Pisando los talones (64 page)

Read Pisando los talones Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
4.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todos estaban ya sentados, de modo que él parecía un alumno rezagado, o un profesor impuntual. Thurnberg se retocaba el impecable nudo de la corbata mientras Lisa Holgersson lucía su nerviosa e intermitente sonrisa. El resto de sus colegas lo recibieron de la única manera en que podían hacerlo a aquellas alturas: con el agotamiento relejado en sus rostros.

Wallander tomó asiento y les expuso lo ocurrido sin rodeos. Había tenido al asesino a un palmo de distancia, pero lo había dejado escapar. Con calma y objetividad, los guió por el devenir de los acontecimientos más recientes, a partir del momento en que se encontró con Birch y María Hjortberg, y les contó cómo había recibido la inesperada llamada telefónica de Lone Kjær, cómo había decidido emprender un viaje rápido a Copenhague, su visita al bar de una de las calles aledañas a la estación de Hovedbangården, donde se encontró con Louise, que estaba allí sentada ante una copa de vino, cómo ella le había sonreído y había accedido gustosa a hablar con él…, no sin antes ir a los servicios, claro.

—Y allí se quitó la peluca —concluyó—. Por cierto, idéntica a la que lleva en la fotografía. Y se limpió el maquillaje. Dado que se trata de una mujer o, más exactamente, de un hombre muy meticuloso en sus planes, es de suponer que estuviese preparado por si lo descubrían, de modo que sin duda llevaba alguna crema con la que desmaquillarse sin dificultad. Puesto que yo esperaba a una mujer, no vi cuándo abandonó el bar.

—¿Y la ropa? —quiso saber Ann-Britt Höglund.

—Llevaba un traje de chaqueta y pantalón —repuso Wallander—. Y zapatos bajos. Si hubiese prestado más atención a su indumentaria y a su aspecto, es posible que hubiese llegado a sospechar que podía tratarse de un hombre. Pero allí, ante la barra del bar…

No hubo más preguntas.

—Yo no albergo la menor duda —prosiguió Wallander al comprender que aquel silencio no era fruto de la reflexión—. Él es el hombre al que buscamos. De no ser así, ¿por qué se marchó? ¿Por qué se dio a la fuga?

—¿Y no se te ocurrió la posibilidad de que hubiese vuelto a Malmö en el mismo barco que tú? —inquirió Hanson.

—Sí lo pensé, pero demasiado tarde —confesó Wallander.

«Deberían echármelo en cara», se dijo, «al igual que tantos otros fallos de esta investigación. En realidad, supe que llevaba peluca la primera vez que tuve la fotografía en mi mano. Pero no reaccioné. De haberlo hecho, todo habría sido muy distinto. Ella era a quien buscábamos, a la misteriosa Louise, que resultó ser un hombre. Todas las demás pistas podrían haber esperado. Sin embargo, no supe verlo, como si no hubiese tenido fuerzas para admitir lo que había descubierto desde un principio».

Antes de proseguir, se sirvió agua mineral en un vaso.

—He recibido una carta de Mats Ekholm —anunció—. Lo recordáis, ¿no es cierto? Es el psicólogo que, hace unos años, nos ayudó a atrapar al chico que le cortaba la cabellera a sus víctimas. Por propia iniciativa, me ha hecho llegar sus conclusiones, y entre ellas señala la posibilidad de que este individuo ataque de nuevo. Puesto que no sabemos dónde o cómo buscarlo, hemos de dar por sentado que puede hacerlo en cualquier momento, de lo que se deduce que no tenemos tiempo que perder.

—¿En algún otro momento de la investigación os topasteis con el hombre de la peluca? —inquirió uno de los policías de Malmö.

—Ésa es una de las principales cuestiones que hemos de estudiar. Debemos revisar a la luz de los nuevos datos todo el material de que disponemos.

