Cerró los ojos para descansar la vista.
Casi en el acto, cayó vencido por el sueño.
Despertó sobresaltado, sin una clara conciencia de dónde se encontraba. En algún momento, mientras dormía, había bajado los pies de la mesa, pues lo que lo había despertado fue un tirón en la pantorrilla. Eran las cuatro menos diez, por lo que había estado durmiendo durante una hora, más o menos. Le dolía todo el cuerpo, y permaneció allí, inmóvil y con la mente en blanco, un buen rato. Después, tras buscar infructuosamente un cepillo de dientes en alguno de los cajones de su escritorio, se encaminó a los servicios, donde se refrescó la cara.
Todavía indeciso, le cruzó la mente la idea de irse a descansar; al menos unas horas de sueño le sentarían bien. Además, necesitaba darse un baño y cambiarse de ropa. Finalmente, aunque no muy convencido, abandonó la comisaría.
Una suave brisa cálida lo acompañó mientras caminaba por la ciudad desierta. Una vez en la calle Mariagatan, decidió que el sueño podía esperar. Eran las cuatro de la madrugada, con lo que, una hora más tarde, podría ya ir a visitar a Bror Sundelius, pues el ex director de banco había sido muy claro al referirse a sus hábitos matinales: a las cinco de la mañana solía estar levantado y vestido. Wallander no había dejado de considerar la posibilidad de que, si llegaban a dilucidar qué relación había entre la denuncia de Stig ante la comisión de justicia, Svedberg y Bror Sundelius, tal vez vislumbrarían por fin el secreto de Svedberg.
Y aquella decisión lo condujo a otra: se sentó al volante y se puso en marcha hacia Nybrostrand, donde, según suponía, pues eran las cuatro de la mañana, nadie lo importunaría. Tan sólo los policías que montaban la guardia en el lugar de los hechos estarían allí, y sabía que, si se encontraba solo en el escenario de un crimen, cabía la posibilidad de que descubriese nuevos detalles que antes le habían pasado inadvertidos.
Escasos minutos después, llegaba a Nybrostrand, donde, tal y como él había sospechado, reinaba la calma en torno a los cordones policiales. En el interior del coche patrulla aparcado en la playa, un agente dormitaba ante el volante mientras el compañero fumaba un cigarrillo apoyado contra la puerta delantera. Cuando Wallander se acercó y lo saludó, cayó en la cuenta de que se trataba del mismo policía que, noches antes, había estado de guardia a la entrada del parque natural. Aquella investigación estaba llena de detalles recurrentes.
—¿Todo bien? —inquirió.
—Todo bien, aunque los curiosos han estado merodeando por aquí hasta hace poco. La verdad, no acabo de explicarme qué esperan ver.
—Yo creo que más bien los atrae el saberse en las cercanías de la crueldad, con la tranquilidad de que no es uno mismo el afectado, claro —apuntó Wallander.
Dicho esto, saltó por encima del cordón y se encaminó hacia el lugar del crimen. Un foco solitario iluminaba la hierba pisoteada de las dunas. Wallander se colocó en el lugar en el que él creía que el fotógrafo se había situado, antes de darse la vuelta despacio y dirigirse a aquel otro donde el asesino había practicado el hoyo, que ahora aparecía acordonado y cubierto.
«El hombre que estuvo aquí sentado en su toalla de rayas lo sabía todo», resolvió. «Es decir, no se trata simplemente de que esté bien informado, sino que conoce hasta el más mínimo detalle de lo que va a ocurrir, como si hubiese participado en los preparativos de todo».
¿Era aquello posible? Wallander consideró la posibilidad de que Rolf Haag tuviese un ayudante que, sin duda, estaría al corriente de dónde se tomarían las fotos de los novios. Pero ¿cómo habría podido conocer ese supuesto ayudante los detalles de la fiesta que pretendían celebrar los jóvenes en el parque? ¿Cómo había llegado a conocer la isla de Bärnsö? ¿Y cuál había sido su relación con Svedberg?
Wallander dejó la idea en ese punto, aunque sin apartarla del todo de su mente. Regresó a las dunas e intentó imaginarse un móvil: personas jóvenes y disfrazadas, a excepción de Svedberg, claro. Pero aquella salvedad podía tener una explicación. En efecto, cabía la posibilidad de que Svedberg no fuese una víctima auténtica, de que su muerte no hubiese entrado en los planes del asesino, sino que quizá se produjo porque se había acercado más de lo conveniente o porque había transgredido un límite invisible.
De pronto, concluyó, sin temor a equivocarse, que también podían descartar al fotógrafo Rolf Haag, que también él se había interpuesto en el camino, de modo que no quedaban más que seis personas jóvenes, todas ellas disfrazadas y ebrias de esa felicidad que conlleva cualquier celebración. Recordó también las palabras de Nyberg: «A este demente no le gustan las personas felices». Hasta ahí, todo coincidía, habían detectado un rasgo común, pero insuficiente y demasiado superficial.
