Authors: Leigh Brackett
Stark miró al cielo. Volvió al lugar en que le esperaba la armada. En la orilla del mar, conferenció con los Cuatro Reyes, con sus propios lugartenientes y con Morn. Éste se dirigió a las tranquilas aguas y desapareció, dirigiéndose hacia los navíos de Sanghalaine, anclados detrás de un promontorio.
—Elegid vuestras tropas —les dijo Stark a los Cuatro Reyes. Se volvió hacia Aud—. Tú y yo iremos juntos.
Aud sonrió.
—¿Dónde están tus poderosas armas, Hombre Oscuro?
—Aquí son inútiles —replicó Stark—. ¿Quizá necesitas ayuda?
Aud enseñó de nuevo los dientes y fue a reunirse con sus tropas.
Pasando por los bosques, rodearon la ciudad. Como de costumbre, los perros iban en vanguardia para abrir camino. Corrían excitados, ávidos de combate. Gruñían con rabia y sus cerebros parecían convertidos en volcanes.
La mente de Stark, como su corazón, sólo era tinieblas. Necesitaba más que los perros la catarsis de una batalla. Dirigió a la larga hilera de Isleños, los de Astrane y Aud, a través de los helados árboles. Avanzaba deprisa, con un rostro tan taciturno y feroz que incluso Aud evitó molestarle.
Antes de que hubieran concluido el rodeo, el Viejo Sol desapareció detrás del horizonte.
En la oscuridad, Stark condujo sus tropas junto al puerto. Esperaron entre los árboles, en un punto donde los arbustos cubrían una ladera que terminaba en las aguas. Jadeantes, Gerd y Grith se apretujaron a Stark, que les rascó con la mano mientras la primera de las Tres Reinas se levantaba sobre el cielo septentrional. Su luz se reflejó en los ojos de Stark haciéndolos parecer lagos helados. Los ojos de los perros se veían amarillos y ardientes.
El portal de la empalizada estaba cerrado. La ciudad, muy silenciosa. Se veía poca luz. Los centinelas muertos por los perros tenían que haber sido ya descubiertos. Stark se preguntó lo que los jefes de la ciudad habrían deducido de ello. Los cuerpos no presentaban heridas: el Miedo les había matado. Se preguntó si los jefes conocerían la existencia de un ejército tan cercano. Ciertamente, estarían sobre aviso. Las pocas sorpresas consistirían en la naturaleza del ataque y la importancia de las fuerzas invasoras. Entre los atacantes, no se podía contar con los iubarianos, que peinaban cuidadosamente la retaguardia.
La segunda de las Tres Reinas ascendió al cielo. El agua del puerto centelleó como una lámina de plata en la que se recortaban las quillas y los mástiles de los barcos. La única iluminación provenía de las lámparas de la torre que se alzaba al final del muelle: apenas algunos rayos de luz filtrados a través de las saeteras y las grietas.
Los Isleños se mostraban tan silenciosos como animales al acecho. Stark escuchaba su respiración y el jadeo de los perros. Prestó oído más allá de aquellos sonidos y escuchó un ligero chapoteo junto a la torre; como un pez que saltase en las aguas.
Siluetas oscuras surgieron del agua plateada. Tomaron la torre, el dique, asaltaron las defensas. Un hombre aulló. Los gritos atravesaron la noche.
—Preparados —ordenó Stark.
Los Isleños obedecieron: entre los árboles se extendió un rumor.
Empezaron a oírse voces en la ciudad. Resonó un tambor; sonó un cuerno.
Nuevas formas aparecieron en el muelle. Su mojado pelaje brillaba bajo las estrellas. Se deslizaron entre las amarras.
—¡Ahora! —exclamó Stark.
Y los hombres de Astrane se dirigieron hacia el muelle, donde protegerían a los Ssussminh.
Las puertas de la ciudad se abrieron bruscamente. Por ellas aparecieron hombres armados que se encaminaron al puerto.
