Authors: Leigh Brackett
—Todo el sur parece que se ha puesto en marcha —corroboró Stark—. El pueblo de Iubar puede que se encuentre entre ellos.
Gerrith sacudió la cabeza.
—No. Sólo es la primera oleada de la Segunda Migración. Iubar no se ha movido.
—¡Bien! —exclamó Stark—. Si emigran, será por mar. Podemos esperarles.
—No será necesario —replicó Gerrith.
Y así fue.
Sin embargo, por radio, Ashton se mantenían lo más al corriente que podía acerca de los proyectos de Penkawr-Che y sus navíos. Escuchaba muchas comunicaciones entre el «Arkeshti» y los otros dos. La segunda nave, que había regresado de Iubar sin mucho botín, se reunió con el «Arkeshti» en la landa poco después de que Stark y los suyos atacasen al tercero cerca de Andapell. Stark y Ashton sorprendieron varias conversaciones enfurecidas. La llamada de ayuda de Ashton y su mensaje sobre Penkawr-Che y sus capitanes habían generado el pánico.
Penkawr-Che lo calmó. No había certeza alguna, dijo, de que la transmisión de Ashton hubiese sido recibida, ni atendida en caso de que la hubieran escuchado. Además, lo que dijera un solo hombre, aunque se tratase de Simon Ashton, no probaba nada. En el peor de los casos, hacía falta tiempo para que un navío de la Unión Galáctica llegase a Skaith.
En cualquier caso, decidieron finalizar su estancia en la landa y despegar antes de que llegase cualquier nave procedente de la base de la U.G. más próxima. Pero el mayor problema de Penkawr-Che lo constituía el navío de Andapell, tan seriamente dañado por Stark. El capitán, propietario también, exigía que se lo reparasen y le prestasen auxilio.
La prudencia dictaba abandonarlo, pues las reparaciones exigirían mucho tiempo.
Pero la avaricia consideraba la pérdida de tan rico cargamento, difícilmente transbordable si se tenían en cuenta los problemas logísticos de tal empeño, y para el cual además costaría trabajo encontrar sitio dado lo atestados que estaban los almacenes de los otros dos navíos; a menos que se olvidase el proyecto de atacar la Morada de la Madre. Y nadie quería renunciar a ello; sobre todo el capitán del segundo navío, que pensaba que, hasta entonces, se había llevado la peor parte.
La avaricia triunfó. Reunieron repuestos y técnicos de los tres navíos para reparar los bancos de datos. El tercer navío, finalmente, despegó y se situó en órbita estacionaria por encima de la landa. El «Arkeshti» y la otra nave se reunieron con él en órbita. Acto seguido, conjuntamente, los tres cambiaron de órbita y desaparecieron por encima del otro hemisferio. Ashton no volvió a oírles.
Los tres navíos aterrizaron en la Llanura del Corazón del Mundo, bajo la muralla de las Llamas Brujas donde la aurora danzaba sobre picos resplandecientes.
El triple impacto del aterrizaje fue percibido en los más profundos niveles, allí donde los Hijos de Nuestra Madre Skaith cultivaban jardines y se preocupaban por el cambio de temperatura acaecido de modo tan súbito. No se trataba más que de dos o tres grados; pero en un ambiente cerrado, en el que desde hacía siglos no se había producido ninguna alteración, las abundantes cosechas parecieron de modo repentino más frágiles y vulnerables.
La noticia del impacto corrió por el laberinto de salas labradas hasta llegar a oídos de Kell de Marg, Hija de Skaith. Poco después, desde el alto balcón que dominaba la llanura, miró fuera nuevamente.
Vio cómo despegaban los cazas y volaban a lo largo de los acantilados, como un enjambre de abejas golosas buscando la entrada al pocillo de miel.
Kell de Marg apostó vigías allí donde no los había desde el final de la Gran Migración. Habló con sus capitanes. Luego, acompañada por su Primer Adivino, recorrió los largos corredores mal iluminados, atravesando las monásticas salas donde estudiaban los adivinos más jóvenes. Hay tan pocos, pensó. Tan pocos, tantas salas desiertas. Al fin, llegó a la gran Sala de los Adivinos, donde se encontraba el Ojo de la Madre.
La sala era circular; de la alta bóveda colgaba una lámpara de plata cuajada de oquedades. La lámpara no estaba encendida. Pequeñas velas parpadeaban por los muros, antaño cubiertos por un tapiz antiguo y sagrado: el Velo. Sobre aquel Velo, el rostro de la Madre, reproducido tantas veces, contemplaba a sus Hijos con benevolencia. Del Velo sólo quedaban jirones negruzcos y las propias paredes evidenciaban los padecimientos del ataque del fuego. Aquel sacrilegio había sido cometido por una criatura de Fuera, por la mujer de cabellos de oro que acompañó a Stark cuando ambos estaban cautivos del Heraldo Gelmar.
Como siempre que veía aquella destrucción, la Hija de Skaith sintió furor.
Los acólitos bajaron la lámpara de plata suspendida de una cadena y la encendieron. Los adivinos se agruparon alrededor de lo que se encontraba debajo. Un objeto alto, de un metro de diámetro, cubierto por una capa finamente bordada.
