De vuelta en su despacho, Brunetti recordó que éste era uno de los días en los que Paola no tenía que volver a la universidad después del almuerzo y podía pasar la tarde en casa, leyendo o corrigiendo los ejercicios de sus alumnos o quién sabe si tumbada en el sofá viendo culebrones. Qué delicia tener un trabajo como aquél, pensaba. Cinco horas de clase a la semana, siete meses al año y el resto del tiempo, libre para dedicarlo a la lectura. Teóricamente, Paola debía asistir a varias reuniones de la Facultad y, además, formaba parte de dos comités, pero aún no había conseguido aclararle cuál era la finalidad de aquellos comités ni parecía hacer acto de presencia en las reuniones.
Años atrás, él le había preguntado por qué se empeñaba en conservar aquel trabajo y ella le había explicado que, cuando menos, su participación activa en la docencia permitía a los estudiantes establecer contacto con una profesora que hacía algo más que plantarse delante de ellos y leerles un libro de texto escrito por ella hacía años. Al oír esta fiel descripción de sus propios años de universidad, Brunetti descubrió lo vana que era su esperanza de que, por lo menos en Humanidades, las cosas hubieran cambiado.
Contempló los papeles que tenía encima de la mesa con la casi dolorosa sensación de que, si se quedaba en el despacho, no haría sino incrementar su volumen. Ansiaba estar lejos de allí, en las montañas, en los trópicos, en una isla, paseando por la playa, dejándose acariciar los pies por las tibias aguas del mar. Alargó la mano para acercarse papeles, ahuyentando con una mano invisible la tentación de levantarse y marcharse. Pero, al cabo de un rato, como no conseguía encontrar sentido a las palabras que tenía ante los ojos, cedió a su deseo de libertad. Sin advertir a nadie, salió de la
questura
y tomó el primer
vaporetto
hacia San Silvestro y el hogar.
Biancat estaba abierto. Brunetti entró y pidió una docena de lirios. Mientras el vendedor los elegía, él decidió llevar flores también a Chiara y pidió una docena de tulipanes amarillos. Al llegar a casa, entró en la cocina y dejó los tulipanes en la encimera. Luego fue al estudio de Paola con los lirios.
Ella sonrió al verle entrar y, reprimiendo la pregunta de por qué llegaba tan temprano, exclamó:
—Guido, qué detalle.
Reconfortado por la sonrisa y buscando otra, él dijo:
—También he traído unos tulipanes para Chiara.
La sonrisa de Paola se borró.
—Error —dijo poniéndose en pie. Le dio un beso y tomó las flores.
—¿Cómo? —preguntó él siguiéndola hacia la cocina.
Ella empezó a quitar el papel del ramo y dijo:
—Leyó un artículo acerca del transporte de flores a escala mundial.
—¿Y qué? —preguntó él, desconcertado.
—Pues que el artículo hablaba del combustible que se consume sólo en el transporte de las flores, al que hay que sumar el necesario para calentar los invernaderos, y luego está la cuestión del fertilizante que se usa para alimentarlas, que se filtra en la tierra. —Dicho esto, Paola concentró la atención en los tulipanes de Chiara, quitó el papel y se agachó para sacar un jarrón marrón oscuro, que llenó de agua.
—¿Más
ecocriminales?
—preguntó él con ironía—. Da la impresión de estar convencida de que nos rodean.
Paola iba poniendo los tulipanes en el jarrón, uno a uno, deteniéndose de vez en cuando para observar el efecto. Dio un paso atrás para verlos mejor, luego se acercó a la encimera y acabó de arreglarlos.
—Yo diría que es una actitud válida —respondió calmadamente.
—¿Lo cree en serio? —preguntó Brunetti—. ¿Ahora ha declarado la guerra a las flores?
Paola se volvió y le puso la mano en el antebrazo, con gesto apaciguador.
—No te alteres, Guido. Y trata de recordar que ella tiene razón. —Señaló a los tulipanes—. Probablemente, esas flores han sido cultivadas en Holanda y se han traído en camión. Durarán cuatro o cinco días, después irán a la basura en una bolsa de plástico, y habrá que gastar más petróleo para quemarlas.
—Es una manera horrible de ver las flores —opinó él.
—¿Sería menos horrible si el producto fuera feo? ¿Góndolas de plástico fabricadas en Hong Kong y traídas por transporte aéreo? ¿O esas espantosas máscaras?
—Son flores, por Dios —insistió él, señalando el jarrón, como para apoyar su juicio en la belleza de las flores o animarlas a erigirse en defensoras de sí mismas.
—Y a nosotros nos gustan las flores, y son bonitas, pero lo que yo digo, Guido, es que no son más necesarias que las góndolas de plástico o las máscaras. Podríamos prescindir de ellas perfectamente, pero preferimos conservarlas y por eso estamos obligados a cargar con el coste ecológico de traerlas de donde sea. —Él creyó que había terminado, pero ella aún añadió—: De todos modos, eso no nos importa, o nos importa menos, porque son bonitas, y tratamos de convencernos de que es diferente. Pero no lo es. —Hizo otra pausa y concluyó—: O eso cree Chiara.
