Martinson asintió y, ya en la puerta, se dio media vuelta:
—¿Lo has dicho en serio eso de que hablarías con mi hijo?
—Por supuesto —aseguró Wallander—. Cuando todo esto haya terminado, contestaré a cuantas preguntas se le ocurran. Hasta le dejaré que se pruebe mi gorra del uniforme.
—Ah, pero ¿tú tienes una gorra? —inquirió Martinson incrédulo.
—Creo que tengo una, aunque, la verdad, no sé ni dónde está.
Wallander retomó la lectura de los informes pero, al rato, lo interrumpió el teléfono. Era la joven de la recepción; lo informó de que el correo de los carteros de provincias se clasificaba en la central de Ystad, que se encontraba en la calle Mejerigatan, detrás del hospital. Wallander tomó nota del número de teléfono y le dio las gracias. Acto seguido, marcó el número que le había facilitado la sustituta y, aunque aguardó un buen rato, nadie atendió la llamada. Consideró la posibilidad de dirigirse allí, pues tal vez sí hubiese alguien, y lo que pasaba, simplemente, era que no se molestaban en contestar al teléfono. Sin embargo, decidió dejarlo, pues necesitaba prepararse y reflexionar sobre lo que diría en la reunión.
Aquella tarde, Wallander acudió a la reunión del equipo de investigación con la sensación de que se produciría un enfrentamiento abierto entre él y el fiscal Thurnberg. A decir verdad, ignoraba lo que motivaba aquel presentimiento, ya que, tras el desgraciado encuentro que se produjo en Nybrostrand, Thurnberg no había hecho nada que pudiese molestar a Wallander. Por otro lado, ignoraba las consecuencias de la denuncia interpuesta contra él por Nils Hagroth. Pese a todo, el inspector no podía dejar de pensar que estaba abiertamente en guerra contra Thurnberg.
Una vez celebrada la reunión, Wallander comprendió su error. Thurnberg lo sorprendió prestándole su apoyo en un momento crítico, cuando el grupo empezó a dar muestras de desmoronamiento y vacilación. Comprendió que, o se había precipitado en su juicio, o había sido muy poco imparcial cuando se forjó su primera opinión acerca del fiscal. En efecto, tal vez había interpretado de forma totalmente errónea la arrogancia que había creído detectar en Thurnberg, y quizás ésta no fuese, en el fondo, más que una manifestación de su inseguridad.
Wallander abrió la reunión exponiendo lo que él consideraba como una línea de investigación firme. Así, les ordenó que se concentrasen en una sola cuestión: ¿quién estaba enterado de dónde y cuándo se tomarían las fotografías de la boda? Se lanzarían a averiguar eso, según sus palabras, con todas sus fuerzas, inmediatamente después de que finalizara la reunión. Cualquier otra interrogante quedaría relegada a un segundo plano, hasta nueva orden.
Un torrente de objeciones invadió la sala, en especial por parte de Hanson, quien opinaba que Wallander estaba exagerando las posibilidades que se abrirían si averiguaban lo que éste les pedía. Los padres de Werner, adujo, eran muy ancianos y a menudo les fallaba la memoria, por lo que muy bien podían haber oído los datos sobre el lugar y la hora sin ser conscientes de ello. Por otro lado, se quejó, tanto Malin Skander como Torbjörn Werner habían contado con bastantes amigos íntimos, como habían comprobado, y cabía la posibilidad de que alguno lo supiese. Según Hanson, Wallander podía tener razón, pero sería poco sensato poner todos los huevos en la misma cesta desde el principio.
Y fue precisamente en aquel punto de la protesta cuando Thurnberg tomó la palabra e intervino, si bien en términos muy escuetos y precisos, para señalar que, dado que la investigación se hallaba prácticamente estancada, Wallander tenía, a su juicio, toda la razón. Debían concentrarse en esa pregunta crucial: ¿quién, en los días anteriores a la boda, o incluso en las horas previas, sabía dónde y cuándo iban a tomarse las fotografías?
Dicho esto, Thurnberg volvió a refugiarse en su coraza; había puesto así punto final a toda discusión, pues, una vez que Wallander se hubo ganado el apoyo del fiscal, no quedó ya lugar para más críticas. Invirtieron el resto del tiempo en elaborar un plan y distribuir las distintas tareas, como, por ejemplo, quién hablaría con quién o en qué orden. Wallander decidió centrarse en la ayudante del fotógrafo, que, como ya sabían, aterrizaría en el aeropuerto de Sturup unas horas más tarde.
Acordaron que, en principio, volverían a reunirse aquella misma noche, a menos que obtuviesen algún dato decisivo durante las conversaciones que cada uno mantendría a lo largo de la tarde; en tal caso, adelantarían el encuentro.
Ultimados estos detalles, Wallander expuso su síntesis, en la que apenas se extendió.
—Es más que posible que estemos a punto de abrirnos paso a través del muro —comenzó—. Esperemos que así sea. Debo añadir que en esta investigación, se da una circunstancia de la que preferimos no hablar, pero que todos conocemos: este individuo puede atacar de nuevo hoy mismo, mañana, la semana que viene. No sabemos cuándo, de modo que también ignoramos de cuánto tiempo disponemos, si es que disponemos de alguno.