—La fotografía —les recordó Martinson—. Podemos manipular la imagen en el ordenador y eliminar la peluca hasta obtener el rostro de un hombre.

—Sí, y eso es lo más importante —advirtió Wallander—. Empezaremos con ello en cuanto acabemos la reunión. Una, peluca y un buen maquillaje pueden modificar un rostro, pero no transformarlo por completo.

Wallander percibió que sus colegas recobraban las energías. No tenía ninguna intención de prolongar la reunión más de lo necesario, de modo que iba a darla por finalizada cuando Lisa Holgersson alzó la mano.

—Sólo quería recordaron un detalle que, por supuesto, todos conocemos: el entierro de Svedberg se celebrará mañana a las dos de la tarde. Dado el estado de la investigación, pospondremos el minuto de silencio que teníamos previsto mantener en la comisaría tras el sepelio.

Nadie tenía nada que añadir, apremiados como estaban por entregarse a sus respectivas tareas.

Wallander se encaminó a su despacho para recoger la chaqueta. Tenía pendiente una visita importante que no podía esperar. En efecto, deseaba poner a prueba una teoría y seguir una pista que, con toda probabilidad, no le llevaría a ningún lado. No obstante, y ante la duda, debía seguirla: no se perdonaría nunca la negligencia si, pese a todo, resultase certera. Por otro lado, no le llevaría mucho tiempo, apenas una hora. Curiosamente, creía poder disponer de esos sesenta minutos.

Estaba a punto de abandonar el despacho cuando apareció Thurnberg.

—¿Contamos con los recursos necesarios para retocar la fotografía? —preguntó.

—Martinson es el experto en ese tema —aclaró Wallander—. Si él tuviera la menor duda acerca de su propia capacidad o de los medios técnicos de que disponemos, estoy seguro de que sabrá a quién recurrir.

Thurnberg asintió.

—Lo suponía. Sólo quería cerciorarme.

Wallander notó que Thurnberg tenía algo más que decir.

—No creo que debas culparte por el hecho de que el asesino se deshiciese de su disfraz y escapase. Habría sido demasiado pedir que tú o cualquier otro hubiese previsto que ocurriría eso.

Wallander percibió que Thurnberg se lo decía con sinceridad, por lo que se preguntó si debería interpretar sus palabras como un intento de acercarse a él. Finalmente, optó por esta posibilidad.

—Estoy más que dispuesto a prestar oídos a cualquier opinión —declaró—. En esta investigación no hay ni un solo aspecto que pueda calificarse de simple.

—Te prometo que iré a buscarte cuando tenga algo con lo que contribuir —aseguró Thurnberg.

Concluida la conversación, Wallander salió de la comisaría a toda prisa. Dudó un instante si no sería oportuno tomar el coche, pero, finalmente, se decidió por ir a pie, pues no se trataba más que de bajar la calle que conducía hasta el centro, y, por otro lado, el mantenerse en movimiento parecía el único modo de combatir el sueño.

Le llevó diez minutos ganar el edificio rojo de la central de Correos. Junto a uno de los muelles de carga, había varios coches amarillos de Correos cuyos operarios se entregaban a la tarea de cargar sacas. Era la primera vez que Wallander entraba en la central. Localizó la entrada. Estaba cerrada, pero llamó al timbre y le abrieron.

El hombre que lo recibió era el encargado. Era joven, apenas rondaría la treintena, y se llamaba Kjell Albinsson. A Wallander le inspiró confianza de inmediato.

Albinsson lo condujo a un despacho en cuyo interior zumbaba un ventilador colocado sobre un armario que había junto a la pared.

Wallander sacó lápiz y papel, al tiempo que se preguntaba cómo empezar su interrogatorio. «¿Con qué frecuencia se da el caso de que un cartero de provincias lea el correo ajeno?», bromeó para sí.

A todas luces, no podía formular esa pregunta. Todos los empleados de Correos se lo tomarían como un insulto, se dijo pensando en Westin, a quien semejante pregunta habría disgustado sobremanera.

