Authors: Leigh Brackett
Ferdias inclinó la cabeza.
—Presumo que nos pediréis asilo —concluyó Ashton.
Ferdias apartó la vista. Sus indomables hombros, al fin, caían ligeramente.
—Nuestros depósitos personales están vacíos —dijo—. Se lo hemos dado todo. Pero no nos creyeron.
Con la llegada del ejército proveniente del norte, la batalla, para Ged Darod, no tardó en concluir. Los Isleños tenían en su poder la Ciudad Alta. Los Heraldos supervivientes se reunieron con la masa de fugitivos de la llanura. Se habían quitado las túnicas y tirado las varas de su rango para que no les reconocieran.
La mayor parte de la Ciudad Baja estaba en llamas; no se podía hacer gran cosa. Las patrullas que recorrían las calles todavía practicables, procedían a operaciones de limpieza, ayudadas por tropas mercenarias. Éstos, con buen sentido, decidieron cambiar de bando. Por una vez, Kazimni de Izvand era rico en algo más que en heridas: él y sus hombres habían sido de los primeros en saquear los templos.
Las patrullas desdeñaron un estrecho callejón junto al templo de la Diosa Oscura. El templo había sido incendiado por una joven de largos cabellos, sentada soñadoramente bajo el ardiente viento que ella misma había despertado. Su cuerpo no llevaba más que desdibujadas marcas de pintura. Parecía demacrada; los cabellos se veían revueltos. Sus ojos, la imagen de su alma, se mostraban vacíos. Wendor la había abandonado, pero a ella no le preocupaba. Era normal entre los Errantes. Había perdido la fe en el inmutable poder de los Señores Protectores. La joven no se podía imaginar un mundo sin ellos, y no deseaba seguir viviendo.
El Hombre Oscuro la había destruido. Volvió a ver su rostro, extraño, atractivo, terrible. Todavía sentía el contacto de sus manos. Quizá Wendor dijo la verdad; quizá amaba a Stark. No lo sabía. Estaba muy cansada. Muy cansada para moverse, incluso cuando la rodearon las llamas del templo.
En veinticuatro horas, la situación de la llanura se estabilizó. La mayor parte de la gente que había resultado indemne se dirigió hacia el sur, donde, al menos, contaban con encontrar una posibilidad de poder de alimentarse. Los que no podían huir, se reunieron en unos campamentos bajo la protección de Sanghalaine. Muchos iubarianos y Ssussminh se volvieron hacia Skeg. Llegado el momento, todos regresarían a Skeg para apropiarse de las pesquerías y controlar el puerto estelar que sería reconstruido.
Los guerreros del desierto y los Fallarins se marcharon a continuación; pero aquella vez, el propio Alderyk conduciría la delegación que iría a Pax. Morn y la dama de Iubar se fueron con Pedrallon, Sabak y los otros jefes de los Hombres Encapuchados, incluido un Ochar. El Señor del Hierro, tras tocar y paladear el suelo de Ged Darod, descubrió que no albergaba mineral alguno y anunció que buscaría nuevas forjas entre las estrellas.
A disgusto, Kazimni optó por el navío. En alguna parte del universo se encontraría quizá otro mar de Skorva, en el que su pueblo podría edificar otra Izvand, en el frío seco y puro que hace fuertes a los hombres.
Tuchvar acariciaba a los perros. Había madurado y adelgazado desde que Stark le encontrara en los corrales de Yurunna; pero todavía podía llorar; y lloró.
—Quisiera seguirte, Stark. Pero ahora soy el Señor de los Perros. No puedo abandonarlos. Encontraré un lugar, una isla, donde no puedan hacer daño a nadie y vivan felices el resto de sus días. Quizá, luego, me reúna contigo.
—Naturalmente —le contestó Stark, sabiendo que Tuchvar nunca lo haría. Gerd y Grith se apretaban contra él—. Me llevo a estos dos, Tuchvar. No consentirán que les abandone. Pero, guárdamelos un momento. Tengo algo que hacer.
Los perros protestaron; pero les dejó y se dirigió a reunirse con Ashton en el Palacio de los Doce, convertido en Palacio de los Cuatro Reyes.
Ashton estaba en comunicación con el comandante del navío estelar.
—Podéis aterrizar cuando mejor os parezca.
—Estamos en la cara oscura. Aterrizaremos al amanecer.
—Todas las provisiones que traigan serán bienvenidas.
—Nos estamos ocupando de ello. No será mucho, pero algo habrá. ¡Oh! Creo que a Stark y a usted les agradará saber que Penkawr-Che y sus bandidos han sido interceptados por unos cruceros de la Unión Galáctica en la constelación de Hércules. Se defendieron, pero los cruceros tenían mejor armamento. Penkawr-Che se cuenta entre las bajas.
