Authors: Leigh Brackett
A la cabeza de su pueblo, Hargoth, el Rey de la Cosecha, cuya máscara portaba simbólicas espigas de trigo, se enfrentaba a un grupo de mujeres.
Habían salido de las ráfagas de nieve para cerrarles el paso. Su única ropa era un saco negro que les cubría la cabeza. Sus cuerpos desnudos eran delgados; la piel parecía corteza de árboles viejísimos endurecida por años de soportar la intemperie.
La que parecía poseer mayor autoridad gritó con voz ronca y chirriante que el Viejo Sol moría. Las otras mujeres lo corearon dolientemente. Alzaron los brazos al cielo y volvieron los rostros cubiertos por el saco negro hacia la débil palidez de la estrella escarlata que atravesaba las nubes tormentosas.
—¡Sangre! —aulló la mujer—. ¡Fuerza! ¡Fuego! ¡Sólo hay hombres en las montañas y el Viejo Sol tiene hambre!
—¿Qué queréis de nosotros? —preguntó Hargoth.
Lo sabía muy bien y miró a toda prisa hacia las abruptas paredes del desfiladero donde, sobre las crestas, más formas de corteza marrón se ocultaban tras las peñas dispuestas a lanzarlas. Hizo un gesto con los dedos; pero no era necesario. Los sacerdotes ocupaban tras él la posición ritual de la Llamada. Detrás de los sacerdotes, un hombre, cuya máscara mostraba dos rayos, susurró unas órdenes a los lanceros.
Hargoth extendió el brazo. Los sacerdotes formaron un semicírculo a sus espaldas y fue como si una flecha estuviera lista para volar. El poder de los cerebros unidos al suyo empezó a invadirle; lo dominó.
—Dime lo que quieres.
—Vida —dijo la portavoz—. Vida para dársela a nuestro Señor y Hermano. Somos las Hermanas del Sol. Le servimos y alimentamos su fuerza. Danos algo con lo que podamos alimentarle.
—También yo venero al Viejo Sol —contestó Hargoth suavemente. Sus ojos brillaban tras la máscara, fríos e incoloros como fragmentos del cielo invernal—. También venero a la Trinidad, mi Señor la Oscuridad, mi Señora el Hielo y su Hija el Hambre. Se acercan, hermana. ¿No sientes el aliento de la Diosa que te trae la paz?
El frío era muy intenso. La escarcha cubrió a las mujeres. Los copos de nieve se pegaban a ellas como hielo que se acumula a más hielo. El aire se llenó de débiles crujidos y tintineos, como si también se estuviera congelando.
Sobre las pendientes, los gritos y gemidos demostraban que las jabalinas habían alcanzado su objetivo. Sólo cayó un peñasco, que estuvo a punto de alcanzar a dos sacerdotes. La formación se rompió, así como el lazo mental cuya fuerza había llamado al frío. Pero aquella única Llamada bastó. Los cuerpos marrones y descarnados yacían inmóviles o se movían débilmente. Otros, a los que no había alcanzado la plena fuerza de la Diosa, retrocedían gimoteantes hacia el bosque.
—Sigamos nuestro camino —ordenó Hargoth.
La larga hilera gris volvió a ponerse en marcha silenciosa por la nieve.
Al fin, salieron de las montañas a un valle donde los campos abandonados brillaban bajo el hielo como si fueran de metal oscuro. Sobre una altura vieron una ciudad, vacía, sólo cenizas. Pero en gran parte podía volverse habitable de nuevo y el clima parecía templado. Hablaron de establecerse allí. Sin embargo, no había nada que comer y la idea dejó de gustarles poco después.
Hargoth lanzó los dados del Hijo de la Primavera. Los arrojó tres veces y tres veces indicaron el este. El Pueblo de las Torres siguió su camino, sobre el flanco norte de una cadena montañosa mucho más alta que la que acababan de cruzar. Sus picos desaparecían en una capa de espesas nubes.