Retiraron la tapa. El Ojo de la Madre reflejó los destellos de la lámpara, balanceándose por encima suyo. El enorme cristal, translúcido como una gota de lluvia, absorbía la luz más que reflejarla. Los rayos dorados descendían, se perdían, a veces profundos, a veces superficiales, pero siempre en movimiento. Con las cabezas inclinadas, los adivinos interrogaron mediante sus almas las profundidades del cristal.
Kell de Marg, la suplicante, esperaba.
El Ojo de la Madre se oscureció. Su claridad se hizo grumosa y lacia, como si fuese invadida por una corriente de sangre.
Suspirando, el Primer Adivino se levantó.
—El fin es siempre el mismo. Y está muy cerca.
—Luego, ¿qué hay?
Dócil, el adivino volvió a inclinar la cabeza, aunque ya conocía la respuesta.
Lentamente, el cristal se calmó y aclaró como un lago en verano.
—Paz —dijo el adivino—, pero la Madre no revela qué clase de paz.
Cubrieron el Ojo nuevamente y apagaron la lámpara de plata. Kell de Marg se quedó de pie en la sala crepuscular; se la veía hermosa con el real armiño de color pálido, sus ojos inmensos, graciosa, con un arnés de oro y joyas que brillaban suntuosamente incluso con aquella débil luz. Al igual que los adivinos, se quedó inmóvil mucho tiempo.
—Si huimos de aquí —se expresó finalmente, sin dirigirse a los adivinos, ni a sí misma, sino a alguien mucho más poderoso—, si escapamos, ¿qué podemos encontrar en el amargo mundo? Nuestras vidas están consagradas a la Madre. No podemos volver al exterior. Nunca podremos reconstruir lo que hemos construido aquí, bajo las Llamas Brujas. Somos moribundos. Más vale morir aquí, donde nos cobijarán los brazos de la Madre, que Fuera, bajo los crueles lanzazos del viento.
Los adivinos suspiraron con pena infinita.
—Sin embargo —prosiguió Kell de Marg—, si alguien quiere irse, puede contar con mi permiso.
Regresando a su trono en las rodillas de la Madre, convocó a los consejeros, a las Madres del Clan y a los jefes de todas las hermandades, así como a los principales sabios que no se habían perdido irremisiblemente en el inmenso laberinto de la Morada de la Madre. Aquella morada que contenía la historia de un planeta en la que generaciones de investigadores habían estudiado, catalogado y recreado: descifrando lenguas antiguas, reconstruyendo viejas músicas, gozando del saber como único amor, con la mente libre y el cuerpo alimentado.
Seguramente, bajo el cielo no habrá sitio para seres así, consideró Kell de Marg.
Le habló a su pueblo; explicó las opciones.
—Yo me quedaré —afirmó— con los que quieran defender a mi lado la Casa de la Madre contra los extranjeros. Los que deseen afrontar el porvenir en otra parte, pueden marcharse por la puerta oeste y el paso que conduce a Thyra.
Nadie decidió partir.
Kell de Marg se levantó.
—Bien. Moriremos con honor. Ahora, si llega el caso, nos pondremos en manos del invasor o, más adelante, en las del Tiempo. En todo caso, seguiremos fieles al voto que hicimos tanto tiempo ha. Sería injusto que sobreviviéramos a la Madre.
Se volvió hacia el chambelán.
—Creo que tenemos armas. Buscadlas.
Los Hijos de Nuestra Madre Skaith se prepararon.
Pero el ataque no se produjo.
Los cazas volaron a lo largo de la muralla rocosa, buscando la entrada. No era fácil distinguir las altas almenas de la Casa de la Madre entre el millón de agrestes gargantas de roca helada. Los cazas afrontaban los vientos y las ráfagas que camuflaban las Llamas Brujas bajo una nevada cegadora. Los Hijos empezaron a confiar en que los extranjeros se marcharían finalmente.
Pero se quedaron.
Dos veces, los cazas picaron, desde el paso, bombardeando la desnuda roca que se extendía bajo el Hombre Tendido. Los Hijos deslizaron a sus puestos defensivos los gigantescos bloques de los bastiones interiores. La segunda vez, las cargas explosivas destrozaron la puerta exterior. El Hombre Tendido se derrumbó, sellando la abertura con innumerables toneladas de roca fragmentada que los forasteros podrían desplazar. Volvieron a la llanura y renovaron sus tozudas investigaciones. Kell de Marg no podía saberlo, pero el tiempo jugaba a su favor.
Los Hijos fueron traicionados por la imprudencia o el excesivo celo de un centinela. Se dejó ver por uno de los observadores y la invasión comenzó.
Aquel día, los vientos estaban en calma. Por encima de los picos, el Viejo Sol parpadeaba tibiamente. Los cazas pudieron acercarse mucho a las murallas de roca. Bombardearon la abertura y penetraron por ella a lo largo del corredor. El centinela dio la alerta, pero los Hijos no aparecieron. Los rayos láser no alcanzaron más que a la roca.
