—¿Qué le parece, señor inspector?
—Puedes llamarme Kurt.
—Bien, entonces, ¿qué te parece?
—Muy desagradable.
—Vivimos en un mundo desagradable. ¿Sueles ir al teatro?
—Rara vez.
—Uno de mis alumnos, una joven de Grentofte con mucho talento, ha analizado exhaustivamente espectáculos teatrales producidos en todo el mundo durante los últimos veinte años. El resultado es muy interesante, aunque poco sorprendente. En un mundo en decadencia, en el que crecen la miseria y el pillaje, los teatros ofrecen cada vez más obras cuyo tema principal son los problemas derivados de la vida en común. Es decir, que ShaKespeare estaba equivocado. Su versión de la verdad no es válida para esta época terrible que nos ha tocado vivir. El teatro no funciona ya como un espejo del mundo.
Björklund guardó silencio mientras dejaba el sombrero sobre la mesa. Wallander percibió olor a sudor.
—He decidido darme de baja del servicio telefónico —afirmó de repente—. Hace cinco años me deshice de la televisión. Ahora será el teléfono el que salga de mi vida.
—¿No resulta poco práctico?
Björklund lo miró con gravedad.
—Creo que tengo derecho a decidir cuándo quiero tener contacto con mi entorno. Como es natural, conservaré el ordenador, pero el teléfono no, el teléfono se va.
Wallander asintió y cambió el rumbo de la conversación.
—Tu primo, Karl Evert Svedberg, está muerto. Asesinado. Aparte de Ylva Brink, tú eres su único pariente. ¿Cuándo lo viste por última vez?
—Hace unas tres semanas.
—¿Podrías ser más preciso?
—El viernes 19 de julio, a las cuatro y media de la tarde.
La respuesta fue tan inmediata y el tono tan decidido que sorprendió a Wallander.
—¿Cómo es que recuerdas la hora exacta?
—Porque habíamos quedado a esa hora. Yo iba a salir de viaje a Escocia, a visitar a unos amigos. Kalle iba a vigilar mi casa durante mi ausencia, como de costumbre. Solía venir cuando yo estaba de viaje. En realidad, no nos veíamos más que en esas ocasiones, cuando yo me disponía a salir de viaje y cuando regresaba.
—¿Qué hacía exactamente?
—Vivía aquí mientras yo estaba fuera.
La aclaración asombró al inspector, aunque no tenía motivo alguno para desconfiar de su veracidad.
—Es decir, que era algo que ocurría con regularidad.
—Así es, durante los últimos diez años. Era un acuerdo excelente.
Wallander reflexionó un instante.
—¿Cuándo regresaste de aquel viaje?
—El 27 de julio. Kalle fue a recogerme al aeropuerto y me trajo a casa. Hablamos unos minutos y regresó a Ystad.
—¿Te dio la sensación de que estuviese agotado?
Björklund reaccionó de nuevo echando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada estridente.
—Estás de broma, ¿no? —preguntó—. Aunque me parece de muy mal gusto, teniendo en cuenta que está muerto.
—No, te lo preguntaba en serio.
Björklund sonrió.
—En fin, todos podemos acabar agotados si mantenemos una relación apasionada con una mujer, ¿no te parece?
Wallander miró fijamente a su interlocutor.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Pues que Kalle solía traer aquí a su chica cuando yo estaba fuera. Lo habíamos acordado así: podían vivir aquí juntos mientras yo estaba en Escocia o en cualquier otro sitio.
Wallander se quedó mudo y sin resuello.
—Pareces sorprendido —observó Björklund.
—¿Era siempre la misma mujer? ¿Cómo se llamaba?
—Louise.
—¿Qué más?
—No lo sé, nunca llegué a verla. Kalle era muy misterioso. O, mejor dicho, discreto.
Wallander estaba atónito. Nadie había oído jamás una palabra acerca de eso. ¿Qué Svedberg veía con regularidad a una mujer?
—¿Sabes algo más sobre ella?
—Nada.
—Pero Kalle debió de hacerte algún comentario.
—Nunca. Y, como es lógico, yo nunca pregunté nada. En mi familia no somos cotillas.
El inspector no tenía más preguntas que hacer. Lo que necesitaba era tiempo y tranquilidad para pensar en lo que Björklund acababa de decirle. Así pues, se levantó, cosa que sorprendió al sociólogo.
—¿Ya está? ¿Eso es todo?
—Por el momento, sí. Pero probablemente volveré a llamarte.
Björklund lo acompañó fuera. Hacía calor y apenas si soplaba una ligera brisa.
—¿Tienes alguna idea de quién puede haberlo matado? —le preguntó Wallander cuando ambos estaban ya junto al coche.
—Ah, pero ¿no ha sido un robo? Porque si ha sido así, ¿quién conoce al ladrón armado que aguarda agazapado en un rincón de tu casa?
Se dieron un apretón de manos y Wallander entró en el coche. Acababa de poner en marcha el motor cuando Björklund se asomó por la ventanilla abierta.
