Pisando los talones (31 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Se acordó de un caso que había investigado a principios de los años ochenta, poco después de que se mudara de Malmö a Ystad con Mona y su hija Linda. En cierta ocasión, Rydberg llamó a Wallander a altas horas de la noche para comunicarle que habían encontrado a una joven muerta en una finca a las afueras de Borrie. La muchacha presentaba una grave contusión en la frente, por lo que, a todas luces, la muerte no se había producido por causas naturales. Se dirigieron, pues, a la finca. Aquella noche de noviembre, minúsculos copos de nieve caían describiendo sinuosas curvas. No cabía la menor duda de que la joven había sido asesinada. Había ido al cine a Ystad, adonde había llegado en autobús, y de regreso tomó un atajo por las fincas que la separaban de su casa. Al ver que se retrasaba, su padre salió a buscarla al camino con una linterna. Fue él quien halló el cadáver. Iniciaron una investigación que se prolongó durante años, a lo largo de los cuales llenaron miles de páginas que acabaron engrosando archivador tras archivador. Sin embargo, nunca lograron atrapar al responsable. Ni siquiera lograron entrever un posible móvil. La única pista con la que contaban era un llavero roto, hallado junto al cuerpo de la chica, salpicado de unas gotas de sangre. Eso era todo. Nunca consiguieron resolver el crimen. En numerosas ocasiones, después de que se cerrase el caso, entró Rydberg en el despacho de Wallander para hablar de la muchacha: se le había ocurrido alguna idea que quería comentar con él. Wallander sabía que, a veces, Rydberg invertía sus solitarios días de libranza en releer en la comisaría algunos informes del viejo material de la investigación. Nunca dejó de darle vueltas al caso. En el hospital, durante sus últimos días de vida antes de que el cáncer se lo llevase, Rydberg volvió a hablarle de la chica asesinada en aquella finca. Wallander comprendió que lo estaba exhortando a que no permitiese que el suceso cayese en el olvido. Lo cierto es que él nunca se enfrascó en los archivadores del caso y pocas veces rememoraba el asesinato de la joven. No obstante, tampoco la había olvidado. De hecho, la muchacha aún se le aparecía en sueños, y siempre era la misma escena: él se inclinaba sobre ella, con Rydberg desdibujado al fondo; ella lo miraba, pero estaba paralizada y no podía hablar.

Wallander abandonó la carretera principal. «Nada más lejos de mis deseos que otros tres jóvenes espíritus pueblen mis sueños», se dijo. «Tampoco quisiera que Svedberg ocupara un lugar en ellos. Hemos de dar con el autor o los autores de estas muertes».

Se detuvo a la entrada del parque, donde había un coche patrulla aparcado. Para su sorpresa, fue Edmunsson quien salió del coche para saludarlo.

—¿Dónde tienes al perro?

—En casa —aclaró Edmunsson—. ¿Para qué iba a pasar el animal tantas horas aquí en el coche?

Wallander asintió.

—¿Está tranquila la cosa?

—Sí. Aquí ya no quedamos más que Nyberg y los compañeros.

—¡Ah! ¿Ha venido Nyberg?

—Pues sí, llegó hace un momento.

«Tampoco a él le da tregua la angustia», concluyó Wallander. «En realidad, no tendría por qué extrañarme».

—Hace demasiado calor para el mes de agosto —comentó Edmunsson.

—Bueno, ya llegará el frío, puedes estar seguro —afirmó Wallande—. Y quizá se presente de improviso.

Encendió la linterna y pasó por encima de las cintas que acordonaban la zona.

Después, se adentró en el parque.

El hombre llevaba ya largo rato oculto entre las sombras. Había llegado en cuanto hubo oscuridad suficiente. A fin de penetrar en el parque sin ser visto, se había acercado a la zona desde el mar. Siguiendo la playa, atravesó las dunas hasta desaparecer entre los árboles y los arbustos. No podía tener la certeza de que no hubiese por allí policías con perros, por lo que dio un gran rodeo hasta llegar a las proximidades del sendero principal, el que conducía al área de recreo. Desde allí no le sería difícil salir a la carretera en el caso de que, de pronto, un perro empezase a ladrar anunciando peligro. No obstante, él no se sentía preocupado, pues los agentes no esperaban que estuviese allí.

Amparado por la oscuridad, observó el deambular de los policías por el sendero. Vio también pasar varios coches y a dos mujeres policía. Poco después de las diez, la mayoría de los efectivos abandonaron el parque. Se tomó entonces un descanso para beber un poco del té que llevaba en el termo. Correos ya le había notificado que había llegado el pedido solicitado a Shangai, y tenía pensado ir a recoger el paquete a la mañana siguiente, bien temprano. Una vez que se hubo tomado el té, y con el termo ya de nuevo en la mochila, se acercó sigiloso al lugar en que les había disparado, no sin antes asegurarse de que no había perros por allí. A lo lejos, había divisado los focos, que arrojaban una luz fantasmagórica sobre la espesura del bosque. Parecía acudir, sin permiso, a una representación teatral que se estuviese celebrando a puerta cerrada, sin asistencia de público. Sintió la tentación de avanzar deslizándose hasta estar tan cerca que pudiese oír lo que decían los policías.