Tras los láseres, llegaron los hombres. Penetraron en la Morada de la Madre.
Los invasores atravesaron las tinieblas: los Hijos habían retirado las lámparas. Pero llevaban las suyas propias; duros rayos blanquecinos que surcaban la oscuridad sin iluminar realmente. Ocuparon el corredor, empuñando armas automáticas, cubriendo la llegada de nuevos invasores que, como ellos, descendieron con ayuda de cables.
Los corredores y las salas oscuras permanecieron silenciosas. El aire olía a polvo, aceite perfumado y algo que los extranjeros no pudieron definir: quizá la antigüedad, o el sutil hálito de la descomposición exhalado por millones de objetos reunidos en las innumerables estancias labradas en el corazón de la montaña.
Los invasores oyeron ruidos. Susurros. Jadeos. Pasos ligeros y apresurados. Pero las bóvedas de roca deformaban los sonidos y se preguntaban si no escucharían los ecos de sus propios movimientos o cosas más terribles.
Les tranquilizaba el peso de las armas, sabiendo que nada había en aquellas catacumbas que pudiera enfrentarse a ellas.
Los Hijos también lo sabían.
—Esperad —ordenó Kell de Marg. Portaba la armadura inútil y soberbia—. Si creen que no atacaremos, quizá empiecen a cometer imprudencias.
—Pero ya han empezado a robarnos los tesoros —protestó uno de los capitanes más jóvenes—. ¿No es nuestro deber morir con honor por defenderlos?
—Siempre hay tiempo para morir —le replicó Kell de Marg—, y no faltarán ocasiones. Mientras tanto, preparad nuevas flechas envenenadas para los arcos.
Los Hijos no habían combatido desde los turbulentos días de la Gran Migración; y ya habían pasado muchos siglos. No estaban acostumbrados a las armas. Las espadas representaban más un ornamento que algo que se pudiera usar. Los arcos, pequeños y ligeros, disparaban sólo a corta distancia, pues en las catacumbas todas las distancias lo eran; el poder de penetración de las flechas era mínimo. Pero, tras sumergir las puntas en una pasta amasada con unas setas que cultivaban en los niveles inferiores, las delgadas flechas no tenían que penetrar mucho. Un arañazo resultaba suficiente.
Los Hijos se mostraban atentos para no ser vistos por los invasores. Iban de un lado a otro por los corredores que atravesaban la infinidad de salas adyacentes. Supieron que los capitanes habían llegado. Cuando los hombres, cada vez más audaces por la falta de oposición, se sumieron en las salas talladas en la roca, los Hijos no dejaron de vigilarles.
Los invasores eran difíciles. Querían objetos fáciles de transportar: estatuas, joyas, armas preciosas, cuadros, libros; objetos lo suficientemente raros como para atraer a los amantes de las artes exóticas. Quedaron absortos en sus pesquisas, rebuscando entre objetos grandes y pesados para descubrir los de talla más pequeña. Poco a poco, los fueron transportando a los cazas. Los hombres empezaron a apoderarse de cuanto podían ocultar entre las ropas. El tiempo permanecía tranquilo y cada habitación conducía a otra inevitablemente.
Súbitamente, de una de las altas almenas que dominaban la llanura, un observador vio nubes negras que cubrían las Montañas Crueles con anchas capas de nieve. Envío un mensaje a Kell de Marg.
Los invasores, prevenidos igualmente, deshicieron lo andado para volver a los cazas, que no tardaron en aterrizar para esperar a que cesase la tormenta.
Los Hijos atacaron.
Ocultos en las más oscuras salas, golpearon los rayos luminosos que se alejaban. Apostados en el interior de oscuros portones, dispararon con los arcos. Los invasores eran profesionales; se retiraron ordenadamente. Pero los Hijos estaban a su alrededor y delante de ellos. Los extranjeros percibieron cuerpos de blanco pelaje, vestidos con centelleantes armaduras. Vieron arder sobre ellos los ojos locos de las criaturas de la noche; ojos que desaparecían en el acto por el laberinto. Oyeron los chasquidos y los silbidos de los arcos, unas armas tan ridículas comparadas con los disparos de las armas automáticas, multiplicados en las cavernas rocosas. Pero las armas automáticas acabaron por callar; mataron a muchos Hijos. Pero había más Hijos; sus flechas aceradas atravesaban la carne. Y poco importaba la rapidez con que las desclavasen.
Los capitanes estelares y sus hombres subieron a los cazas.
Cuando el zumbido de los motores hubo desaparecido, Kell de Marg y los capitanes supervivientes acudieron al corredor principal. La mujer observó el botín y los cadáveres esparcidos por él.
—Que tiren los cadáveres por el balcón. Devolved los tesoros a sus salas. Luego, que venga la Hermandad de Artesanos. Cada ventana que da al mundo debe ser cerrada para siempre. Las puertas ya lo están. Emplearemos el tiempo que nos queda en aumentar nuestro saber y dejar aquí, en la Morada Eterna, los relatos de todo lo que sabemos de Nuestra Madre Skaith.