Brunetti se sentía a la deriva, como si al meterse en las aguas someras del Alberoni lo hubiera arrastrado de pronto una corriente invisible.
—¿La preocupan las flores y resta importancia a la muerte de un
vu
cumprà?
—inquirió, consciente de la incongruencia pero sin poder contenerse.
Paola sonrió, dando a entender que también ella se había hecho aquella pregunta.
—Creo que aún es muy joven como para que podamos esperar que sea consecuente en sus ideas o en sus ideales —respondió.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho, sencillamente: en muchos aspectos, no es más que una niña que empieza a descubrir las causas nobles y aún ve cada una como un algo independiente; no ha percibido las relaciones ni las contradicciones que hay entre unas y otras. Todavía no.
Paola miró a su marido, pero él no decía nada, sólo parecía escéptico, y ella prosiguió:
—Me acuerdo de cuando yo tenía su edad, Guido, y de las causas que entonces me parecían justas. Ahora algunas me producen incomodidad, y una o dos, franca vergüenza.
—¿Por ejemplo? —dijo él sin disimular el escepticismo.
—Por ejemplo, las Brigadas Rojas —respondió ella rápidamente, más seria que antes—. Me avergüenza recordar que los consideraba unos idealistas que pretendían promover una revolución en pro de la justicia social y política. —Cerró los ojos al recuerdo de la persona que había sido.
No sin cierta desazón, Brunetti recordó su propio entusiasmo por las consignas y los ideales que entonces estaban de moda.
—¿Y ahora? —preguntó.
Ella ladeó la cabeza, se encogió de hombros y dijo:
—Ahora creo que no eran más que un hatajo de niños bien que querían llamar la atención del mundo sin preocuparse por los daños ni los muertos que causaran en el intento. Enfermos de protagonismo, infectados por el germen de pretender erigirse en centro de la atención mundial. Y nosotros les dedicamos toda la atención que deseaban, y a algunos hasta les dimos nuestro aplauso y aprobación. —Tomó el jarrón con los tulipanes y lo llevó a la sala—. De modo que, si hay inconsecuencia en los entusiasmos y las creencias de Chiara y si repite los eslóganes y las ideas que oye a otras personas, creo que hemos de tener paciencia y confiar en que madure.
—¿Como hemos madurado nosotros? —preguntó él siguiéndola por el pasillo.
—Eso creo.
—¿Has hablado con ella? —preguntó Brunetti.
—¿Acerca de lo que dijo?
—Sí.
—No —respondió Paola, deteniéndose junto a una mesa estrecha en la que había un jarrón de mayólica y un pequeño busto de Hermes de mármol—. No es necesario. —Dejó las flores a la izquierda de la figura, adelantó el jarrón unos centímetros y dio un paso atrás para admirarlo.
—¿Cómo que no es necesario? —preguntó él, sin disimular la desaprobación.
Paola lo miró.
—Ella sabe que lo que dijo está mal, y desde entonces ha estado pensando en ello. Mejor dicho, desde que yo salté sobre ella por decirlo. Pero aún no ha acabado de pensarlo. Cuando acabe dirá algo.
Brunetti cruzó los brazos y preguntó:
—¿Así que no sólo eres la madre tierra? ¿También lees el pensamiento en tus ratos libres?
Paola sonrió y con un ademán lo invitó a apartarse del paso. Camino de la cocina, dijo por encima del hombro:
—Poco más o menos.
Él la siguió, reacio a reconocer que, en el fondo, estaba de acuerdo con ella. Buscando una fórmula de compromiso, preguntó:
—¿Y qué hay de las flores? —y señalaba con la barbilla los lirios que ella había empezado a poner en el alto jarrón azul que siempre utilizaba para ellos.
—Cuando las haya arreglado, las llevaré a mi estudio, donde alegrarán la vista a todo el que las mire.
—¿Y si ella dice algo?
—Le responderé que estoy plenamente de acuerdo con sus principios, pero que me las has traído tú, de modo que a ti debe dirigir sus críticas y comentarios.
Él se rió, abrió el armario de debajo del fregadero y metió los papeles en el cubo de la basura.
—Eres una serpiente, Paola —dijo no sin admiración.
—Sí, ya lo sé —convino ella—. Es una forma de conducta adoptiva que me ha sido impuesta por la naturaleza de mi trabajo.
—A mí me ocurre otro tanto —dijo él y preguntó—: ¿Salimos a tomar café?
Ella deslizó el jarrón con los lirios hacia un lado de la encimera y retrocedió para admirarlos.
—Sí; podríamos ir a Tonolo y tomar un
cigno.
Y, ya que iremos allí, pasar por San Barnaba, a ver si tienen de ese pan tan bueno.