La marcha de los hombres de Thyra era más lenta. Cubiertos de hierro, avanzaban en filas sólidas, pisoteando el suelo implacablemente. En el interior de las sonoras escuadras, mujeres, niños, bestias de carga. No se detenían más que cuando eran atacados. En aquellos casos, las espadas y los escudos de hierro formaban un muro defensivo sólido y mortal.
No poseían la audacia ni la fantástica rapidez del Pueblo de las Torres, y fueron atacados muchas más veces que ellos. Se entretuvieron ante Izvand, sintiendo la abundante comida que cobijaban sus muros. Muros demasiado sólidos como para caer bajo el hierro thyrano. Se comieron a sus últimas bestias y siguieron adelante.
Al atravesar las Tierras Estériles, pisotearon la nieve de los pasos montañosos. Cuando finalmente alcanzaron las verdes y suaves tierras del sur, habían perdido a más de cien hombres, sin contar mujeres y niños. Incomodados por el calor, debilitados por la larga marcha, sudando y sufriendo el agobio de las cotas de malla, continuaron, buscando comida.
Un sendero les condujo a un claro. En él encontraron una docena de cabañas de techos de palma. Media docena de familias molían grano. Los granjeros murieron muy deprisa.
Los thyranos descansaron y comieron. Al tercer día, un Heraldo vestido de verde, escoltado por diez mercenarios, llegó para exigir su parte de la cosecha.
Rodeados antes de darse cuenta, el Heraldo y sus hombres fueron llevados ante el Señor del Hierro. El estandarte de Strayer estaba a su lado y el Martillo de Strayer brillaba en su pecho.
—Dime dónde puedo encontrar a Gelmar de Skeg —exigió.
El Heraldo era joven. Miró las espadas lleno de terror.
—No existe tanto metal en todo el Cinturón Fértil —exclamó—. Debéis venir de muy lejos.
—De Thyra, muy cerca de la Ciudadela. En otra ocasión hicimos prisioneros para Gelmar: una mujer de cabellos de oro, irnanianos, y un hombre que decía venir de las estrellas. Gelmar nos pagó muy bien. Quizá nos ayude también ahora. Buscamos un lugar donde encender las forjas, lejos de la Diosa Oscura que debilita el hierro. ¿Dónde está Gelmar?
Gelmar estaba en Ged Darod. Pero el Heraldo mintió, pues Ged Darod rezumaba refugiados a los que no podía alimentar.
—Está en Skeg —aseguró.
Le indicó al Señor del Hierro la ruta a seguir para llegar a la ciudad.
—Y ahora —dijo—, como veo que os habéis comido casi todo el grano, seguiré mi camino.
Pero no fue mucho más allá, ni averiguó nunca el resultado de sus mentiras.
Los barcos alcanzaron la costa cerca de Skeg. Allí, se separaron. Los de Stark se dirigieron al norte, los de Sanghalaine al sur, para poder atacar Skeg por tierra desde ambas direcciones y con los Ssussminh desde el mar. Stark y los suyos se reunieron con las tropas de Morn en los escombros de la plaza principal y se hicieron con la ciudad antes de que aparecieran las tropas de Sanghalaine.
Afortunadamente, la oposición fue muy poca. Tras el incendio del astropuerto y del enclave extranjero, Skeg se había convertido en un puerto pequeño y letárgico, comerciante de peces y cereales. La mayor parte de sus habitantes huyeron y no fueron perseguidos. Sólo tuvo lugar una violenta y breve escaramuza en las pesquerías, defendidas por un grupo de mercenarios. También protegían al Heraldo que controlaba la mayor parte de la pesca. El Heraldo fue hecho prisionero.
Stark le interrogó sobre Ged Darod.
—Allí todo va bien —dijo el Heraldo. Tenía el rostro crispado y sus ojos evitaban los de Stark—. Hay diez mil hombres listos para el combate...
«Mentiras», dijo Gerd, encogiendo la lengua detrás de los colmillos.
«Tócale».
Los ojos de Gerd ardieron. Sollozando, el Heraldo cayó de rodillas.