Acabada la reunión, cuando los miembros del grupo empezaban a dispersarse, Wallander pensó que debía cruzar unas palabras con Thurnberg, pero no lo hizo: no se le ocurría qué decirle.
Eran ya las cuatro y media y, poco más de dos horas después, la ayudante de Rolf Haag llegaría a Sturup. Wallander llamó por teléfono a Birch, pero no logró localizarlo.
Entonces decidió hacer algo que nunca había hecho con anterioridad. Cerró con llave la puerta de su despacho y se tumbó en el suelo, utilizando un viejo portafolios como almohada. Poco antes de caer vencido por el sueño, alguien llamó a la puerta, pero él no respondió, convencido de que necesitaba dormir un par de horas si quería seguir trabajando. Durante años y sin saber por qué, había tenido guardado en un cajón del escritorio un despertador de los antiguos, que ahora le sería de gran utilidad.
Una vez más, su padre fue el protagonista del sueño. Imágenes de su infancia en nerviosa sucesión. El olor a disolvente. Rápidos tránsitos de una época a otra. El viaje a Roma. De repente, en la Plaza de España, apareció Martinson, con el aspecto de un niño pequeño. Wallander lo llamaba, pero Martinson no lo oía. Después, cesaron las imágenes. Se interrumpió la ensoñación, sin dejar rastro.
Con gran esfuerzo, y un sonoro crujido producido por los huesos de la espalda, se incorporó del suelo. Abrió la puerta y, tambaleándose, se encaminó hacia los servicios. Nada detestaba tanto como aquel cansancio que lo paralizaba y lo abatía, que le provocaba náuseas y que, a medida que pasaban los años, le resultaba cada vez más difícil de sobrellevar. Se mojó la cabeza con agua fría y orinó procurando no mirar la imagen que, de su rostro, le devolvía el espejo.
A las seis y cuarto salió de Ystad camino a Sturup bajo un cielo aún despejado, acompañado de una suave brisa y a quince grados de temperatura. Apenas media hora más tarde ya había aparcado el coche delante del edificio amarillo del aeropuerto. Se encaminó a la terminal de llegadas, donde no tardó en descubrir al robusto Birch, que, con los brazos cruzados, aguardaba apoyado contra una pared. Al ver a Wallander, su serio semblante se quebró en una amplia sonrisa de sorpresa.
—¡Vaya! ¿Tú por aquí?
—He pensado que te iría bien un poco de compañía mientras esperas.
—El avión aterrizará a la hora prevista —informó Birch—, pero tenemos tiempo de tomarnos un café. —Ya en la cafetería, le comentó—: Me he pasado un buen rato con la cabeza hundida en bolsas llenas de papeles. Y vaya si había sobres. Pero me temo que no estaba el que tú buscabas.
—En fin, no se puede decir que esta investigación esté tocada por la suerte —se lamentó Wallander—. Eso habría sido demasiado.
Birch se comió una galleta y un bollo de crema con el café, mientras Wallander hacía un esfuerzo por abstenerse.
—Lo que sí hice fue llamar a uno de nuestros técnicos criminalistas —prosiguió Birch mientras pagaban—. Es un hombre imaginativo, vale mucho, y descubre muchas cosas en el escenario de un crimen. Se llama Håkan Tobiasson, ¿has oído hablar de él?
Wallander negó con un gesto.
—Bien, pues mantuve una larga charla con él. Lo cierto es que iba en barco y estaba pescando en el estrecho, pero se había llevado el móvil. Por cierto, que picaron dos veces mientras hablábamos, aunque olvidé preguntarle qué clase de peces capturó.
Ambos prestaron atención al oír los altavoces, pero resultó que anunciaban el retraso de un vuelo chárter procedente de Marbella.
—Håkan me aseguró que él conocía un sinnúmero de maneras de abrir un sobre —retomó Birch—. Que antes la gente lo hacía aplicando vapor en la zona unida por el pegamento, y que luego despegaba con agujas de croché. Pero que ahora los métodos son mucho más sofisticados. Afirmaba que podría, sin más, abrir cualquier sobre que le pusiese delante y que dudaba de que yo pudiese detectarlo después.
—Sí… Nos habría hecho falta tener ese sobre —comentó Wallander.
Birch se limpió la comisura de los labios mientras observaba a Wallander.
—La verdad, no alcanzo a comprender lo del sobre. Como tampoco sé exactamente por qué has venido. Me figuro que porque consideras que María Hjortberg es una persona clave en la investigación.
Wallander le refirió lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas; al acabar, anunciaron por los altavoces el aterrizaje del avión que esperaban y, minutos después, los pasajeros comenzaron a salir. Birch sorprendió a Wallander cuando sacó un bloc de dibujo que llevaba enrollado en el bolsillo de su chaqueta, lo desenrolló y arrancó una hoja en la que aparecía escrito a mano el nombre de María Hjortberg. El colega se colocó en el centro de la galería sosteniendo en alto el cartel mientras Wallander aguardaba algo apartado.
