—¿Y después?
—Después se acabó. A los tres meses, vaya… ¿No te acuerdas? Después de él vino Lorenzo, a quien obviamente llamaban el Magnífico…, aquel de segundo E que navegaba en canoa.
—No, contigo pierdo la cuenta.
—Vale, yo ya os lo he contado. ¿Y vosotras? ¿Tú, Erica?
—¡Yo más clásica, y evidentemente con Giò!
—¿Clásica en el sentido de la postura del misionero?
—¡Olly!, no. En el sentido de que Giò reservó una habitación en la pensión Antica Roma, en el Gianicolo, pequeña pero limpia y no muy cara. ¿Te acuerdas, Niki? ¡Allí donde acabamos enviando a dormir a las dos inglesas cuando vinieron para el intercambio y tu hermano no las quiso en casa!
La puerta de la habitación se abre de repente. Entra la madre de Olly.
—Pero mamá, ¿qué haces? ¡Vete ahora mismo! ¿No ves que estamos reunidas?
—¿En mi habitación?
—Perdona, pero no estabas, y si no estás, éste es un espacio libre como otro cualquiera, ¿no?
—¿En mi cama?
—Tienes razón, pero es tan cómoda, y además me recuerda a papá y a ti, y me siento segura… —Olly pone la cara más dulce y tierna de que es capaz. Y, a decir verdad, también provocativa.
—Vale, vale… pero luego me lo dejas todo ordenado y me alisas la colcha. Y la próxima vez te montas las reuniones en el sótano, como hacían los carbonarios. Adiós, chicas. —Y se va un poco molesta.
—Vale, estabas hablando de la Antica Roma. ¡Ahora ya sé por qué me la propusiste diciendo que era agradable! ¡La habías probado personalmente!
—¡Pues claro! El caso es que nos fuimos allí a eso de las cinco de la tarde, y él lo había preparado todo a la perfección.
—¿Y no tienes que ser mayor de edad para alquilar una habitación?
—Bueno, no lo sé. Él jugaba al fútbol con el hijo de la dueña, que es quien le hizo el favor.
—¡Ah!
—Fue maravilloso. Al principio tenía un poco de miedo, como Giò, porque también era su primera vez, y nos movíamos con un poco de torpeza. Pero al final todo fue muy natural… Dormimos allí, ni siquiera nos cogió hambre a la hora de cenar. Fue aquella vez que dije que me quedaba en tu casa por la asamblea, ¿te acuerdas, Olly? Al día siguiente por la mañana nos tomamos un superdesayuno y a la una volví a casa. Mis padres no sospecharon nada. Me sentía muy bien. Después te sientes ligera, y también un poco más mayor y te parece que a él ya no vas a poder dejarlo…
—Sí, sí, ya no quieres dejarlo… —se burla Olly, y Diletta le da una patada—. ¡Ayyy! Pero ¿qué he dicho ahora?
—Siempre con los dobles sentidos.
—Pero ¿qué dices? ¡Yo siempre voy en sentido único, que lo sepas! ¿Y tú, Niki? Con Fabio, ¿no? ¿A ritmo de rap?
—Bueno, sí… con él y con el rap, en efecto. En su casa, porque su familia se había ido de vacaciones. Hace diez meses, un sábado por la noche, después de un concierto suyo en un local del centro. Estaba muy excitado porque todo le había salido bien esa noche y porque estaba yo. También él lo tenía todo preparado para mí…, el salón iluminado con luces cálidas y tenues. Dos copas de champán. Nunca lo había probado…, buenísimo. Sus últimas composiciones de música de fondo. Para él no era la primera vez, y eso se notaba. Se movía con seguridad, pero me hizo sentir cómoda, protegida. Me dijo que era como una guitarra maravillosa, que no necesitaba ser afinada, de una armonía perfecta…
Olly la mira.
—¡Qué suerte! ¡La afortunada de siempre!