Pero, como siempre, se contuvo. Si uno no se controlaba, quedaba desprotegido, sin garantía de escapatoria.

El bosque en penumbra bailaba a la luz de los focos.

Las sombras de los policías fluctuaban como gigantes. Pero él sabía que no se trataba más que de una ilusión óptica. Titubeantes, iban de un lado a otro, como animales ciegos en un mundo inescrutable: el mundo que él había creado. Por un instante, se recreó, satisfecho, en su obra, si bien sabía que la soberbia entrañaba un gran peligro, pues tornaba vulnerable al ser humano.

Así pues, regresó al lugar del crimen, junto al sendero principal. Pensaba ya en marcharse de allí cuando vio que un hombre avanzaba solitario por el sendero, iluminando el suelo con la luz vacilante de su linterna. Por un momento, su rostro se hizo visible y él lo reconoció, pues en alguna ocasión había visto su fotografía en los periódicos. Sabía que se llamaba Nyberg y que era técnico criminal. Sonrió para sus adentros en medio de la noche. Nyberg nunca lograría descifrar el rompecabezas que él había creado. Quizás identificase las partes, pero nunca el todo, el oculto modelo que formaban.

Se echó la mochila a la espalda y se disponía ya a cruzar el sendero cuando oyó que se acercaba otra persona, antes de ver la luz de la linterna, por lo que se deslizó de nuevo entre las sombras. Aquel hombre era de complexión robusta y caminaba con paso cansino. De nuevo lo asaltó la tentación de darse a conocer y salir disparado como un animal nocturno para desaparecer de inmediato, engullido por las sombras.

De repente, el hombre corpulento se detuvo e iluminó con su linterna los arbustos que flanqueaban el sendero. Durante una fracción de segundo, en la que sintió un horror inconmensurable, el hombre agazapado pensó que lo habían pillado, que no podría escapar. Entonces desapareció el haz de luz y el hombre que había en el sendero reanudó la marcha. Se detuvo una segunda vez y se volvió para iluminar la zona con la linterna. De súbito, la apagó y se quedó inmóvil en la oscuridad, para al fin encenderla de nuevo antes de alejarse.

Permaneció tendido entre los arbustos un buen rato, con el corazón latiéndole acelerado. ¿Qué había movido a aquel hombre a detenerse en medio del sendero? Era imposible que hubiese oído nada, y tampoco había ningún rastro que hubiese podido identificar.

De pronto se dijo que no sabía cuánto tiempo llevaba allí tumbado. Por una vez, su reloj interior le había fallado: tal vez una hora, quizá más. Por fin, se puso de pie, cruzó el sendero y se perdió en dirección a la playa y al mar.

Para entonces, empezaba a rayar el alba.

Wallander vio la luz desde lejos. Los potentes focos inundaban de claridad los árboles. Ya percibía el cansancio y la irritación en la voz de Nyberg. En el sendero divisó a un policía fumándose un cigarrillo.

Wallander se detuvo de nuevo a escuchar. No sabía de dónde procedía aquella sensación. Quién sabe si de las reflexiones que habían ocupado su mente mientras iba en el coche, la idea de que el asesino se ocultaba en algún lugar entre las sombras, como otra sombra más que él no podía ver. El caso es que, de pronto, le había parecido oír algo. Cuando se detuvo, lo invadió el pánico. Luego se dijo que debían de ser figuraciones suyas. Y ahora se había detenido a escuchar una segunda vez, no sin antes apagar la linterna. Sin embargo, sólo llegó a sus oídos el rumor del mar.

Se acercó al policía que estaba fumando y lo saludó. Al ver a Wallander, el agente hizo amago de ir a apagar el cigarrillo, pero el inspector, con un gesto, le dio a entender que no era necesario. Estaban justo fuera del haz de luz de los focos. Aquel policía era bastante joven. Hacía apenas medio año que había llegado a Ystad, se llamaba Bernt Svensson y era alto y pelirrojo. Wallander no había tenido hasta el momento mucha relación con él, pero sí recordaba haberlo saludado en alguna ocasión en que había ido a impartir algunas clases a la Escuela Superior de Policía de Estocolmo.

—¿Todo bien?

—Bueno, creo que hay un zorro por aquí cerca —respondió Svensson.

—¿Qué te hace pensar tal cosa?

—Me pareció ver una sombra, de mayor tamaño que la de un gato.

—En Escania no hay zorros desde que la peste acabó con ellos.

—Pues yo estoy convencido de que era un zorro.

Wallander asintió.

—Bueno, pues sería un zorro. Un zorro y nada más.

Entró en el haz de luz de los focos y descendió cauteloso por la pendiente. Allí estaba Nyberg, inclinado bajo el árbol junto al que habían hallado los cuerpos. Ya ni siquiera estaba el mantel azul. Al ver a Wallander, hizo una mueca.