De modo que decidió comenzar desde el principio.

Eran ya las once menos diecisiete minutos del lunes 19 de agosto.

30

En el despacho de Albinsson había un mapa fijado a la pared. Wallander había comenzado por el mapa, interesándose por el modo en que estaban distribuidos los distritos de los diversos carteros de provincias. Albinsson le preguntó a su vez por qué la policía mostraba curiosidad por ese dato, a lo que Wallander estuvo a punto de responder con la verdad, que sospechaba que uno de los carteros de la región de Ystad se dedicaba a matar gente, además de a repartir el correo. Sin embargo, no se le ocultaba que esa afirmación no sólo sería inexacta, sino, decididamente, errónea. De hecho, no disponían de ningún dato que les permitiese afirmar que el hombre que Louise había resultado ser trabajase para Correos. Al contrario, todo parecía contradecir tal suposición. Por ejemplo, el hecho de que los carteros comenzaran su trabajo a hora bastante temprana, con lo que no les resultaría nada fácil pasar las noches en los bares del centro de Copenhague o, al menos, no los días laborables. De ahí que, en lugar de ofrecer esa respuesta, contestara que aquello ni siquiera guardaba relación con el asesinato de Svedberg o con el de los jóvenes de Hagestad y Nybrostrand. En cualquier caso, lo dijo en tono tan terminante que Albinsson comprendió enseguida que no obtendría más aclaraciones.

Albinsson le fue dando con fervor profesional la información requerida, sin dejar de señalar las zonas en el mapa, mientras Wallander estampaba alguna que otra anotación en su bloc escolar.

—¿Cuántos carteros de provincias hay en Correos? —quiso saber Wallander una vez que Albinsson hubo terminado con el mapa y se hubo sentado de nuevo.

—Tenemos ocho carteros.

—¿Y sería posible obtener una lista con sus nombres? Además de una fotografía.

—Correos ha realizado una campaña publicitaria agresiva y muy comercial, de modo que disponemos de un folleto informativo en color sobre nuestros carteros de provincias y su trabajo.

Dicho esto, Albinsson salió del despacho. El inspector pensó que esta vez había tenido suerte, pues, con las fotografías de los carteros podría confirmar de inmediato sus sospechas de que el hombre de Copenhague no trabajaba en Correos.

Por otro lado, en lo más profundo de su ser albergaba la esperanza de que uno de aquellos ocho carteros fuese el asesino: de ese modo, lo identificarían en un santiamén.

Albinsson regresó con el folleto, y Wallander, murmurando maldiciones, se puso a buscar afanosamente sus gafas.

—Tal vez te sirvan las mías —sugirió Albinsson—. ¿Qué graduación tienes tú?

—No estoy seguro, diez y medio o algo así.

Albinsson lo miró inquisitivo.

—De ser así, estarías ciego —aseguró—. Supongo que quieres decir una y media, y yo tengo dos, de modo que funcionará.

Wallander se encajó las gafas sobre la nariz y comprobó que veía más o menos bien. Se trataba de un folleto muy lujoso, lo que lo llevó a preguntarse si no sería ésa la causa de que el precio del franqueo no cesara de encarecerse. Aunque también le vino a la memoria el comentario que le hizo Westin durante la travesía a Bärnsö, cuando auguró que, en el plazo de pocos años, el correo electrónico se habría adueñado de cerca de la mitad del correo que aún se enviaba por la vía ordinaria. ¿Y qué haría Correos entonces? Ni Westin ni Wallander conocían la respuesta, pero el inspector consideró la posibilidad de que aquel folleto no tuviese otra utilidad que la de proporcionarle a él, en aquel preciso momento, una ayuda inestimable.