—Quizá sí haya algo más —admitió—. Louise solía teñirse el pelo de distintos colores.
—¿Cómo lo sabes?
—Por los cabellos que encontraba en el cuarto de baño. Un año rojos, al año siguiente negros, o rubios… Siempre cambiaba.
—¿Tú crees que era siempre la misma mujer?
—A decir verdad, estoy convencido de que Kalle estaba profundamente enamorado de ella.
Wallander asintió y salió de allí.
Eran ya las tres de la tarde. «Una cosa es segura», concluyó. «Svedberg, nuestro colega y amigo, tan sólo lleva muerto dos días. Pero ya sabemos de él mucho más de lo que supimos mientras vivía».
A las tres y diez, aparcó el coche cerca de la plaza Stortorget y fue a pie hasta la calle Lilla Norregatan.
Sin saber muy bien por qué, sintió una punzada en el estómago. De repente, supo que el tiempo apremiaba.
Wallander empezó por el trastero del sótano.
La escalera que conducía hasta allí era muy empinada, y tuvo la sensación de que descendía a las profundidades de la tierra, mucho más abajo del nivel al que suelen estar los sótanos. Llegó a una puerta de acero pintada de azul, rebuscó entre las llaves que le había dado Nyberg y, tras abrir la puerta, entró. Estaba oscuro, y olía a cerrado y a humedad. Se había llevado la linterna que tenía en el coche, y dejó que el haz de luz recorriese la pared hasta encontrar el interruptor, que estaba demasiado cerca del suelo, como si lo hubieran instalado para personas de muy baja estatura.
De pronto se halló en un estrecho pasillo formado por jaulas de tela metálica situadas a ambos lados. En más de una ocasión se le había ocurrido pensar que los trasteros de los sótanos suecos semejaban antiguas mazmorras en las que, en lugar de prisioneros, había viejos sofás bien protegidos, equipos de esquí y montones de maletas. En algunas zonas de este trastero habían conservado el muro original del edificio, construido en piedra muy antigua. Con toda probabilidad, pertenecía a una casa construida hacía varios siglos.
La primavera anterior, durante una llamada telefónica, Linda le había contado lo que le había ocurrido con un cliente muy extraño que había ido a comer al restaurante de Kungsholmen en el que ella trabajaba. El hombre, que llevaba monóculo, daba la impresión de estar de visita en nuestro tiempo, como si procediese de otra época, muy distinta y remota. El cliente le preguntó a Linda de dónde era. Dado que ella hablaba sueco con acento de Escania, el hombre se aventuró a preguntarle si no sería de la zona de Sjöbo. Cuando Linda le dijo que había nacido en Malmö, pero que había crecido en Ystad, él le repitió una frase que Strindberg había escrito sobre Malmö a finales del siglo XIX. «Un refugio de piratas», le dijo. A Linda le entusiasmó la descripción y llamó a su padre para contárselo.
El trastero de Svedberg quedaba al final del pasillo, donde las jaulas estaban reforzadas con rejas y con dos barras de hierro cruzadas, rematadas por un gran candado en el punto de intersección. A todas luces, Svedberg había protegido su dependencia subterránea con mucho celo, lo que llevó a Wallander a pensar si no tendría allí oculto algo muy preciado, algo de lo que de ningún modo habría querido desprenderse.
El inspector había tomado la precaución de echarse al bolsillo un par de guantes de plástico. Se los puso, buscó la llave y abrió. Después examinó el candado con detenimiento y le pareció bastante nuevo. Encendió la luz del trastero, y vio los objetos habituales, incluido un par de esquís de un modelo antiguo apoyados contra una pared. Wallander no podía imaginarse a Svedberg deslizándose por una ladera nevada. Sin embargo, tras la visita a Sture Björklund, era evidente que ciertos aspectos cruciales de la vida de Svedberg habían permanecido ocultos para quienes creían conocerlo mejor que nadie.
«Estoy a punto de acceder a un secreto», se dijo. «Es imposible saber de antemano con qué voy a encontrarme». Echó una ojeada al exiguo recinto. Allí reinaba el orden, al contrario que en el apartamento, donde lo habían encontrado todo patas arriba.
Primero examinó el contenido de las maletas y de algunas cajas de cartón, y no tardó en descubrir que Svedberg había sido de los que lo guardaban todo. En efecto, había allí zapatos viejos y chaquetones que, en su opinión, debían de tener más de veinte años. Examinó meticulosamente cuanto había en el trastero. En una de las maletas encontró tres álbumes con fotos de gente ataviada con distintos trajes regionales de Escania, celebraciones en el jardín en días veraniegos, hombres y mujeres posando con expresión forzada, los rostros casi siempre tan alejados de la cámara que costaba distinguir algún rasgo.