—¿Qué haces tú aquí? —le espetó—. Deberías estar durmiendo. Alguno de nosotros tiene que encontrarse en condiciones de continuar con el trabajo.

—Ya, pero a veces no se puede.

—Todo el mundo debería estar durmiendo —insistió—. Y estas cosas no deberían ocurrir.

Ambos permanecieron en silencio unos instantes mientras miraban a un agente que, en chándal, retiraba la tierra alrededor de la raiz del árbol con la ayuda de una pala muy pequeña.

—Llevo cuarenta años en la policía —añadió Nyberg de repente—. Y dentro de dos podré jubilarme.

—¿Y qué harás entonces?

—Seguramente, subirme por las paredes —admitió—. Pero al menos no tendré que pasarme las noches en el bosque examinando los cadáveres a medio descomponer de unos jóvenes.

Wallander recordó las palabras de Sundelius, el director de banco jubilado: «Como ya no trabajo, ahora estoy que me subo por las paredes».

—Ya se te ocurrirá algo —lo animó Wallander.

Nyberg masculló una respuesta ininteligible. El inspector lanzó un bostezo y después hizo acopio de fuerzas para sacudirse el cansancio.

—En realidad, he venido aquí para planificar mejor los pasos que hemos de dar —dijo.

—¿Te refieres a las excavaciones?

—Si no nos hemos equivocado en nuestros razonamientos, ahora deberíamos preguntarnos dónde resulta más lógico que hubiese ocultado los cuerpos.

—Seguimos sin saber si estaba solo —objetó Nyberg.

—Yo creo que sí. No me parece verosímil que dos personas se pongan de acuerdo para llevar a cabo semejante masacre. Además, hemos de presuponer que todo esto es obra de un hombre, por la sencilla razón de que no es muy frecuente que una mujer se dedique a volarle la cabeza a la gente, y menos aún si se trata de gente joven.

—Ya, pero no olvides lo que ocurrió hace un año.

Nyberg tenía razón, y su comentario estaba más que justificado, pues el año anterior se habían enfrentado a un caso de asesinato múltiple y, en aquella ocasión, lograron atrapar al asesino, que resultó ser una mujer. Sin embargo, eso no consiguió hacer cambiar de opinión a Wallander.

—¿A quién estamos buscando, en realidad? ¿A un loco que se siente abandonado?

—Es posible. Pero no es seguro.

—Bueno, al menos, es un posible punto de partida.

—Así es. Está solo. Y tiene tres cuerpos que trasladar, por razones prácticas. Lo más probable es que se vea obligado a cargarlos él mismo, a menos que haya tenido la precaución de traerse una carretilla. Pero eso habría llamado la atención de la gente. Creo que tenemos que vérnoslas con un tipo muy cauto.

—Cierto. Un tipo que ha de tener en cuenta la distancia, que ha de ser corta, y el tiempo de que dispone, que ha de ser breve. Se encuentra en una zona de recreo abierta al público. Y estamos en verano, así que puede venir gente incluso cuando ya ha oscurecido.

—Es decir, que los entierra cerca del lugar del crimen.

—Si es que los ha enterrado —repuso Wallander meditabundo—. ¿A qué otras opciones pudo recurrir?

—Con un juego de poleas podría haberlos izado hasta la copa de un árbol, pero entonces los cuerpos se habrían deteriorado más.

De pronto, a Wallander se le ocurrió una idea.

—¿Te ha dado la impresión de que hayan estado expuestos a picaduras de insectos o de pájaros, o incluso a mordeduras de otros animales?

—No. Pero eso no lo sabremos con seguridad hasta que no se pronuncien los forenses.

—Bien, si no presentaran picaduras significaría que, con toda probabilidad, han estado ocultos en algún lugar inaccesible. Sin embargo, los animales suelen escarbar la tierra, lo que nos lleva a dar un paso más: esos cuerpos no sólo han estado ocultos, sino también envueltos en algo, en cajas o en bolsas de plástico.

—Yo no soy experto en cómo las variaciones de la temperatura afectan al proceso de descomposición —admitió Nyberg—. Pero sí sé lo suficiente como para poder asegurar que un cuerpo que se conserva en un recinto cerrado presenta un proceso de corrupción muy distinto al que sufriría si se expusiera a la acción directa de la tierra o de la intemperie. Lo que implicaría que pueden haber estado muertos y escondidos más tiempo del que creemos.

Wallander comprendió que estaban llegando a conclusiones que podían revestir una importancia decisiva.

—¡Bien! ¿Adónde nos lleva todo esto?

Nyberg describió un molinete con el brazo.

—No creo que se le ocurriera buscar un lugar empinado, al que se viera obligado a subir —concluyó al tiempo que señalaba la pendiente.

—Cierto. Y tampoco creo que cruzara el sendero sin necesidad y, por si fuera poco, cargado con los cuerpos.

Se volvieron de espaldas a la pendiente y observaron la zona sumida en la oscuridad, más allá de los focos, a cuyo alrededor cientos de insectos revoloteaban en nerviosa danza atraídos por el calor y la luz.

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