—¡Ahora! —le chilló a Aud.
Corrió para salir del bosque. Los Perros del Norte aullaban a sus espaldas.
Los ciudadanos se disponían a combatir. Stark vio rostros morenos, armas. Escuchó aullidos cuando los perros empezaron a matar. Luego, se encontró en mitad de la barahúnda.
Apenas era consciente de que Aud estaba a su lado, silencioso y terrible. Los Isleños no emitían sonido alguno, ni de desafío ni de dolor; Stark veía algo casi sobrenatural en aquella muda ferocidad, contrastándola con los aullidos de los aldeanos que, más numerosos que los Isleños, no tardaron en preguntarse si peleaban con hombres o con demonios.
Sin embargo, los aldeanos se defendían bravamente, hasta el momento en que otra ala del ejército sobrepasó los acantilados y los atacó por un flanco. En aquel momento, aterrorizados, se retiraron hacia la puerta, en la que un hombre fuerte y alto, de rubia cabellera, los reunió a fuerza de gritos instigándolos a rechazar a los Isleños. Stark combatió con él brevemente; la marea humana les separó. Algunos minutos más tarde, los habitantes de la ciudad retrocedieron al otro lado de la empalizada. Temblando y sudando, Stark se encontró en medio de los perros que se alimentaban. Aud le miró sólo una vez y se separó.
El reducido ejército esperó a que los barcos costeros y un buen número de embarcaciones menores hubieran salido del puerto, gracias a los esfuerzos de los Ssussminh y los Fallarins, que hincharon ligeramente las velas. Los navíos más importantes de Sanghalaine montaban guardia en la entrada del puerto, para desanimar cualquier intento de seguirles por mar. Los Isleños, ganando la costa, se retiraron. Las puertas de la ciudad siguieron cerradas.
Comenzó el largo embarque.
Cuando los últimos Isleños e iubarianos hubieron abordado los barcos capturados, Stark regresó al suyo y durmió mucho tiempo. Cuando despertó, su extraña expresión había desaparecido y Ashton pudo ocultar su alivio a duras penas.
Los barcos navegaban de común acuerdo, en dos formaciones diferenciadas, ayudados por un buen viento de popa. Las cobrizas luces del Viejo Sol se fueron convirtiendo día a día en más ardientes. Por la noche, las Tres Reinas subían muy altas; su reflejo destellaba en los fosforescentes surcos de las naves. Tenían que acercarse a las costas para conseguir agua potable y, a menudo, debían combatir por ella. En la mar, las velas corsarias se dejaban ver ocasionalmente; pero se alejaban cuando la importancia y pobreza de la flota resultaban evidentes.
Pedrallon se quitó las pieles y no dejó de moquear.
Ni los iubarianos y los Ssussminh se interesaban por los climas tropicales. De todos modos, expulsados de sus refugios del norte y el sur, se mostraban violentamente hostiles frente a cualquier visitante. Sanghalaine no tenía otra solución. Tenía que llegar a Ged Darod y esperar la llegada del navío estelar prometido por Gerrith.
Durante todo el largo viaje sobre el Gran Mar hasta Skeg, no oyeron por la radio ni una sola voz humana. Sólo escucharon los lejanos chasquidos de los espacios siderales, donde inmensos soles se alimentaban de cosas desconocidas para los seres humanos.
Stark no imaginaba que Gerrith le hubiera mentido. Pero, en su exaltación, podría haberse equivocado. Las profecías eran armas equívocas, listas para volverse en contra de los que creían en ellas. Stark miró con fijeza el Viejo Sol y supo que la estrella escarlata probablemente sería el último astro que vieran Simon y él.
Y luego... algo le hizo pensar que quizá Gerrith hubiera visto la pura verdad en el Agua de la Visión.
