—Sí. Los niños también. ¿Y vosotros?
—No podemos quejarnos. Seguimos adelante. —Cambió de tono al preguntar—: Quieres hablar con Claudio, ¿no?
—Sí. ¿Está en casa?
—Sí; está ayudando al pequeño de Riccardo a hacer un rompecabezas. Hoy tenemos a los pequeños.
—Pues no le molestes, Elsa. En realidad, sólo quería saber cómo estáis. Dile que he llamado y que le mando un abrazo. Y a todos vosotros.
—Se lo diré, Guido. Y besos a Paola y a los niños de parte de todos nosotros.
Él dio las gracias y colgó, luego cruzó los brazos encima del teléfono y apoyó en ellos la cabeza.
Al cabo de unos minutos, alguien llamó violentamente a la puerta de la cabina. Era uno de los vendedores de los puestos de
souvenirs
que bordean la
riva,
un tipo tatuado y melenudo al que Brunetti había conocido en el desempeño de sus tareas policiales.
Al parecer, el hombre no lo reconoció.
—¿Se encuentra bien,
signore
? —preguntó.
Brunetti se irguió y dejó caer los brazos a los costados del cuerpo.
—Sí —dijo empujando la puerta de la cabina—. Es que acaban de darme una buena noticia.
El hombre lo miró con asombro.
—Extraña manera de reaccionar —dijo.
—Sí, sí, es cierto —dijo Brunetti. Dio las gracias al hombre por su interés con unas palabras que el otro desestimó encogiéndose de hombros mientras volvía a su tenderete. Brunetti emprendió el regreso a la
questura.
Por el camino decidió no decir nada a nadie. Habían limpiado el ordenador de la
signorina
Elettra: así debía seguir. El de Vianello había salido de la
questura:
que se quedara donde estaba. El cadáver había desaparecido, pero Claudio estaba a salvo. Si los poderes que los regían a todos querían investigar el asesinato por su cuenta, que investigaran. Él se desentendía, se lavaba las manos. Maldecía y abominaba del que él llamaba su antiguo yo, su yo no reformado, que se había arriesgado a poner en peligro a su amigo y, sin duda, el empleo y quién sabe si la seguridad de dos personas de la
questura
que le eran muy queridas.
Una parte de su mente había seguido adelante mientras la otra parte procesaba lo que acababa de captar. Él aminoró el paso. Se metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos, casi sorprendido de que éstos no estuvieran mojados. «Dos personas de la
questura
me son muy queridas.»
—¡María Santísima! —dijo, utilizando la exclamación con la que su madre solía celebrar las sorpresas agradables.
En días sucesivos, Brunetti se encontraba en un estado de abulia, sin voluntad ni energía para trabajar ni para preocuparse por estar sin hacer nada. Entrevistó a varios profesores y estudiantes de la universidad y le pareció que todos mentían, pero no le importaba. Al contrario, le producía una alegría malsana el que la corrupción y el fraude se manifestaran precisamente en el departamento de Historia del Derecho.
Los chicos notaban algo raro en él: a veces, Raffi le pedía que le ayudara en sus estudios y Chiara se empeñaba en hacerle leer sus redacciones para la clase de Lengua y luego le preguntaba su opinión. Paola había dejado de quejarse de las clases; lo que es más, había dejado de quejarse de todo, de tal manera que Brunetti empezaba a sospechar que unos extraterrestres habían abducido a su esposa y dejado en su lugar una replicante.
Una noche, a las dos, los drogadictos que habían cometido la serie de robos en pisos fueron sorprendidos en la vivienda de un notario por el hijo de éste, a su regreso de una fiesta en casa de un amigo. El chico, que había bebido demasiado, hizo mucho ruido al entrar en el apartamento y, al ver a los dos hombres en la sala de estar, arremetió contra uno de ellos. El ruido despertó al padre, que se presentó en la sala con una pistola. Uno de los ladrones, al verlo, levantó las manos. El notario le disparó a la cara y lo mató. El otro trató de huir, asustado, pero cuando se desasió del hijo, el notario le disparó al pecho matándolo instantáneamente. Luego, dejó la pistola y llamó a la policía.
Brunetti, al leer el informe a la mañana siguiente, se sintió consternado ante semejante atrocidad y estupidez. Quizá ellos se hubieran llevado una radio, un televisor, como mucho, quizá unas joyas. Pero el notario debía de ser de los que tienen un buen seguro y no hubiera perdido nada. Y ahora aquellos dos pobres diablos estaban muertos. El tío de uno de ellos trabajaba de sastre en la tienda en que Brunetti se compraba los trajes, y fue a la
questura
a preguntarle si harían algo al notario. Brunetti tuvo que decirle que lo más probable era que se declarase que había actuado en
legittima difesa
y fuera exculpado.
—¿Y eso es justo? —preguntó el hombre—. ¿Le pega un tiro en la cara a Mirko como a un perro y no le pasa nada?