—Gracias —replicó Ashton.
Stark se sentía satisfecho, sin más. El cansancio de los largos meses pasados en Skaith se añadía a las más breves pero intensas fatigas de los combates y la falta de sueño. La alegría de la victoria se veía desteñida por el dolor que no le abandonaba desde que las llamas de la torre de Iubar calentaron al Viejo Sol.
Se volvió a uno de los irnanianos que montaba guardia junto al transmisor.
—Busca a Halk. Le esperaré en el patio del claustro.
Las velas ardían y las Tres Reinas brillaban en el cielo. Se veía muy bien. La ciudad estaba en calma. El humo que subía de los escombros de la ciudad ensombrecía el aire.
Halk llegó. El pomo de la inmensa espada brillaba por encima de su hombro derecho.
—No veo a tus guardias, Hombre Oscuro.
—Están con Tuchvar. Si me matas, han recibido órdenes de que te dejen en paz.
Halk alzó la mano y acarició el metal desgastado y liso del pomo del arma.
—¿Y si me matas tú, Hombre Oscuro? ¿Quién reunirá al pueblo de Irnan para llegar a los navíos? —Sacó la espada de la vaina y la volvió a guardar con fuerza—. Tengo mucho que hacer. No quiero arriesgar el futuro por el placer de matarte. Además, creo que tu herida es más profunda que cualquiera que pudiera infligirte. Te dejo con ella.
Se dio la vuelta y se alejó.
La última de las Tres Reinas desapareció en el oeste. Era la hora oscura en la que el sueño se hacía más profundo; pero Hargoth, el Rey de la Cosecha, no podía dormir. Su pueblo acampaba en las colinas que dominaban una inmensa llanura. Sobre la llanura, ardía una ciudad. Hargoth no deseaba acercarse pues aquella violencia le disgustaba. Sin embargo, cuando arrojó los dados, el Hijo de la Primavera señaló el humo inexorablemente.
Hargoth se sentía tan alarmado como excitado. La sangre vibraba en su delgado cuerpo. Inmóvil, esperaba. Sin saber qué, sabiendo solamente que si su espera estaba justificada, el cambio sería eterno e inmenso.
La oscuridad se desvaneció. El Viejo Sol vertió su medida de cobre fundido sobre el levante. La gente de las Torres empezó a despertar. Hargoth les hizo callar. Pálidos y brillantes bajo las máscaras, sus ojos miraban el cielo.
Primero escuchó el sonido, terrible y magnífico. La tormenta abrió el cielo cobrizo. Una forma inmensa descendió, cabalgando con una seguridad real sobre una columna de fuego. El suelo tembló a los pies de Hargoth; algo como martillos retumbaba en sus oídos. Luego, las llamas y los truenos se callaron. El navío dominó la llanura de Ged Darod. Incluso inmóvil, parecía dispuesto a volver a las estrellas.
—Levantaos —ordenó Hargoth a su pueblo—. Levantaos y marchad. La larga espera ha terminado y el camino de las estrellas está abierto.
Condujo al Pueblo de las Torres hacia la llanura, cantando el Himno de la Entrega.
Stark escuchó la canción, vio la larga fila gris e impartió órdenes rápidas para que no les atacaran.
Descargaron provisiones del navío y los pasajeros empezaron a embarcar; partían de tan buen grado como los demás. Gelmar se encontraba entre los rojos Heraldos que iban con los Señores Protectores para atenderles.
Entretanto, acompañado por los dos perros, Stark fue al encuentro del Rey de la Cosecha.
—¿Lo ves? —dijo—. Era el hombre de la profecía. ¿Quieres subir al navío?
—No —respondió Hargoth—. Me quedó con los míos hasta que todos podamos partir. Pero dos sacerdotes irán a defender nuestra causa. —Hizo un gesto y se adelantaron dos hombres delgados. Miró a Stark—. ¿Qué fue de la mujer de cabellos como el sol?
—La profecía de Thyra se ha cumplido —contestó Stark.
Acompañado por los dos sacerdotes, con Gerd y Grith siguiendo sus pasos, avanzó hacia el navío.
Ashton le esperaba en la esclusa. Penetraron juntos en la nave. El panel exterior emitió un chasquido. Muy deprisa, el suelo tembló de nuevo por el rayo y los truenos. El brillante casco atravesó el cielo.
Como un ojo tibio y perplejo, el Viejo Sol lo vio desaparecer.