Una breve tormenta tropical cayó sobre la flota. Su violencia hizo naufragar algunos barcos de poco tonelaje, entre ellos el de Stark. Su mástil se rompió y el casco se llenó de agua tan deprisa que apenas tuvieron tiempo de salvar las vidas. Transmisores y ametralladoras se fueron al fondo, dejándolos, según la predicción de Gerrith, mudos y sin ningún bien procedente de otro mundo.
Febrilmente, supieron que había que llegar a Ged Darod lo antes posible. Ferdias era el único hombre de Skaith capaz de comunicarse con el cielo.
El punto más elevado de la Alta Ciudad de Ged Darod era un templete de mármol que dominaba el Palacio de los Doce. Los miembros del Consejo podrían sentarse en ella para contemplar su reino.
Ferdias y los otros cinco Señores Protectores, el viejo Gorrel estaba agonizando, permanecían de pie en el templete. El viento jugaba con sus blancos cabellos y túnicas níveas. Miraban, más allá de la Ciudad Baja, la llanura de color gris verdoso, marcada por las rutas de los peregrinos que convergían en Ged Darod desde todas direcciones. En cada ruta septentrional se perfilaba una incesante nube de polvo.
—¿No acabará nunca? —preguntó Ferdias.
A aquella distancia, no se podían distinguir las características individuales; pero Ferdias había visto a los peregrinos desde mucho más cerca y sabía que muy pocos de ellos merecían realmente aquel nombre... visitantes que harían ofrendas en los templos y se irían después. Los refugiados eran muchísimos más, montados en carromatos llenos de pertenencias, de viejos y niños, víctimas de la Diosa que acudían a implorar la ayuda de los Heraldos. Ferdias nunca hubiera pensado que las colinas de la Zona Templada Septentrional pudieran contener una población tan numerosa, ni que una estación de cosechas perdidas fuese capaz de generar tanta miseria. Evidentemente, los diezmos de los Heraldos se llevaban una gran parte de los excedentes; lo que hacía que las reservas fuesen muy escasas. Pero, pese a todo...
Las calles y albergues de la Ciudad Baja estaban llenos a rebosar. Fuera de los muros habían alzado campamentos que se ampliaban cada día que pasaba.
—Nos hacen falta más vituallas —dijo Ferdias.
—El norte no tiene nada que darnos, monseñor —se lamentó uno de los Heraldos vestidos de rojo que se amontonaban a espaldas de Ferdias con las varas de mando.
—Lo sé. Pero el sur no ha sufrido estas terribles heladas. En el mar hay pesca.
—El sur esta revuelto —respondió otro Heraldo vestido de rojo—. Todo el sistema de distribución ha sido alterado. Hay innumerables refugiados. La población por alimentar, legalmente o mediante la rapiña, también se ha duplicado. Nuestras peticiones son rechazadas o eludidas. Los Heraldos son atacados. Los príncipes meridionales nos dicen que primero tienen que atender las necesidades de sus súbditos.
—Nuestras actividades pesqueras —explicó un tercer Heraldo— han sido gravemente perturbadas por los Hijos del Mar, que exigen sus propios tributos.
—Sin embargo, toda esta gente que ha venido a Ged Darod tiene que ser alimentada —recalcó Ferdias. Su voz poseía la frialdad del acero—. Tengo a la vista un inventario de los depósitos de la Ciudad Alta y la Ciudad Baja. Incluso con un racionamiento severo, lo que no es posible, dentro de un mes nos quedaremos sin provisiones. —Hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad, la llanura y a cuantos seres vivían en ellas—. ¿Pueden venir a nuestra mesa y encontrarla vacía? ¿Y entonces?
Los rojos Heraldos, miembros del Consejo de los Doce, con las varitas doradas símbolos de su orgullo, evitaron la mirada de Ferdias. Pensó que el miedo se leía en sus ojos.
—Irán a otra parte —se atrevió uno.
—No irán a otra parte. Desde hace dos mil años, les hemos enseñado a no ir a otra parte. Somos su esperanza y su promesa. Si fallamos...
—Hay mercenarios.