Les llevaría, calculó él, más de una hora. Primero, un cisne relleno de nata y un café en Tonolo y, después, un paseo hasta
campo
San Barnaba y la tienda que vendía el excelente queso y el pan de Puglia. Él había huido de su despacho en busca de paz y quietud, de la prueba de que aún quedaba algo de cordura en un mundo de crimen y violencia, y su mujer proponía que pasaran una hora comiendo pasteles y comprando una hogaza de pan. No se lo hizo repetir.
Mientras iban por las calles, deteniéndose de vez en cuando a saludar a un conocido o a mirar un escaparate, él le habló de la advertencia de Patta y de lo que podía significar. Ella estuvo escuchando sin decir nada hasta que hubieron terminado los cisnes de nata y los cafés y ya iban camino de
campo
San Barnaba.
—¿Te parece que teme por su cargo o por su vida? —preguntó, y agregó—: ¿O por su familia?
Brunetti se detuvo junto a la primera de dos barcas llenas de frutas y verduras que estaban amarradas a la
riva
y después fue hacía la segunda. Olvidándose de Patta durante un momento, hablaron de la cena y compraron una docena de alcachofas y un kilo de manzanas Fuji. Cuando siguieron andando, Brunetti dijo en respuesta a la pregunta de Paola:
—No estoy seguro; sólo sé que tiene miedo.
—Entonces podría ser por cualquiera de esas cosas —dijo ella entrando en la tienda. Al cabo de diez minutos, salían con todo un pan de Puglia, una cuña de
pecorino
y un tarro de
pesto
que el tendero les juró que era el mejor de la ciudad.
—¿Tú qué opinas? —preguntó ella con voz neutra, y él no supo si se refería al
pesto
o a la causa del miedo de Patta. Optó por esperar, sabiendo que su silencio la induciría a explicarse—. Lo conoces mejor que yo —dijo ella al fin—, deberías saber qué es lo que le preocupa, si el cargo o la vida.
Brunetti reflexionó durante un rato
y
finalmente reconoció:
—No lo sé. Sólo sé que está muy asustado.
—Si persistes, lo averiguarás —sugirió ella.
—¿Si persisto en la investigación, quieres decir?
Ella se detuvo y lo miró con sorpresa.
—Yo daba por descontado que seguirías con la investigación, a pesar de lo que él dijera. Quiero decir, si persistes en dejar claro que no piensas abandonar.
—Al contrario: procuraré que no se entere —dijo Brunetti.
—¿Para no herir sus sentimientos?
—Para no perder el empleo —rió Brunetti.
—Él no puede cesarte, ¿verdad? —preguntó ella, y a Brunetti ya le parecía verla organizar a todas las fuerzas de su familia y su red de contactos.
Brunetti reflexionó y dijo:
—No; creo que él solo no podría. Pero sí podría sugerir un traslado. Es el método habitual para deshacerse de las personas.
—¿Qué personas? —preguntó ella.
Las calles eran estrechas y, de vez en cuando, él tenía que quedarse un paso atrás, para dejar pasar a la gente.
—Las personas molestas —respondió finalmente.
—¿Molestas por qué causa?
—Porque hacen preguntas y porque tratan de impedir que el sistema acabe de corromperse del todo —dijo él, sorprendiéndose a sí mismo con su seriedad.
Ella le tomó el brazo y se lo oprimió bajo el suyo. Él no sabía si el gesto era una demanda o un ofrecimiento de ayuda. Pero no le importaba si era lo uno o lo otro.
A la mañana siguiente, Brunetti despertó con un sol brillante. Durante toda la semana, la niebla había estado tratando de convertirse en lluvia, sin llegar a hacer algo más que extender sobre las calles una resbaladiza capa de humedad. Al fin, durante la noche, había llegado la lluvia —Brunetti creía recordar haberla oído repicar en las ventanas en sueños—, pero antes del amanecer ya se había cansado y había abandonado el día al sol.
Alegraba la vista aquella franja de luz que cruzaba la parte inferior de la colcha. Brunetti se puso boca arriba, extendió las piernas y, sí, allá abajo, donde ya hacía rato que daba el sol, sus pies encontraron las sábanas tibias.
Media hora después se despertó otra vez, ahora con sobresalto, al recordar que sólo faltaban cuatro días para Navidad y que, una vez más, no se había preocupado de comprar los regalos para la familia. El primer impulso fue el de echar la culpa a Paola por no habérselo recordado, pero al momento se avergonzó de su reacción. Al cabo de unos minutos, ella entró en la habitación con una taza de
caffe latte.
Llevaba un vestido de lana de color verde que él no recordaba haber visto. Dejó la taza y el plato en la mesilla, se sentó en el borde de la cama y dijo:
—Antes de irme quería asegurarme de que estabas levantado.
—¿Adonde vas?
—A buscar a mi madre para llevarla de compras.
Él tomó la taza y se la acercó a los labios antes de preguntar: