Pisando los talones (32 page)

Read Pisando los talones Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
9.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hacia la izquierda, la pendiente sigue hacia abajo —apuntó Nyberg—, para luego elevarse de forma abrupta. Ahí no creo que hallemos nada, pues la cuesta está demasiado cerca.

—¿Y ahí enfrente?

—Sí, es un terreno llano, pero repleto de tupidos arbustos y de matorrales.

—¿Y a la derecha?

—Al principio todo son matojos, pero no tan densos como los otros. Luego una porción de terreno que, imagino, estará empantanado durante los seis meses de frío. Después, más maleza.

—Es decir, que lo más probable es que los ocultase por ahí —resolvió Wallander—. Ahí enfrente o a la derecha.

—A la derecha —afirmó Nyberg—. Se me olvidaba un detalle: ahí delante, en línea recta, se llega a un sendero, pero eso no es lo más importante. Ya verás. —Nyberg llamó al policía del chándal que estaba cavando al pie del árbol—. Cuéntanos lo que viste durante tu reconocimiento del terreno, cuando examinaste la zona que hay ahí enfrente —lo exhortó Nyberg.

—Hay muchas setas.

Wallander comprendió.

—Claro, debió de evitar una zona que puede atraer a los buscadores de setas. Pero ¿incluso en verano?

Nyberg asintió.

—A mí me gusta salir a buscar setas, y muchas veces visito mis lugares favoritos incluso fuera de temporada.

El policía del chándal reemprendió su tarea junto al árbol.

—Empecemos, pues, por la zona de la derecha —concedió Wallander al fin—. En cuanto haya amanecido, buscaremos una franja de terreno donde la tierra presente indicios de haber sido removida.

—Si hemos acertado en nuestras deducciones, lo más seguro es que los cuerpos fueran enterrados en esa zona —apuntó Nyberg—. Aunque, por supuesto, también cabe la posibilidad de que hayamos errado por completo en el razonamiento.

Wallander estaba por entonces tan cansado que ni siquiera tuvo fuerzas para replicar. Decidió que se iría al coche e intentaría dormir unas horas en el asiento de atrás. Nyberg lo siguió hasta el borde del sendero.

—¿Sabes? Cuando llegué y me adentré un poco en el camino, tuve la sensación de que había alguien oculto entre las sombras —le reveló Wallander—. Y Svensson está convencido de que vio la sombra de un zorro.

—Sí. La gente normal tiene sus pesadillas mientras duerme —dijo Nyberg—. Pero nosotros, que andamos siempre metidos en estos fregados, vivimos despiertos nuestros peores sueños.

—Estoy muy nervioso —le confesó entonces Wallander—. No sabemos si nuestro hombre volverá a atacar.

—Al menos sabemos que no ha hecho nada similar con anterioridad —señaló Nyberg después de reflexionar durante unos instantes—. Porque este asesinato, o más bien esta ejecución, no se parece en absoluto a ninguno de los ocurridos en el país hasta la fecha. De haber sido así, nos habríamos acordado.

—Sí, claro. Pese a todo, creo que Martinson debería enviar un informe a nuestros colegas en el extranjero —sugirió Wallander—. Tal vez sí haya ocurrido en otro país.

—¿Te preocupa que se repita?

—¿A ti no?

—A mí me preocupa todo a todas horas. Sin embargo, desde el primer momento tuve la sensación de que esto es algo que no sucede más que una vez.

—¡Ojalá tengas razón! —exclamó Wallander—. En fin, estaré de vuelta dentro de unas horas.

Regresó a la entrada del parque. En esta ocasión, no tuvo la sensación de que alguien se ocultase agazapado en la oscuridad. Se acurrucó en el asiento trasero del coche y enseguida cayó vencido por el sueño.

Al despertar, lo deslumbró la luz del día. Alguien lo había despertado con unos toquecitos en la ventanilla. Al abrir los ojos, vio el rostro de Ann-Britt Höglund al otro lado del cristal. Salió como pudo del coche, y notó que estaba ya totalmente despejado. Pero, eso sí, le dolía todo el cuerpo.

—¿Qué hora es?

—Más de las siete.

—¡Vaya! Pues me he quedado dormido. Ya tendrían que haber empezado a buscar una zona donde excavar.

—Están en ello —lo tranquilizó—. Por eso te he despertado. Hanson ya viene para acá.

Ambos se apresuraron hacia el sendero.

—No lo soporto —se quejó Wallander—. Tener que dormir en el coche y levantarse entumecido y hecho un pingajo… Soy demasiado viejo para estas cosas. ¿Cómo va a ocurrírseme una sola idea decente sin tomarme ni un café?

—Pues café sí hay —dijo Ann-Britt—. Si la Policía no te invita, te vivito yo, que me he traído un termo… Hasta te puedo ofrecer un bocadillo, si quieres.

Wallander apretó el paso, pero ella parecía ir siempre medio metro por delante. El inspector notó que aquello lo irritaba. Pasaron ante el lugar en el que había creído sentir que alguien lo espiaba. Se detuvo Y echó una ojeada a su alrededor. De repente, cayó en la cuenta de que, si una persona quisiese controlar a quienes pasasen por el sendero, no podía elegir mejor lugar que aquél. Ann-Britt lo interrogó con la mirada pero, en aquel momento, a Wallander no le apetecía dar explicaciones. Tras reconocer la zona, tomó una decisión.

—Hazme un favor —le pidió—. Dile a Edmunsson que venga con su perro. Que husmee por este lugar, en un radio de veinte metros desde el sendero.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo. Por ahora tendrá que bastar como explicación.

—Pero ¿qué quieres que busque el perro?

—No sé. Algo que esté fuera de lugar.

Ella desistió de preguntar más. Wallander se arrepintió del modo en que le había contestado, pero se dijo que ya era demasiado tarde. Siguieron caminando y ella le tendió un periódico en cuya portada aparecía la fotografía de la mujer llamada Louise. Leyó el titular sin dejar de andar.

—¿Quién lleva este tema?

—Martinson iba a organizar y a controlar las llamadas que entrasen.

—Es importante que se haga bien.

—Martinson suele ser muy minucioso.

—No siempre.

Él mismo percibió el tono displicente y cortante de su voz. Era injusto que Ann-Britt pagase las consecuencias de su cansancio, pero lo cierto era que no tenía a nadie más a mano. «Tendré que hablar con ella después», pensó resignado, «cuando todo haya terminado».

En ese preciso momento, descubrió a una persona que, en ropa deportiva, se acercaba corriendo por el sendero. Wallander reaccionó enseguida.

—¡¿No han acordonado la zona?! —rugió—. ¡Aquí no puede entrar nadie! Salvo la policía, claro.

Así que se colocó en mitad del sendero. El corredor, que tenía unos treinta años, llevaba unos auriculares en los oídos. Intentó esquivar a Wallander, que alargó veloz el puño para detenerlo. A partir de ese instante, todo se aceleró. El deportista, que creyó que lo atacaban, se dio la vuelta y propinó a Wallander un puñetazo. Le golpeó con fuerza y el inspector, que no se lo esperaba, cayó derribado al suelo. Cuando volvió en sí, no habían transcurrido más que unos segundos. Ann-Britt Höglund había inmovilizado al corredor y le sujetaba las manos a la espalda. Los auriculares, aún enchufados al
walkman
, habían ido a parar justo al lado de Wallander. Para su sorpresa, le pareció oír que lo que el joven iba escuchando era una ópera. En ese preciso momento, unos policías uniformados, avisados por Ann-Britt Höglund, aparecieron a la carrera por el sendero. Cuando éstos llegaron al lugar del incidente, le pusieron las esposas al corredor. Entretanto, Wallander se había incorporado con sumo cuidado. Le dolía la mandíbula y se había mordido en el labio. Sin embargo, comprobó que el puñetazo no le había partido ningún diente. Se acercó y observó al hombre que lo había golpeado.

—El parque está acordonado —le explicó—. Es imposible— que no te hayas dado cuenta.

—¿Acordonado?

La perplejidad del hombre no parecía fingida.

—Toma nota de sus datos —ordenó Wallander—. Procurad que los cordones policiales sean efectivos en lo sucesivo. Luego podéis dejarlo marchar.

—¡Pienso poner una denuncia! —se indignó el corredor.

Wallander ya se había dado la vuelta y se hurgaba la herida de la boca con un dedo. Al oírlo, se volvió hacia él, muy despacio.

—¿Cómo te llamas?

—Hagroth.

—¿Y de nombre?

—Nils.

—¿Y qué es lo que tienes intención de denunciar?

—¡Esto es un abuso! Sale uno a correr, sin molestar a nadie, y lo atacan.

—Te equivocas —corrigió Wallander—. El que resultó atacado fui yo, no tú. Yo soy policía e intentaba detenerte, pues te encontrabas en zona acordonada.

El corredor hizo ademán de ir a protestar, pero Wallander levantó la mano indicándole que guardase silencio.

—¿Sabes?, te puede caer un año por agredir a un agente en el cumplimiento de su deber. Y eso no es moco de pavo. Por otro lado, como ciudadano, tienes la obligación de acatar las indicaciones de la policía. Y, como digo, estabas en zona acordonada. No te caerá un año. Serán más bien tres. Y no te creas que te librarás fácilmente y te darán la condicional. ¿Tienes antecedentes?

—¡Por supuesto que no!

—En ese caso, serán tres años. Pero si olvidas todo esto y no vuelves a aparecer por aquí, me plantearé ser generoso.

De nuevo, el deportista intentó protestar; y allí estaba, de nuevo, la mano de Wallander.

—Tienes diez segundos para tomar una decisión.

El corredor asintió.

—Quitadle las esposas y acompañadlo a la salida. No olvidéis anotar su dirección.

Wallander se dispuso a continuar su camino. Le dolía la mejilla, pero con el golpe había desaparecido el cansancio de su cuerpo.

—No creo que le hubiesen caído tres años —comentó Ann-Britt Höglund.

—Pero eso él no lo sabe —replicó Wallander—. Y no me lo imagino investigando si lo que he dicho es cierto o no.

—Sí, este tipo de actitud es el que el director general de la Policía pretende que evitemos —le recordó ella con ironía—. Según él, son comportamientos que merman la confianza de los ciudadanos en la policía.

—Pues no tiene ni punto de comparación con lo que esa confianza se verá mermada si no atrapamos al asesino de Boge, Norman y Hillström y, por si fuera poco, también de uno de nuestros colegas.

Cuando llegaron al lugar del crimen, Wallander cogió una taza de plástico con café y buscó a Nyberg, que estaba disponiendo los preparativos para iniciar la búsqueda del lugar en el que podían haber ocultado los cuerpos. Nyberg tenía el cabello revuelto, los ojos enrojecidos y un humor de perros.

—En realidad, no soy yo quien ha de dedicarse a organizar esto —barbotó—. ¿Dónde coño se ha metido todo el mundo? ¿Y qué haces tú con la cara llena de sangre?

Wallander se llevó la mano al rostro y, en efecto, comprobó que la sangre le goteaba por la comisura de los labios.

—He tenido una pelea con un corredor —explicó—. Hanson está de camino.

—¿Una pelea con un corredor?

—Sí, pero por ahora será mejor que nos olvidemos del tema —propuso Wallander.

Entonces le hizo a Ann-Britt Höglund un resumen de las conclusiones a las que habían llegado él y Nyberg durante su conversación nocturna.

—Tú organizarás esta operación —anunció al cabo—. Estamos buscando el sitio en el que los tres cuerpos pueden haber estado enterrados. Nyberg y yo tenemos una idea de por dónde hay que empezar a remover.