Regresó hasta el coche patrulla, donde el policía seguía fumando.
—Le he dado vueltas a lo que hemos hablado —comentó el agente al tiempo que pisaba la colilla sobre otras que ya se amontonaban en el mismo lugar—. Ya sabes, lo de los curiosos que vienen a fisgonear. En el fondo, de no haber sido yo policía, supongo que yo también habría estado de ese lado del cordón.
—Sin duda —convino Wallander.
—Cuando los observas, te das cuenta de que más de uno tiene un aspecto bastante curioso. Algunos fingen no estar interesados, ¿sabes?, aunque luego se pasen horas mirando. Uno de los últimos en marcharse esta noche fue una mujer. Apuesto a que ya estaba aquí cuando yo llegué al cambio de guardia.
Wallander escuchaba con cierta indiferencia; sólo esperaba que diesen las cinco para ir a ver a Sundelius.
—Al principio su cara me resultó familiar —siguió el agente—, como si la hubiese visto antes, pero luego me di cuenta de que estaba equivocado.
Las palabras penetraron despacio en la conciencia de Wallander, que terminó mirando inquisitivo al policía.
—¿Qué es lo que acabas de decir?
—Que pensé que conocía a esa mujer que se quedó sola al otro lado del cordón policial. Pero estaba equivocado.
—¿No has dicho que creíste haberla visto con anterioridad?
—Bueno, a lo mejor la confundí con otra.
—Ya, pero reconocer a alguien y creer que uno ha visto antes a esa persona no es lo mismo, ¿no?
—Sí, claro, tienes razón. El caso es que había algo familiar en su rostro, de eso estoy seguro.
Wallander se dijo que, con total seguridad, empezaba a perder el juicio; pese a todo eso, sacó la fotografía que se había metido en el bolsillo. Todo estaba a oscuras, pero el compañero llevaba una linterna.
—Observa esta fotografía.
El hombre la enfocó con la linterna y miró, primero el rostro retratado, después a Wallander.
—¡Pero si es ella! ¿Cómo lo has sabido?
Wallander contuvo la respiración.
—¿Estás seguro?
—Totalmente. Era ella, sí. Ya sabía yo que la había visto antes…
Wallander lanzó una maldición para sus adentros al pensar que tal vez un agente más despierto y atento la habría reconocido y habría intentado retenerla. Sin embargo, comprendió que estaba siendo injusto, pues eran muchas las personas que se agolpaban ante los cordones policiales y, después de todo, el agente había reparado en la mujer y había sido capaz de recordarla.
—¿Dónde estaba, exactamente?
El policía enfocó con la linterna encendida el extremo del cordón más próximo a la orilla.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo aquí?
—Durante horas.
—¿Estaba sola?
El agente reflexionó un instante.
—Sí —repuso al fin categórico.
—¿Y dices que fue la última en marcharse?
—Bueno, una de las últimas personas, sí.
—¿En qué dirección se fue?
—Hacia la zona de acampada.
—¿Es posible que viva allí, en una tienda de campaña o en una caravana?
—La verdad, no vi qué dirección tomaba exactamente, pero no tenía aspecto de alojarse en el camping.
—¿Qué distingue a los que acampan? ¿Y cómo iba vestida?
—Pues iba de azul, con un traje de chaqueta y pantalón. Los acampados suelen vestir ropa deportiva.
—Si vuelves a verla, me llamas enseguida —ordenó Wallander—. Informa de ello a los cambios de guardia. ¿Lleváis alguna fotografía de ella en el coche?
—No lo sé, pero puedo despertar al compañero y preguntarle.
—No, no es necesario.
Wallander le dio la fotografía, que aún tenía en la mano.
Después se marchó de allí. Estaban a punto de dar las cinco de la mañana y el cansancio había empezado a remitir.
La sensación de hallarse muy cerca lo embargaba ahora con gran intensidad.
La mujer que tal vez se llamase Louise no era la persona a la que perseguían.
Pero ella sabía quién era el asesino.
A las cinco y cuarto de la mañana, Wallander aparcó el coche en una de las arterias perpendiculares a la calle Vädergränd.
Al apearse, comprobó que aquel domingo prometía ser un día sin viento, otra jornada cálida y de temperatura agradable. Torció al llegar a la esquina con la calle Vädergränd y, una vez ante el portal, comprobó que estaba abierto, de modo que subió las escaleras y llamó a la puerta de Sundelius con la esperanza de que los domingos no constituyesen una excepción en sus hábitos matutinos. Al abrirla, Sundelius, que vestía traje oscuro y corbata, lo miró sorprendido.
—Una hora intempestiva para una segunda visita inesperada —comentó, y se hizo a un lado para que Wallander entrase en el vestíbulo.
—Siento molestarle un domingo por la mañana —se disculpó Wallander—. Como es natural, puedo venir en otro momento, si no le conviene ahora.
—Como le dije la primera vez, siempre tengo café preparado por si recibo una visita inesperada, domingos incluidos.