—Te lo preguntaré otra vez —le susurró Stark—. ¿Qué pasa en Ged Darod?
El Heraldo miró a Stark con un odio infinito y guardó silencio.
«Tócale».
Gerd obedeció, azotando con terror la mente del Heraldo.
—Vienen —balbuceó—. Vienen de todas las partes, los hambrientos, los desamparados, y nosotros... —inclinó la cabeza, estremeciéndose—... no podemos alimentarlos a todos. Cuando los almacenes queden vacíos, no sé lo que pasará. Sus rostros me aterran. Creo que ha llegado nuestra última hora.
—¿No hay tropas? ¿Mercenarios? ¿Está defendida la Ciudad Alta?
—¿Defendida? ¡Oh, sí! Y hay mercenarios, y mucha más gente dispuesta para combatir. Pero si no cumplimos con nuestro pueblo, si el pueblo pierde la fe en nosotros...
—Lo traicionasteis al despedir a los navíos —recordó Stark—. Y ahora la Diosa os castiga con la verdad. Creo que haré una ofrenda cuando lleguemos a Ged Darod. —Se volvió hacia el capitán de los iubarianos y, tranquilamente, le dijo—: Os aconsejo que la próxima vez seáis un poco más rápidos. Si los Isleños pensaran que les habían mandado a combatir por vosotros, podrían crear bastantes problemas.
—Entonces, si puedes, contén a esas bestias salvajes —replicó el capitán. ¡No vamos a correr para cogerlos!
Se alejó con sus hombres para establecer un perímetro defensivo que les permitiera descargar las vituallas y las desmontadas máquinas de guerra y luego disponer todo para la marcha.
No hubo ataques. Durante los preparativos, Stark efectuó algunos reconocimientos junto con los Isleños, a los que tenía que ocupar en algo. Eran salvajemente impacientes: y su tierra prometida estaba un poco más allá del horizonte. Stark les comprendía; cada hora de espera representaba una tortura. Se preguntaba si el navío de apoyo habría llegado y si Ferdias se mantendría en contacto con él. Stark temía que los Isleños se vinieran abajo con el calor, pero por el contrario, les sentó maravillosamente. Se quitaron las pieles, ofreciendo al sol sus cuerpos pálidos hasta que se pusieron morenos. Vivían casi desnudos, tanto hombres como mujeres, y su vitalidad casi daba miedo. Los Cuatro Reyes acariciaban las placas de oro que adornaban sus pechos y no separaban la vista del nordeste.
Por contra, los Ssussminh sufrían lo indecible. Procuraban en todo momento proteger sus cuerpos del sol, pues la piel se les secaba. Sobre el suelo, se movían con pesadez y el calor les arrebataba la fuerza que, pese a todo, seguía siendo terrible. Nunca se quejaban. Sin embargo, cuando Stark se hallaba junto a ellos, recibía mentalmente un sentimiento de tristeza y «veía» cosas que sus ojos nunca habían visto: las salas y cámaras de una ciudad bajo el mar, decoradas con perlas, coral, marfil y admirables conchas. Recorrió las calles de aquella ciudad y la vio morir al ser invadida por las más oscuras aguas del mar. Y sintió la indecible pena, el lacerante deseo de recuperar lo que se ha perdido para siempre.
Aquello parecía una eternidad; pero, tras un lapso de tiempo que fue realmente muy corto, el ejército se encaminó por la Ruta de los Heraldos y avanzó hacia el norte, tan deprisa como podían ir los hombres que arrastraban las catapultas y las grandes máquinas de guerra, montadas en carros, construidas especialmente durante el viaje por los carpinteros de a bordo. Las mujeres de Iubar, que no llevaban armas, se quedaron con sus hijos y un retén en la vieja fortaleza del puerto de Skeg. Sólo Sanghalaine acompañó a los guerreros en una silla de mano que rodeaban y portaban los altos Ssussminh.
La pequeña tropa de Stark precedía incluso a la propia Cabeza de Gengan. Alderyk, huraño e irritable como una rapaz, se mostraba tan impaciente como los Isleños.