—No hizo nada de lo que legalmente podamos acusarle,
signor
Buffetti. Tiene permiso de armas. El hijo dice que su sobrino trató de atacarle.
—Es natural que diga eso —gritó el hombre—. Es su hijo.
—Me hago cargo de sus sentimientos —dijo Brunetti—. Pero no se le puede imputar ningún delito.
El sastre tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la cólera y, aceptando la validez de los argumentos de Brunetti, se levantó y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió para decir:
—No puedo discutir de términos legales con usted
dottore.
Pero pienso que la policía no debería quedarse con los brazos cruzados cuando se mata a un hombre. —Se fue cerrando la puerta con suavidad.
Brunetti no era dado a creer en señales y augurios; para él la realidad era ya bastante misteriosa. Pero reconocía una verdad cuando se la ponían delante.
La
signorina
Elettra, quizá escarmentada por la facilidad con que su ordenador había sido violado, no había vuelto a preguntar por el caso ni se había ofrecido para seguir indagando. Vianello se había llevado a su familia a la montaña dos semanas. Cuando Buffetti se marchó, Brunetti llamó a Vianello con el
telefonino
del
signor
Rossi.
—Lorenzo —dijo cuando el inspector contestó—, creo que tan pronto como regrese tendremos que ocuparnos de un asunto pendiente.
—A ciertas personas no les gustará eso —respondió Vianello, lacónico.
—Es probable.
—Aún tengo la información.
—Magnífico.
—Me alegro de que me haya llamado —dijo Vianello, y cortó.
Dos noches después, poco antes de las once, sonó el teléfono. Paola contestó con la curiosidad fría e impersonal que mostraba a todo el que llamaba después de las diez. Al momento, cambió de tono y habló de tú al comunicante. Brunetti se preguntaba cuál de sus amigos sería cuando ella se volvió para decirle:
—Es para ti. Mi padre.
—Buenas noches, Guido —dijo el conde cuando Brunetti se puso al teléfono.
—Buenas noches —contestó Brunetti, procurando que su voz sonara con normalidad.
El conde lo sorprendió con la pregunta:
—¿Vosotros recibís la CNN?
—¿Qué?
—La televisión, la CNN.
—Sí, los niños la ponen para practicar inglés.
—Ponla esta noche a las doce.
Brunetti miró el reloj y vio que pasaban sólo un par de minutos de las once.
—¿Antes no?
—Lo que quiero que veas no lo darán hasta entonces. Acaba de llamarme un amigo.
—¿Por qué la CNN? —preguntó Brunetti. Le parecía que la RAI tenía un informativo a las doce, pero no estaba seguro.
—-Cuando lo veas sabrás por qué. Mañana saldrá en los periódicos, pero creo conveniente que veas cómo van a presentarlo.
—No sé a qué te refieres.
—Ya lo verás —repuso el conde, y colgó.
Brunetti refirió la conversación a Paola, pero tampoco ella pudo hacer deducciones. Juntos se fueron a la sala y encendieron el televisor. Paola fue cambiando canales con el mando a distancia. Desfilaron por la pantalla personas que vendían colchones, mujeres que leían el tarot, una película vieja, otra película vieja, dos personas de género indefinido entregadas a una actividad que tal vez pretendía ser sexual, otra echadora de cartas y, finalmente, apareció la cara ligeramente extraterrestre del presentador de la CNN.
—No hay ninguno que tenga los dos ojos iguales —comentó Paola sentándose en el sofá—. Y me parece que todos usan peluquín.
—¿Es que tú ves esto? —preguntó un asombrado Brunetti.
—A veces, con los niños —respondió ella, a la defensiva.
—Ha dicho a las doce —recordó Brunetti. Le tomó el mando de la mano y pulsó el botón para quitar el sonido.
—Entonces hay tiempo para beber algo —dijo Paola poniéndose en pie. Brunetti la vio dirigirse a la cocina preguntándose si volvería con una bebida propiamente dicha o con una tisana.
Sus ojos fueron a la pantalla donde se desarrollaba lo que debía de ser un programa sobre el mercado de valores: un hombre y una mujer, de aspecto no menos extraterrenal, charlaban amigablemente y, de vez en cuando, se provocaban mutuamente mudas explosiones de una hilaridad no muy convincente, mientras por la parte inferior de la imagen corría una cinta con unas cotizaciones que a cualquier persona sensata tenían que provocarle el llanto.
Al cabo de unos diez minutos, Paola volvió a la sala con dos tazas diciendo:
—Lo mejor de ambos mundos: agua caliente, limón, miel y whisky.
Le dio una de las tazas y se sentó a su lado en el sofá, a mirar las dos cabezas no parlantes. No tardó en observar a su vez la incongruencia entre el aire festivo de los presentadores y la desolación de los números que seguían fluyendo por debajo de ellos.