Sundelius le ofreció una percha de la que Wallander colgó su chaqueta, no sin antes sacar el móvil del bolsillo.
—¿Cuántas probabilidades hay de que lo llamen ahora? —ironizó el ex director del banco.
—Pues, a estas horas de la mañana, pocas.
Entraron en la sala de estar, donde Wallander ocupó el mismo asiento que la vez anterior. Sundelius, que había ido a la cocina, volvió minutos después con una bandeja y le sirvió un café.
—En realidad, no deja de sorprenderme que venga hoy, después de lo que sucedió ayer en Nybrostrand.
Wallander lanzó una mirada al tablero de la mesa, pero no vio ningún periódico. Sundelius le adivinó el pensamiento.
—Yo siempre comienzo el día con una llamada telefónica al servicio de información de la agencia TT —aclaró—. Se hallaron tres cadáveres en Nybrostrand. Hay indicios de que se trata del mismo asesino que acabó con la vida de los tres jóvenes en el parque de Hagestad. ¿Tiene la policía alguna sospecha de que este sujeto, ante la sola idea del número tres, sufra una metamorfosis y se transforme en verdugo?
La figura de Isa Edengren acudió a la mente de Wallander, al igual que la de Svedberg.
—No necesariamente.
—Sin embargo, por lo demás, la información que recibí es correcta, ¿no es así?
—Cierto.
Sundelius se echó hacia atrás en la silla y cruzó las piernas.
—Veamos: la policía viene a visitarme a las cinco y diecisiete minutos de la mañana, pero, que yo sepa, no estoy detenido. De modo que tengo curiosidad por saber qué desea de mí.
Wallander reflexionó sobre el talante de Sundelius: decidía y opinaba acerca de todo y en todo momento, aunque no fue capaz de determinar si, además era, en general, una persona soberbia.
—¿Acaso habríamos de tener algún motivo para su detención?
—¡Por supuesto que no! Era una broma.
Wallander no hizo comentarios y fue derecho al grano.
—Hace unos años murió en Ystad un hombre llamado Nils Stridh. Respondía al apelativo de Nisse. ¿Lo conocía usted?
Por el rostro de Sundelius cruzó un atisbo de asombro y quizá también cierto temor, muy fugaz pero perceptible para Wallander, que ya se lo esperaba.
—No lo sé. Como comprenderá, he conocido a muchas personas en mi vida. Si me proporciona algún otro dato…
—Nils Stridh era alcohólico. No creo que tuviese en toda su vida ningún trabajo decente. Tenía un hermano llamado Stig, y vivía con una mujer, Rut Lundin.
Sundelius, ya repuesto de su sorpresa, contestó sin titubeos.
—Sí, ahora que lo dice, tengo un recuerdo bastante impreciso de un tal Nils Stridh. Acudió al banco en una ocasión para solicitar un crédito, pero no se le concedió, de modo que el hombre exigió hablar personalmente conmigo. Le expliqué por qué no podíamos concederle el crédito y, si estamos hablando del mismo hombre, después de aquello no volví a verlo jamás.
—¿Cuándo sucedió eso?
Sundelius se puso a reflexionar, aunque Wallander albergaba sus dudas sobre si realmente necesitaba hacer memoria.
—Yo diría que fue a principios de los años ochenta. Siento no poder ser más preciso.
—¿Quiere decir que ése fue el único contacto que tuvo con Nils Stridh?
—Así es, siempre que se trate del mismo hombre.
—Sí, claro. Partimos de la base de que es el mismo hombre, pues Stridh no es un apellido muy común. De modo que nunca más volvió a verlo, ¿cierto?, nunca repitió su visita al banco.
—Bueno, nunca más solicitó una entrevista conmigo, pero lo cierto es que ignoro si volvió a acudir al banco.
—Consideremos el asunto desde otra perspectiva —prosiguió Wallander—. Resulta que poseo cierta información que contradice lo que acaba de afirmar, más bien apunta en la dirección contraria. En efecto, según mis datos, Nils Stridh y usted se conocían muy bien aunque, ciertamente, hay que admitir que debían de formar una pareja bastante desigual.
Sundelius pareció guardar la compostura, si bien Wallander sospechaba que lo que acababa de oírlo había perturbado.
—¿Y quién dice tal cosa?
—Rut Lundin, considerada como la viuda de Nils Stridh, pese a que nunca estuvieron casados.
—¿Y esa señora sostiene que yo me relacionaba con su marido, un alcohólico desempleado?
—En fin, tal vez no que hubiesen mantenido una relación de amistad, pero sí algún contacto esporádico y más o menos íntimo.
—Ésa es una afirmación tendenciosa por demás. Yo vi a Nils Stridh una sola vez en mi vida y, por cierto, ahora lo recuerdo como un hombre testarudo y molesto, probablemente borracho, al que me vi obligado a pedir que se marchase tras explicarle las normas crediticias del banco.