicas presencias femeninas un poco consistentes de mi vida, mostraban una total indiferencia por las blusas de Kenzo o los bolsos de Prada; en realidad, y hasta donde yo sabía, compraban casi cualquier marca. Jean-Yves, que era el individuo con el sueldo más alto de todos los que conocía, tenía una marcada preferencia por los polos de Lacoste; pero en cierto modo los compraba maquinalmente, por un antiguo hábito, sin preocuparse de comprobar si alguna otra marca se había puesto más de moda que su marca favorita. Algunas funcionarías del Ministerio de Cultura que conocía de vista (si puedo decirlo así, ya que entre un encuentro y el siguiente se me olvidaban sus nombres, sus cargos y hasta sus caras) compraban
ropa de diseñadores
, pero siempre se trataba de diseñadores jóvenes y poco conocidos, distribuidos en una sola tienda de París, y sabía que ellas no habrían dudado en abandonarlos si hubieran empezado a tener éxito.
Claro, el poder de seducción de Nike, Adidas, Armani o Vuitton era indiscutible; podía comprobarlo en cualquier momento hojeando
Le Figaro
y su suplemento color salmón.
¿Pero quién, además de los jóvenes del extrarradio, contribuía al éxito de esas marcas? Tenía que haber sectores enteros de la sociedad que me eran ajenos; a menos que se tratara, cosa mucho más banal, de las clases enriquecidas del Tercer Mundo. Yo había viajado y vivido poco, y cada vez estaba más claro que apenas entendía el mundo moderno.
El 27 de septiembre hubo una reunión con los once gerentes de los complejos Eldorador, que viajaron a Évry para la ocasión. Era una reunión habitual, que tenía lugar todos los años por la misma época, para hacer el balance de resultados de la temporada estival y considerar posibles mejoras.
Pero esta vez había más puntos en el orden del día. Para empezar, tres complejos iban a cambiar de manos; se acababa de firmar el contrato con Neckermann. Y en cuatro de los complejos restantes —los que pasaban a formar parte de la fórmula «Afrodita»—, el gerente iba a verse obligado a despedir a la mitad del personal.
Valérie no asistió a la reunión, tenía una cita con un representante de Italtrav para presentarle el proyecto. El mercado italiano estaba mucho más fragmentado que el del norte de Europa: por mucho que Italtrav fuera el primer tour operador italiano, su potencia financiera no era ni la décima parte de la de TUI; sin embargo, un acuerdo entre ambos podía representar una clientela adicional muy beneficiosa.
Volvió de su cita a eso de las siete. Jean-Yves estaba solo en su despacho; la reunión acababa de terminar.
—¿Cómo han reaccionado?
—Mal. En realidad los entiendo; deben de sentirse como si estuvieran en el banquillo de los acusados.
—¿Vas a sustituir a los gerentes?
—Es un proyecto nuevo; más vale arrancar con equipos nuevos.
Hablaba con mucha tranquilidad. Valérie le miró con sorpresa: en los últimos tiempos estaba cada vez más seguro de sí mismo, y era más duro.
—Ahora sé que vamos a ganar. En la pausa de mediodía llevé aparte al gerente de Boca Chica, en Santo Domingo.
Quería saber a qué atenerme: quería saber cómo se las arreglaba para tener un índice de ocupación del noventa por ciento en cualquier estación del año. El estaba incómodo, se fue por las ramas, me habló del trabajo en equipo. Terminé por preguntarle directamente si dejaba que las chicas subieran a las habitaciones de los clientes; me costó mucho que lo admitiera, tenía miedo de una posible sanción. Me vi obligado a decirle que eso no me molestaba, que, al contrario, me parecía una iniciativa interesante. Entonces lo confesó. Le parecía una estupidez que los clientes tuvieran que alquilar habitaciones a dos kilómetros de allí, a menudo sin agua corriente, y a riesgo de que los timaran, cuando en el hotel tenían a su disposición todas las comodidades. Le felicité y le prometí que conservaría su puesto, aunque tuviera que despedir a todos los demás.
Caía la noche; él encendió la lámpara de su escritorio y guardó silencio un momento.
—Con los otros no siento el menor remordimiento. Más o menos, todos tienen el mismo perfil. Son antiguos animadores que sentaron la cabeza en el momento adecuado, que se han tirado a todas las tías que han querido sin tener que mover un dedo, y que pensaban que convirtiéndose en gerentes podrían seguir tocándose las narices al sol hasta la jubilación. Pero ya ha pasado su momento. Peor para ellos.
Ahora necesito verdaderos profesionales.
Valérie cruzó las piernas y le miró sin decir palabra.
—¿Y tu cita con Italtrav?
—Oh, bien. Sin problemas. Ha entendido enseguida lo que quería decir «turismo con encanto», incluso ha intentado ligar conmigo… Eso es lo bueno de los italianos, por lo menos son previsibles… En fin, me ha prometido que va a meter los clubs en su catálogo, pero me ha dicho que no me haga demasiadas ilusiones: Italtrav es una gran empresa, sobre todo, porque reúne a muchas agencias de viajes especializadas, pero la marca en sí misma no tiene una identidad fuerte. De hecho, actúa un poco como un distribuidor: podemos sumarnos a la lista, pero lo de hacerse un nombre en el mercado es cosa nuestra.