Concluida la conversación, buscó a la enfermera que le había hecho la prueba del nivel de glucemia y le pidió el nombre y el número de teléfono particular del médico. Además, aprovechó la ocasión para preguntarle qué impresión le había causado Isa Edengren.
—A veces, las personas que intentan suicidarse dan muestras de gran fortaleza —explicó la enfermera—. Por supuesto, otras se caracterizan por lo contrario; pero a mí me dio la impresión de que Isa Edengren pertenece al primer grupo.
Le preguntó si había algún lugar donde pudiese conseguir un café y ella le indicó que había una máquina en la planta baja del hospital. Wallander llamó a casa del médico. Primero respondió un niño pequeño, luego oyó la voz de una mujer y, finalmente, pudo hablar con el doctor.
—Cuando llegué, no caí en la cuenta, la verdad. Hemos de contarle a la joven lo ocurrido si no queremos que se entere mañana por vías que no podemos controlar bien. La cuestión es cómo va a reaccionar.
El médico comprendió la situación y prometió que iría. Wallander se lanzó a la búsqueda de la máquina de café. Cuando la encontró, se dio cuenta de que, como era de esperar, no tenía monedas en el bolsillo, sólo billetes. Entonces vio a un hombre mayor que se arrastraba torpemente tras un andador. Cuando Wallander, algo apocado, le preguntó si tenía cambio, el hombre meneó la cabeza y le dio las monedas que necesitaba. Wallander permaneció frente a él, tendiéndole el billete.
—Voy a morir muy pronto —le dijo el hombre—. Más o menos dentro de tres semanas. ¿Para qué quiero yo el dinero?
El anciano siguió hacia delante, como tirando de sí mismo. A Wallander le había dado la impresión de que el hombre estaba de un humor excelente. Siguió sus torpes movimientos lleno de admiración. Después se dispuso a sacar un café, pero se equivocó de botón, con lo que la máquina le sirvió un café con leche, que sólo tomaba en contadas ocasiones. Regresó con la taza a la planta donde se encontraba Isa Edengren. Ann-Britt Höglund acababa de llegar, pálida y ojerosa, y le comunicó que no habían descubierto ninguna pista decisiva que ayudase en la investigación. Él advirtió en el tono de su voz un profundo cansancio. «Todos estamos cansados», reflexionó, «agotados, antes de haber empezado siquiera a sondear las profundidades de la pesadilla en la que nos hemos sumido».
Le contó a Ann-Britt su conversación con Isa Edengren. Ella quedó atónita cuando supo que había una cinta con la voz de Svedberg. Wallander no le ocultó la única conclusión lógica a la que lo había abocado la entrevista con la joven: que Svedberg sabía —o, al menos, sospechaba— que los tres jóvenes no habían salido de viaje.
—¿Cómo podía saberlo? —inquirió Ann-Britt Höglund—. Imposible, a menos que hubiese tenido una relación muy estrecha con lo ocurrido.
—Una cosa está clara —concluyó Wallander—. De un modo u otro, Svedberg, por así decirlo, se encontraba en los aledaños de los acontecimientos. Sin embargo, no estaba al corriente de todos los detalles, pues, en caso contrario, no se habría visto en la necesidad de ir haciendo preguntas.
—Sea como sea, eso indica que no fue Svedberg quien los mató —señaló ella—. Aunque tampoco creo que nadie sospechara eso en serio….
—Lo cierto es que a mí sí se me pasó la idea por la cabeza —reconoció Wallander—. Pero, ahora la situación ha cambiado radicalmente. Además, estoy convencido de que podemos ir aún más lejos en nuestras conclusiones. Svedberg empezó a hacer preguntas tan sólo unos días después de San Juan, preguntas que indican que sabía algo. La cuestión es qué…
—Tal vez que estaban muertos.
—No necesariamente. Él sabía lo mismo que nosotros…, hasta que los encontramos muertos.
—Pero ¿sospechaba algo?
—He ahí el nudo de la cuestión. De ese modo llegamos a la pregunta más importante. ¿De dónde procedía ese presentimiento suyo? ¿O su miedo? ¿O su sospecha?
—Quizás él supiera algo que nosotros ignoramos.
—Desde luego, algo suscitó en él ciertas sospechas o, al menos, una vaga suposición. Nunca sabremos qué era. Pero, curiosamente, no quiso compartir con nosotros esa información, sino que prefirió comprobarla por sí mismo. Se fue de vacaciones y, exhaustivo e infatigable, inició su propia investigación.
—Así pues, la cuestión es qué sabía él.
—Ése, y no otro, es el punto que estamos buscando.
—Sin embargo, eso no explica por qué lo mataron.
—Ni por qué nos ocultó esa información.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Por qué se oculta una información?
—Porque uno no quiere que se sepa. O para no descubrirse uno mismo.
—Puede que exista un eslabón intermedio.
—Sí, ya lo he pensado. Que haya una o varias personas entre Svedberg y los sucesos que nos ocupan.
—¿Una mujer llamada Louise?
—Es posible. Pero, por ahora, no lo sabemos.