—Es como ver a Nerón tocar la lira mientras arde Roma —comentó.
—Ese episodio no es cierto —declaró el historiador que había en Brunetti.
A las doce menos cinco, dio el sonido pero enseguida lo redujo a un mínimo casi inaudible. Con una sonrisa de despedida, los dos presentadores desaparecieron y fueron sustituidos por una rápida sucesión de vistas de un estado del Golfo deseoso de capital extranjero o de turismo.
Un globo, una música ampulosa y la cara de otro presentador. Brunetti subió el volumen y oyeron la noticia del último ataque suicida en Oriente Próximo y el de un F16 que había causado el mismo número de víctimas. Siguió una crónica desde Delhi sobre el fracaso de otro plan de paz para Cachemira.
Entonces, la cara del presentador asumió una expresión de impostada gravedad. Brunetti volvió a subir el volumen.
«Y ahora noticias en directo desde Italia. Conectamos con nuestro corresponsal Amoldo Vitale, que se encuentra en el lugar de una operación antiterrorista realizada por la policía italiana. Amoldo, ¿me escuchas?»
«Sí, Jim», dijo una voz en inglés con un leve acento. Hubo una pequeña pausa y un crujido al cambiar la imagen y la línea de voz. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla apareció una cabeza parlante y, detrás, la cúpula de la basílica de San Pedro.
El resto de la pantalla mostraba la fachada de estuco gris de un edificio de apartamentos. Frente a él estaban aparcados los jeeps y los coches negros de los
carabinieri,
así como cuatro sedans de color azul sin distintivos. Hombres con casco y chaleco antibalas con la inscripción
carabinieri
en la espalda, armados con metralletas, iban de un lado al otro sin propósito aparente. A su izquierda se veía un grupo de cuatro o cinco hombres con uniforme de combate y pasamontañas.
«Esta noche, la policía italiana ha entrado en un apartamento de Vigonza, tranquilo suburbio de la ciudad de Padua, situada en el norte de Italia, no lejos de Venecia. Había recibido un aviso de que miembros de una secta fundamentalista islámica utilizaban uno de los apartamentos del edificio para reuniones y sesiones de entrenamiento. Expertos en seguridad italianos vinculan este grupo a la organización terrorista Al Qaeda.
»Los primeros informes indican que la policía conminó a los ocupantes del apartamento a rendirse. La violenta respuesta de los sospechosos obligó a la policía a asaltar la vivienda. En el tiroteo fue herido uno de los policías y los dos terroristas han muerto.»
«Amoldo —dijo la voz que hablaba sin acento—, ¿está confirmada la relación de ese grupo con el terrorismo internacional?»
«Sí, Jim. La policía dice que hace tiempo que seguía sus movimientos. Como ya sabes, durante este último año se han llevado a cabo en toda Italia arrestos de sospechosos de terrorismo. Un portavoz del Gobierno ha declarado que éste ha sido el enfrentamiento más violento que se ha producido hasta ahora y confía en que no marque la pauta para el futuro.»
«Amoldo, ¿se percibe algún indicio de amenaza para los norteamericanos que viajen por Italia?»
«Ni el más mínimo, Jim. El mismo portavoz ha dicho que cualquier relación con intereses estadounidenses se limitaría a la base de Vicenza, que está a unos treinta kilómetros de aquí. Las autoridades examinan esa posibilidad, pero no creen que haya peligro para la población civil.»
Mientras los dos hombres hablaban, los
carabinieri
seguían paseándose por delante del edificio. Al fin, la puerta de la calle se abrió hacia el interior dando paso a un hombre que sostenía el extremo de una camilla. Salió después su compañero. En la camilla había una figura larga, cubierta por una sábana. Sacaron después otra camilla, pero los
carabinieri
ni las miraron, pues estaban de cara a la gente que se agolpaba detrás de una barrera improvisada.
«Repito, Jim: célula terrorista destruida por la policía italiana. No hay amenaza para los norteamericanos que se hallan de vacaciones en el país. —Y el corresponsal concluyó, ahuecando la voz con campanuda grandilocuencia—: Pero da la impresión de que ahora Italia alberga algo más que la
dolce vita.»
Reapareció la imagen del conductor del programa, que, con grave sonrisa, dijo:
«Era nuestro corresponsal, Arnoldo Vitale, desde Roma. La policía italiana informa de la desarticulación de una red terrorista con base en Padua, Italia. No existe peligro para los norteamericanos que se encuentren en la zona.»
La cámara enfocó a la mujer que estaba a su lado y que, mirando a Jim, dijo:
«Tenemos otra noticia de Italia, Jim, pero de índole diferente. —Hizo una pausa, sin duda para dar tiempo a que se alejara el recuerdo de la muerte de dos hombres, y prosiguió—: Uno de los más célebres diseñadores de Italia ha asombrado a la industria de la moda al declarar que en su colección de primavera no utiliza cuero ni ningún otro producto animal.»