María Hjortberg era una mujer muy hermosa, de mirada intensa y cabello largo y de color castaño oscuro. Llevaba una mochila colgada al hombro. Wallander cayó en la cuenta de que, probablemente, ella ignorase que Rolf Haag estaba muerto. Vio que Birch ya había comenzado a explicárselo, mientras ella negaba con la cabeza, sin dar crédito a lo que oía. Birch la ayudó con la mochila, que constituía todo su equipaje, al tiempo que le presentaba a Wallander.
—¿Vendrá alguien a recogerte? —inquirió Birch.
—No, había pensado tomar el autobús.
—Bien, en ese caso te llevaremos nosotros. Por desgracia, hemos de mantener contigo una conversación que no podemos aplazar, ya sea en la comisaría o en el estudio.
—¿Es posible que sea cierto, que Rolf esté muerto? —preguntó la joven.
—Me temo que sí. Y lo lamento —confirmó Birch—. ¿Cuánto tiempo llevabas trabajando para él como ayudante?
—No mucho, desde abril.
«En ese casó, tal vez no sea tanto el dolor por su muerte», se consoló Wallander. «A menos que mantuviese otro tipo de relación con el fotógrafo».
La joven aseguró que prefería charlar en el estudio.
—Será mejor que vayáis en tu coche —advirtió Wallander—. Yo tengo que hacer algunas llamadas.
—Pues no es recomendable hablar por teléfono mientras se conduce —apostilló Birch.
Wallander había pensado llamar a Nyberg, pero, una vez en la carretera general en dirección a Malmö, decidió que sería mejor esperar. Lo más importante en aquellos momentos era lo que pudiese revelarles María Hjortberg.
Dos horas más tarde, Wallander sabía que María Hjortberg nada podía aportar a la investigación. Entre los fondos de papel y los trípodes para focos del estudio, ella les confesó que ni siquiera sabía que Rolf Haag tuviese un reportaje en Nybrostrand; que simplemente le había comentado que asistiría a una boda el sábado, pero ella había interpretado que acudiría en calidad de invitado. Por su parte, María se había marchado a Hudiksvall el viernes por la tarde, y el lunes los dos tenían previsto preparar el reportaje de la inauguración de una nueva sucursal bancaria en Trelleborg. Jamás había oído los nombres de Malin Skander ni de Torbjörn Werner y, cuando revisaron juntos la agenda en la que anotaban los trabajos programados, hallaron que la página correspondiente al sábado 17 de agosto estaba en blanco. La noche anterior, cuando Birch entró en el estudio gracias al llavero hallado en el bolsillo del pantalón de Rolf Haag, revisó toda la correspondencia y encontró la carta que ahora les mostraba, pero la joven aseguró que era la primera vez que la veía.
—Él abría todas las cartas personalmente —aclaró—. Yo le ayudaba en los reportajes y con el revelado. Eso era todo.
—¿Hay alguna otra persona que haya podido ver esta carta? —inquirió Wallander—. ¿Quién suele venir al estudio, aparte de vosotros dos? ¿Alguna mujer de la limpieza, un conserje?
—No, limpiábamos nosotros mismos y los clientes se quedaban en el estudio, nunca entraban en la oficina.
—En otras palabras, sólo Rolf y tú.
—Ni siquiera yo. Mi trabajo estaba en el estudio.
—¿Os han robado algo recientemente?
—No.
—He revisado las bolsas de basura llenas de papeles —intervino Birch—. Pero no he encontrado el sobre de esta carta.
—La retirada de basura se hace los lunes, y Rolf era muy exigente con la limpieza.
Wallander observó a Birch. No había motivo alguno para dudar de las palabras de la joven, y ambos comprendieron que aquel interrogatorio no los conduciría a ninguna parte.
—¿Sabes si Rolf tenia algún enemigo?
—¿Algún enemigo? ¿Cómo iba a tener ningún enemigo?
—¿Te dio la impresión de que estuviese nervioso o inquieto en las últimas semanas? ¿Se comportaba como solía?
—Sí, como siempre.
—¿Cómo era la relación entre vosotros?
Ella comprendió la intención de la pregunta, pero no pareció ofenderse.
—No había nada personal —aclaró—. Trabajábamos muy bien juntos. Yo aprendí mucho con él y espero poder dedicarme a esta profesión algún día.
—¿Quién era la persona más allegada a Rolf Haag? ¿Sabes si tenía novia?
—Era un hombre bastante solitario. Lo cierto es que no sé nada de su vida privada, pues él nunca hablaba de eso. Tampoco sé si tenía novia.
—Bien, inspeccionaremos su apartamento, pero, por ahora, no creo que saquemos nada en claro.
—¿Qué hago yo mañana? —quiso saber la joven—. Ahora que Rolf ha muerto…
Ni Wallander ni Birch supieron darle una respuesta. Birch se ofreció a llevarla a casa mientras Wallander se marchaba rumbo a Ystad. Ya en la calle, se despidieron.