Se oyó una puerta al fondo del pasillo. Llegaba el médico y, con él, la hora de la verdad. Isa Edengren seguía sentada cuando Wallander entró.
—Hay algo que tengo que comunicarte —le reveló una vez que se hubo sentado junto a ella—. Algo que no te será fácil digerir. Por eso quisiera que tanto el médico que ha estado cuidándote como una colega mía que se llama Ann-Britt Höglund estuviesen presentes.
Notó que la joven empezaba a amedrentarse, pero él ya no podía echarse atrás. Los otros dos entraron y Wallander le reveló la verdad: habían encontrado a sus amigos, pero estaban muertos. Alguien los había asesinado.
Wallander sabía que la reacción podía producirse de inmediato, o demorarse un tiempo, nadie podía prever cuánto.
—Queríamos decírtelo cuanto antes, para que no tuvieses que enterarte por los periódicos.
La muchacha no parecía reaccionar.
—Tal vez no sea el momento más oportuno, pero hay una pregunta que no puedo dejar de formularte. ¿Tienes idea de quién pudo hacer tal cosa?
—No. —Fue apenas un hilo de voz, pero la respuesta sonó clara. Wallander prosiguió.
—¿Alguien más sabía dónde ibais a celebrar vuestra fiesta?
—Nunca se hablaba de eso con nadie que no fuese a participar.
Al inspector le dio la impresión de que la joven parecía estar repitiendo una regla. Sí, quizás había hecho precisamente eso: reproducir los términos de una norma que, al parecer, había regido en el grupo.
—Así que nadie más que tú lo sabía.
—Nadie.
—Tú no acudiste, puesto que caíste enferma. Pero sí lo sabías, ¿no es así?
—Sí, iba a ser en el parque natural.
—¿Y pensabais disfrazaros?
—Sí.
—¿Ese detalle tampoco lo conocía nadie? ¿Todo lo preparabais en secreto?
—Sí.
—¿Por qué tenía que ser un secreto?
Ella no contestó. «Así que he vuelto a pisar terreno prohibido», detectó Wallander. «Y cuando eso ocurre, simplemente, no contesta.» embargo, él sabía que la muchacha tenía razón, que nadie sabía de iban a celebrar su fiesta.
Ya no tenía más preguntas que formular.
—Bien, vamos a dejarte ya. Si se te ocurre algo más, el personal del hospital sabe dónde puedes localizarme. También quiero que sepas que he hablado con tu madre.
La joven se estremeció y, de repente, empezó a chillar:
—¿Y eso por qué? ¿Qué tiene ella que ver conmigo?
Wallander se sintió muy incómodo.
—No tenía otra opción. Te había encontrado inconsciente. En esos casos, mi obligación es ponerme en contacto con los familiares.
Pareció que la joven iba a decir algo más, tal vez a protestar, pero luego se arrepintió y se echó a llorar. El médico les hizo una seña a Wallander y a Ann-Britt indicándoles que salieran. Ya en el pasillo y con la puerta cerrada, Wallander notó que estaba empapado en sudor.
—Cada vez me cuesta más trabajo —comentó—. Apenas si soy capaz de hacerlo.
Abandonaron el hospital. Hacía una noche cálida. Wallander le devolvió a Ann-Britt las llaves de su coche.
—¿Has comido algo? —inquirió ella.
Él negó con la cabeza.
Ann-Britt puso rumbo al puesto de salchichas de la calle Malmövägen, donde Wallander ya había comido en alguna que otra ocasión. Aguardaron armados de paciencia y en silencio hasta que los últimos miembros de un equipo deportivo de Vadstena hubieron terminado de hacer sus pedidos. Cuando entraron en el coche y empezaron a comer, Wallander se dio cuenta de que, por un lado, estaba hambriento, pero por otro no podía probar bocado.
Después, se quedaron hablando en el coche.
—Mañana todo será de dominio público —comentó Ann-Britt—. ¿Qué ocurrirá entonces?
—En el mejor de los casos, obtendremos información de utilidad. En el peor, nos tacharán de inútiles.
—¿Estás pensando en Eva Hillström? —le preguntó ella.
—Ya ni sé en qué estoy pensando. Pero hay cuatro personas muertas, por disparos efectuados con dos armas muy diferentes.
—¿Qué te sugiere eso? ¿Qué tipo de persona hemos de buscar?
Wallander meditó un instante antes de contestar.
—Ser capaz de matar a un semejante implica siempre una especie de locura —sentenció—, pérdida de control. Sin embargo, en este caso hay también un componente de premeditación. Se me antoja que, posiblemente, uno dude un poco más cuando se trata de matar a un policía. Por otro lado, no dejo de pensar en lo que acaba de decirnos Isa Edengren, que nadie más sabía dónde iban a celebrar la fiesta. Pero está claro que alguien lo sabía. Me niego a creer que se tratase de una casualidad.
—Es decir, que buscamos a alguien que sabía que aquellos jóvenes iban a celebrar una fiesta secreta.
—Eso es. Y Svedberg se figuraba quién podía ser ese alguien —añadió Wallander.
Se agotó el tema de conversación. «Esto no es lógico. Aquí hay un dato decisivo que estamos pasando por alto y que no soy capaz de detectar».