El folleto, en forma de tríptico, mostraba a los ocho carteros, cuatro hombres y cuatro mujeres. Wallander examinó sus rostros, pero ninguno de ellos mostraba la menor semejanza con Louise. Por un instante, dudó ante las facciones de un hombre llamado Lars-Göran Berg, pero enseguida lo descartó. Se concentró después en los rostros de las mujeres, y entre ellas reconoció a la que, durante años, le había llevado el correo a su padre, en Löderup.

—¿Puedo quedarme con el folleto? —inquirió.

—Claro. Si quieres, puedes llevarte varios.

—Con uno es más que suficiente, gracias.

—¿Has sacado algo en claro?

—No mucho. Pero tengo algunas preguntas más que hacer. Si no me equivoco, el correo se clasifica aquí, pero ¿quién hace ese trabajo de clasificación? ¿Los propios carteros?

—Pues claro.

—Es decir, que ellos son los únicos encargados de las provincias.

—Bueno, aparte de mí y de otro hombre, Sune Boman, que, por cierto, se encuentra aquí ahora. Si quieres verlo, puedo ir a buscarlo. Wallander quería saber, claro está, si Boman podía ser la persona que buscaba; pero, por otro lado, se preguntaba qué ocurriría si resultase ser el hombre que él había visto la noche anterior disfrazado de mujer.

—Sí, claro, vayamos a hacerle una visita.

Así pues, se dirigieron a la sala en la que se clasificaba el correo, donde hallaron a un hombre que se inclinaba sobre una saca de correo que acababa de anudar. Sin embargo, Wallander concluyó de inmediato, antes de acercarse, que no podía ser él, ya que Sune Boman pesaba, sin lugar a dudas, más de cien kilos, además de medir cerca de dos metros de estatura. Wallander lo saludó y Boman le dirigió una mirada seria.

—¿A qué esperáis para atrapar a ese loco?

—Estamos en ello —repuso Wallander.

—Tendríais que haberlo pillado hace ya tiempo.

—Por desgracia, las cosas no siempre salen como sería de desear.

Wallander y Albinsson regresaron al despacho.

—A veces resulta difícil de tratar —lo excusó Albinsson.

—¿Y quién no? —contemporizó Wallander—. Además, tiene razón. A todos nos gustaría que ese criminal estuviese ya a buen recaudo.

Wallander tomó asiento, tratando de decidir si seguía interrogando a Albinsson o daba por terminada la entrevista. No había hallado la solución en la central de Correos y, si era sincero, debía admitir que no había contado con aquella posibilidad.

Le devolvió las gafas a Albinsson, antes de añadir:

—Bien, creo que eso es todo, de modo que no te molestaré más, a menos que haya más personas que trabajen aquí.

—Bueno, claro, están los conductores —recordó Albinsson—. Pero ellos sólo se encargan de las sacas ya preparadas, así como de vaciar los buzones, y no participan en la clasificación ni en el reparto del correo.

—No tendrás un folleto de ellos también, ¿verdad?

—Por desgracia, no.

Wallander se puso de pie, pues ya no tenía más preguntas que hacer.

—¿Qué intentas averiguar, si puede saberse? —inquirió Albinsson.

—Como te dije, son simples preguntas de rutina.

Albinsson negó con un gesto.

—Puede que logres engañar a otros con esa respuesta, pero no a mí ¿Por qué habría de ir formulando preguntas de rutina el primer inspector de policía de la ciudad? Y justo cuando estáis investigando el asesinato de uno de vuestros colegas, además del de un grupo de jóvenes y de una pareja de recién casados. Tu presencia aquí está relacionada, de uno u otro modo, con esos asesinatos.

Other books

Busted by Karin Slaughter
The Fallen Legacies by Pittacus Lore
The Wench is Dead by Colin Dexter
End of the Race by Laurie Halse Anderson
Robin Schone by Gabriel's Woman
Bared by the Billionaire by Kallista Dane
Uncle Ed's Lap by Parker Ford
Pure Blooded by Amanda Carlson
Accepting His Terms by Isabella Kole