En otras fotografías podían contemplarse grupos de personas recogiendo remolacha en la campiña, sobre un fondo de carretas y caballos; o cocheros saludando con el látigo ante un cielo moteado de nubes y bancos de niebla posados sobre la tierra embarrada y cenagosa. En las fotografías no había anotación alguna, ni de nombres ni de lugares. Las tapas de los tres álbumes eran idénticas. Wallander calculó que el más moderno era de los años treinta. Los devolvió a su lugar y continuó su inspección, no sin antes reflexionar en cómo todas aquellas personas, muertas hacía ya mucho tiempo, habían cobrado por unos minutos un atisbo de vida.
Encontró una maleta llena de manteles y paños antiguos, otra con revistas de hacía sesenta años. Al fondo, en un rincón, tras los restos desvencijados de una vieja mesa de juego cubierta con un paño gris, descubrió una caja llena de listones de madera de color castaño claro. Al principio no cayó en la cuenta de lo que era, pero luego comprendió que sin duda se trataba de un antiguo soporte para pelucas.
Algo más de una hora tardó en revisar cuanto había almacenado en el trastero, pero no halló nada que le llamase la atención. Se estiró para descansar la espalda y miró a su alrededor en busca de una ausencia llamativa, de un espacio vacío inexplicable en aquel lugar. O, ¿por qué no?, de un telescopio profesional. Al fin, abandonó el trastero y cerró con llave.
Ascendió de nuevo a la luz. Tenía sed, así que se dirigió a la pastelería que se encontraba al sur de la plaza Stortorget y pidió un agua mineral y un café. Consideró la posibilidad de tomarse un bollo de merengue y, aun a sabiendas de que no debía, lo pidió también. Veinte minutos después emprendió el regreso a la calle Lilla Norregatan, esta vez para subir al apartamento de Svedberg, donde reinaba un silencio sepulcral.
Se detuvo ante la puerta para recobrar el aliento. La policía había fijado unos carteles en los que se advertía que estaba prohibido acceder al apartamento. Despegó una de las cintas adhesivas, abrió la puerta y entró. Enseguida le llegó de la calle el ruido de la hormigonera, que rugía con estrépito. Entró en el salón y, como en un acto reflejo, lanzó una mirada al lugar donde habían hallado muerto a Svedberg. Luego se aproximó a la ventana, desde donde vio un camión muy grande en el que cargaban material de construcción, y notó que el estruendo de la hormigonera hacía vibrar los muros de los edificios.
De repente, se le ocurrió una idea. Abandonó el apartamento y bajó a la calle. Encontró allí a un albañil que, con el torso desnudo, echaba agua a la hormigonera con una manguera. El hombre le hizo un gesto al verlo: al instante, había detectado que era policía.
—Es terrible lo que ha sucedido —le gritó el albañil para hacerse oír por encima del ruido de la hormigonera.
—Me gustaría hablar contigo —repuso Wallander.
El hombre de la manguera llamó a otro albañil, éste más joven, que estaba fumándose un cigarrillo a la sombra de la fachada del edificio y que enseguida fue a sustituirlo.
El inspector y el albañil de más edad doblaron la esquina del edificio y el ruido de la hormigonera se perdió casi por completo.
—Creo que ya sabes lo que ha ocurrido ahí dentro —comenzó Wallander.
—Sí, se han cargado a tiros a un policía que se llamaba Svedberg.
—Así es. Lo que me gustaría saber es cuánto tiempo lleváis trabajando en este lugar. Apenas acabáis de empezar, ¿no?
—Sí, las obras comenzaron el lunes pasado. Vamos a renovar todo el portal del edificio.
—¿Cuándo empezasteis a usar la hormigonera?
El hombre hizo memoria antes de responder.
—Tuvo que ser el martes —aseguró—. Hacia las once de la mañana.
—¿Y ha estado funcionando desde entonces?
—Prácticamente sin interrupción, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. A veces incluso más horas.
—¿Ha estado siempre en el mismo lugar?
—Pues sí.
—Eso quiere decir que tú has podido ver quién entraba y salía del edificio.
De repente, el hombre, al comprender lo que Wallander pretendía, se puso muy serio.
—Claro, tú no conoces a las personas que viven aquí —se apresuró a añadir el inspector—, pero habrás visto entrar y salir más de una vez a algún vecino, ¿no?
—Yo no sé qué aspecto tenía el policía, si eso es lo que quieres saber.
Wallander no había contado con esa posibilidad.
—Enviaré a alguien para que te enseñe una fotografía. ¿Cómo te llamas?
—Nils Linnman, como el de los programas de televisión sobre la naturaleza.
Wallander recordaba al hombre del mismo nombre que había trabajado para la televisión durante muchos años.
—¿Has visto algo anormal desde que comenzaron las obras? —inquirió Wallander mientras se palpaba en vano los bolsillos en busca de algún papel en el que tomar notas.
—Algo, ¿como qué?
—Alguien que pareciese nervioso, o como si tuviera prisa… Uno suele fijarse en lo que se sale de lo normal.