—Mañana es lunes —le recordó ella—. Eso significa que publicarán la foto de Louise. Y esperemos que también nos lleguen informes de la unidad forense de Lund, e incluso alguna información de la gente…
—Soy demasiado impaciente —la interrumpió Wallander—. Ése es mi mayor defecto, y, además, noto que se agrava con los años.
Llegaron a la comisaría pasadas las diez de la noche y a Wallander le sorprendió no ver a un solo periodista; estaba convencido de que la noticia del descubrimiento de los jóvenes asesinados ya habría salido a la luz. Se quitó la chaqueta, la dejó en su despacho, y se dirigió al comedor, lleno de agentes que, cansados y taciturnos, se inclinaban sobre sus tazas de café y unas pizzas a medio comer. Pensó que debería dirigirles unas palabras de aliento, pero ¿cómo levantar los ánimos de quienes acababan de ver a tres jóvenes asesinados a tiros sobre un mantel azul en un paisaje estival? Y, por si fuera poco, con el asesinato de uno de sus colegas como telón de fondo.
Wallander no dijo nada. Simplemente hizo un gesto con la cabeza, como haciéndoles saber que estaba allí.
Hanson lo miró con los ojos velados por el cansancio.
—¿Cuándo nos sentamos a trabajar?
Wallander echó un vistazo a su reloj.
—Hacia las once. ¿Dónde está Martinson?
—Llegará de un momento a otro.
—¿Y Lisa?
—Está en su despacho. Creo que pasó un mal trago en Lund, con los padres de todos los jóvenes. Una pareja tras otra tuvo que entrar a identificar a su hijo. Aunque creo que Eva Hillström acudió sola.
Wallander lo escuchó sin pronunciar palabra y se fue directamente al despacho de Lisa Holgersson, que tenía la puerta entreabierta, por lo que pudo verla sentada y del todo inmóvil tras su escritorio. Parecía tener los ojos empañados. Dio unos toquecitos en la puerta y empezó a empujarla, hasta que ella le indicó que entrase.
—¿No te habrás arrepentido de haber ido a Lund tú sola?
—No hay nada de lo que arrepentirse. Aunque fue tan espantoso como me habías advertido. No hay palabras para unos padres que, de pronto, un buen día de agosto, han de identificar a sus hijos muertos. Los técnicos que prepararon los cadáveres habían hecho un buen trabajo, pero era imposible ocultar que llevaban muertos bastante tiempo.
—Hanson dijo que Eva Hillström acudió sola.
—Así es. Además, fue la que mejor supo dominarse. Seguramente porque ya se lo esperaba.
—Acabará acusándonos, tal vez con razón, de no haber hecho nada.
—¿De verdad crees que ella tiene razón?
—No, pero no sé hasta qué punto puede tener valor mi opinión. Si hubiésemos contado con más personal, o si no hubiese ocurrido en periodo de vacaciones, todo habría sido diferente. Siempre encontramos una justificación, pero, al final, lo que cuenta es que uno se halla con una madre sola que ve como sus peores sospechas se confirman.
—Yo pensaba preguntarte si te parece oportuno que pidamos refuerzos. Ayuda externa, vamos. Y tan pronto como sea posible.
Wallander estaba demasiado cansado para discutir. Sin embargo, en el fondo, no estaba de acuerdo con ella. Siempre ocurría lo mismo: todos albergaban la esperanza de que, si aumentaba el número de agentes, se conseguiría el objetivo con mayor rapidez. No obstante, la experiencia le había demostrado lo contrario: un grupo reducido pero compacto actuaba con mayor diligencia y eficacia.
—¿Tú qué opinas? —insistió ella.
Wallander se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que pienso, pero si quieres pedir refuerzos, no me opondré.
—Yo creo que deberíamos sacar el tema a colación esta misma noche.
—Estamos demasiado cansados —replicó Wallander—. Nadie opinará con sensatez. Mejor esperamos a mañana.
Eran ya casi las once. Wallander se levantó y se dirigieron juntos a la sala de reuniones. Por el pasillo se toparon con Martinson, que tenía los pantalones llenos de barro.
—¿Qué ha ocurrido? —se extrañó Wallander.
—Intenté tomar un atajo en el parque —explicó apesadumbrado el policía—, y sin querer metí la pierna en un charco. Pero tengo otro par de pantalones en el despacho. Voy enseguida.
Wallander entró en los servicios a beber agua. Vio su imagen reflejada en el espejo; apartó la vista.
A las once y diez minutos cerraron la puerta. La silla de Svedberg seguía vacía. Nyberg acababa de llegar del lugar del crimen. Wallander lo interrogó con la mirada, y Nyberg negó con la cabeza: no habían descubierto nada de interés.
Wallander empezó relatando su visita al hospital. Se había acordado de llevarse el casete y el reproductor. Al escucharse la voz de Svedberg, un intenso malestar cundió en toda la sala. Sin embargo, cuando Wallander, muy concentrado, les expuso sus conclusiones, notó que el cansancio se disipaba por un instante. Svedberg sabía algo. Y había que averiguar si ése fue el motivo por el que lo asesinaron.