—¿Debemos lanzarlos contra nuestros hijos? Pero, además —añadió Ferdias—: ¿quién podrá apostar por su lealtad cuando también sus vientres estén vacíos?
Las miríadas de campanas tintineaban dulcemente sobre los techos multicolores de los templos de la Ciudad Baja. Al otro lado del edificio de mil ventanas que se alzaba como un acantilado sobre aquellos techos, los patios interiores y los claustros de la ciudad de los Heraldos disfrutaban del sol. Ferdias pensó en la Ciudadela, en Yurunna y en la pérdida de su inmenso poder. Era casi como si el llamado Stark hubiera conseguido la ayuda de la Diosa de la Oscuridad; como si, aliados, avanzaran por el planeta destruyendo cuanto los Heraldos llevaban milenios construyendo.
—¿No lo entendéis? —preguntó Ferdias a los Doce Heraldos—. ¡Esa gente tiene que ser alimentada!
Kazimni de Izvand era de la misma opinión. Una parte de los jardines de la Ciudad Baja había sido destinada a cuarteles mercenarios. Otros grupos, aparte de los izvandianos, habían acudido a Ged Darod en busca de comida o empleo. Un océano de Errantes les rodeaba, ocupando a veces sus campamentos. Los mercenarios observaban las reglas de la higiene. Los Errantes, no. La fetidez de los jardines, antaño tan hermosos, resultaba asfixiante, al igual que la de las calles.
Los servicios que, durante siglos, habían bastado ampliamente para atender a un número normal de peregrinos y Errantes que llegaban para invernar, no podían bastar para las hordas que comían, dormían y excretaban donde podían. El hospital y el cementerio estaban abarrotados. Incluso los templos habían sido invadidos. Los Heraldos y sus servidores hacían lo posible; pero las epidemias ya se habían extendido por la ciudad y los campos de refugiados de más allá de las murallas. La distribución de alimentos a tales multitudes era lenta y difícil. Se agitaron los puños, se alzaron las primeras voces. Estallaron pequeños motines, en los cuales fueron robadas carretas de avituallamiento. Cada vez más a menudo, los mercenarios se vieron obligados a mantener el orden. Y el orden empezó a desmoronarse en todas partes.
Haciendo rondas con sus hombres para vigilar los carros cargados de provisiones, o acostado por la noche en el campamento, rodeado por la horda chillona, maloliente y movediza, Kazimni tenía la impresión de que la ciudad pesaba de un modo tangible, tanto que podría aplastarle. Sabía que se había equivocado al ir allí, lo mismo que los Heraldos se habían equivocado al librarse de las naves estelares. Se preguntaba lo que tendría que hacer cuando se acabasen los víveres de los Heraldos... y dirigía la mirada frecuentemente hacia el blanco acantilado de la Ciudad Alta.
Muy lejos, en la llanura, en la ruta occidental que terminaba en Ged Darod, una hilera de ojos enloquecidos, cuerpos pintados de rosa y plata, bailaba en el polvo.
El Pueblo de las Torres se detuvo en un desfiladero entre las montañas. Eran muchos menos que cuando salieron de las Tierras Sombrías. Las degeneradas criaturas ocultas en las ciudades muertas del norte los habían diezmado, lo mismo que el largo y helado viaje. No eran siempre los más débiles los que perecían. Tras devorar a todas las bestias, el Pueblo de las Torres avanzó a pie. Las provisiones que tenían apenas pesaban. Sus cuerpos delgados y demacrados, todos vestidos de gris, se veían más delgados que nunca, haciéndoles parecer un ejército de fantasmas que avanzase combatiendo contra las tempestades de nieve por las laderas de las montañas. Al fin, se habían detenido sin saber por qué, empuñando las armas, con los ojos pálidos mirando atentos detrás de las aberturas de sus máscaras grises y apretadas. La mayor parte de las máscaras carecían de señales distintivas. Adultos y niños esperaban, sin quejarse, sin hacer preguntas.