—Mi pueblo se encuentra en alguna parte de esta ruta. Es una locura el que tuviera que dejarles.
—Viniste para controlar el torbellino que devora tu mundo —le comentó Stark—. ¿Te acuerdas?
—¡Qué tontería! Fui guiado por mi ansia de ver mundo. El Lugar de los Vientos era una prisión. Ahora que mi pueblo se ha visto forzado a dejarlo, me parece muy querido y bello.
—La Diosa lo ha conquistado. Nunca podrás volver.
—¿Dónde iremos, Hombre Oscuro? ¿Dónde encontraremos otro hogar?
—Si llega un navío, como prometió Gerrith...
—Estoy harto de oír hablar de navíos.
Las alas de Alderyk se abrieron y se cerraron con un seco chasquido. Un torbellino de polvo se alzó en el camino.
Halk se rió.
—Todos estamos cansados de tus navíos, Hombre Oscuro; y de las profecías de Gerrith. No podemos fiarnos más que de la fuerza de nuestros brazos. —El pomo de la inmensa espada brilló bajo el sol, por encima de su hombro derecho. A media voz, le dijo a Stark—: No he olvidado la promesa que te hice.
—Yo tampoco —espetó Stark—. ¿Cómo puede un niño ser tan alto?
Se alejó, llevándose a los perros irritados y rugientes.
De reconocimiento con la jauría, recibió una advertencia de Gerd: «¡Hombres!» Un poco más adelante, una masa oscura cerraba el camino.
Buscando alimento, los thyranos no habían avanzado directamente hacia Skeg. Tras encontrar un puesto de guardia en la Ruta de los Heraldos, lo tomaron. Encontraron hombres y animales, pues las postas de la Ruta Baja todavía recibían provisiones. El Señor del Hierro quedó muy satisfecho.
Hasta la aparición del ejército.
Cuando la nube de polvo se hizo visible, los thyranos formaron un muro de escudos. A toda prisa, las mujeres montaron los despojos humanos en las bestias de carga. El Señor del Hierro esperó bajo el estandarte de Strayer.
El ejército se detuvo. Stark, incrédulo, miró el estandarte.
Luego el sombrío reflejo de los escudos, de los pectorales y los cascos no dejó lugar a la duda.
—Thyranos —exclamó.
Halk se unió a él. Desenvainó la larga espada.
—¡No los he olvidado! —Levantó el arma, gritó algo a los Isleños y saltó hacia adelante.
Stark le puso una zancadilla que lo derribó por el suelo y le durmió con un golpe en la nuca. Sujetadlo, les ordenó a los perros. Le quitó la espada.
Ansiosos por combatir, los Isleños se adelantaron.
—¡Paradlos! —gritó Stark, dirigiéndose a los Cuatro Reyes.
—No tememos ni las espadas ni los escudos —le replicó Delbane.
—No hay que apresurarse. Halk tiene una querella personal con esa gente. Mataron a su compañera. A menos que nos ataquen, esperad a que hable con ellos.
Morn se había adelantado para averiguar lo que pasaba. Stark le dirigió unas cuantas palabras y Morn regresó junto a los iubarianos. Stark miró a Halk de soslayo, tumbado, loco de rabia, en el polvo, rodeado por los perros. Llamó a Gerd y Grith y avanzó hacia el Señor del Hierro.
—Nuestro último encuentro —saludó Stark— tuvo lugar en tu morada de Thyra, cuando nos vendiste a mí y a los míos a los Heraldos.
El Señor del Hierro asintió. Miró a los perros.
—Habíamos oído decir que robaste los guardianes de la Ciudadela. Era difícil de creer. —Se encogió de hombros y el simbólico martillo se alzó en su enorme pecho—. Así que sois más que nosotros y llevas a los mortales perros. Sin embargo, podemos pelear. —Las filas de hierro hicieron retumbar los escudos—. O podéis dejarnos seguir en paz hacia Skeg.