Eran ya las siete y media, y en el cielo no se veía ni una nube. «La cosa no se presenta mal», se dijo Wallander. «Ojalá no nos llueva, así las huellas serán fáciles de detectar».

Apareció Hanson, que inició el descenso de la pendiente. Parecía tan cansado como los demás.

—¿Tienes idea del tiempo que va a hacer hoy?

Hanson había escuchado la previsión meteorológica en la radio del coche.

—No habrá precipitaciones. Ni hoy ni mañana.

Wallander evaluó rápidamente la situación. Con Ann-Britt Höglund y Hanson en el lugar del crimen, no tenía por qué quedarse allí. Y, si Martinson se encargaba de dirigir el trabajo desde la comisaría, él podría hacerse cargo de todos los demás asuntos urgentes.

—Tienes sangre en la mejilla —observó Hanson.

Wallander, sin molestarse en responder, marcó el número de Martinson.

—Voy para allá —anunció—. Con Ann-Britt y Hanson aquí, es suficiente.

—¿Algún resultado?

—Demasiado pronto. ¿Cuándo podemos hablar con alguien de Lund?

—Si quieres, intento llamarlos ahora.

—Sí, hazlo. Y diles que nos corre mucha prisa. Que lo que más nos urge es saber cuándo los mataron. Y no estaría de más que, de paso, pudieran decirnos a cuál de los tres asesinaron primero.

—¿Qué importancia tiene eso?

—No lo sé, pero no podemos excluir la posibilidad de que el asesino sólo quisiese matar a uno de los tres jóvenes.

Martinson comprendió que tenía razón y le prometió que llamaría a Lund enseguida. Wallander se guardó el móvil en el bolsillo.

—Me voy a Ystad —dijo—. Llamadme en cuanto descubráis algo.

De regreso al coche, se topó con Edmunsson y su perro. Ann-Britt Höglund debía de haberlo llamado enseguida, sin que Wallander se diese cuenta. Y la reacción de Edmunsson había sido tan inmediata como la de ella.

—¿Has traído al perro en avión?

—No, un colega me lo trajo. ¿Qué quieres que hagamos?

Wallander señaló el área al tiempo que le explicaba en qué consistiría su búsqueda.

—O sea, que no tenemos que buscar nada en concreto.

—No, sólo algo que parezca no estar en su lugar —indicó Wallander—. Nada más. Si el perro encuentra algo, ponte en contacto con Nyberg. Cuando hayas terminado aquí, vete a ayudarlos: están buscando un lugar donde cavar.

Edmunsson palideció.

—¿Creéis que puede haber más cadáveres?

Wallander sintió como un pellizco en el estómago. Ni se le había pasado por la imaginación tal cosa. Pero enseguida comprendió que era bastante improbable.

—No, no habrá más cadáveres. Aunque sí un lugar en el que los escondieron durante un tiempo.

—¿Durante un tiempo? ¿A la espera de qué?

Wallander no respondió, y prosiguió su camino por el sendero. «Edmunsson tiene toda la razón», convino para sus adentros. «¿A la espera de qué? ¿Por qué necesitaba ocultar los cuerpos el asesino? ¿Para luego sacarlos a la luz otra vez? No hemos hecho más que rozar la cuestión; y hemos intentado formular una respuesta plausible. Pero tal vez esta pregunta sea mucho más importante de lo que nos imaginamos».

Wallander subió al coche. Le dolía la mandíbula. Estaba a punto de poner en marcha el motor cuando sonó el móvil y oyó la voz de Martinson.

Other books

The Dalai Lama's Cat by Michie, David
The Ghost Bride by Yangsze Choo
Silver Angel by Johanna Lindsey
Just A Small Town Girl by Hunter, J.E.
The True Detective by Theodore Weesner
Shipwreck by Tom Stoppard
Twelve Days by Alex Berenson
Vectors by Charles Sheffield