—¡Sí, pero mira cómo acabó!
—¡Y eso qué importa, la primera vez no te la quita nadie!
De repente se hace el silencio. Diletta estruja con más fuerza el cojín. Las Olas la observan, pero sin prestarle demasiada atención. Indecisas y divididas entre bromear o ponerse serias. Es ella quien las saca de dudas.
—Yo no. Yo nunca lo he hecho. Espero a la persona que me haga sentir a tres metros sobre el cielo, como aquel de la novela. O cuatro. O incluso cinco. O seis metros. No me apetece que sea al azar ni que después nos separemos.
—Y eso, ¿qué importa? No puedes saber lo que pasará después… Lo que importa es amarse y basta, ¿no? Sin hipotecar el futuro.
—¡Qué bien te ha quedado eso, Erica!
—Perdona, pero es verdad. ¡Diletta tiene que lanzarse, no sabe lo que se pierde, y no en el sentido en que lo entiende Olly!
—¡No, no, también en ése!
—Diletta, tienes que lanzarte. ¿No sabes cuántos chicos se derriten por tus huesos? ¡Un montón!
—¡Un río!
—¡Un equipo de rugby!
—¡Una marea que te permitirá mantenerte en sintonía con nosotras, las Olas!
—A mí me bastaría con uno solo, pero el adecuado para mí…
—¡Yo tengo el adecuado para ti!
—¿Quién?
—¡Un estupendo cucurucho de helado de coco! ¡Adelante, Olas!
—Se me ha ocurrido una idea mejor… Ninguna de vosotras lo ha probado todavía.
—¡¿El qué?!
—No es lo que pensáis… Gran novedad… ¡Seguidme!
Olly salta de la cama y sale de la habitación. Niki, Erica y Diletta la miran y mueven la cabeza. Después la siguen, dejando la colcha llena de arrugas, como es natural.
Las luces de la ciudad no alumbran. Cuando no estás de buen humor todo parece diferente, adquiere otra atmósfera. Colores, luces y sombras, una sonrisa que no logra esbozarse, que no aflora. Alessandro conduce despacio. Villaggio Olímpico, piazza Euclide, una vuelta entera, después corso Francia. Mira a su alrededor. Una mirada al puente. Serán cabrones. Está lleno de pintadas. Mira que ensuciarlo de esa manera. Y hay cada una que… «Patata te amo.» ¿En nombre de qué? En nombre del amor… El amor. Preguntadle a Elena por el señor Amor. Eh, míster Amor, ¿dónde cojones te has metido?
Ve a una pareja enfrascada en una esquina del puente, allí donde no llega la luz de la luna. Abrazados, enamorados, enroscados como hiedras amorosas que plantan cara al tiempo, a los días, a todo aquello que se llevará el viento. Es más fuerte que Alessandro. Toca el claxon. Abre la ventanilla y grita:
—¡Ridículos! La vida os parece bella, ¿eh? ¡Da igual, uno de los dos se rajará! —Y después pisa el acelerador, sale como un rayo, adelanta a tres o cuatro coches y pasa el semáforo por los pelos, antes de que el ámbar cambie a rojo.
Sigue adelante, por todo el corso Francia y después por via Flaminia, pero al llegar al segundo semáforo hay un coche patrulla de la policía. Rojo. Alessandro se detiene. Los dos policías están conversando, distraídos. Uno se ríe al teléfono, el otro se está fumando un cigarrillo mientras habla con una muchacha. Quizá la haya detenido para hacer las comprobaciones pertinentes, o quizá se trate de una amiga que sabía que estaba de guardia y se ha acercado a saludarlo. Al cabo de un momento el segundo policía se siente observado. Se vuelve hacia Alessandro. Lo mira. Clava sus ojos en él. Alessandro gira lentamente la cabeza, fingiendo estar interesado en otra cosa, se asoma a la ventanilla para ver si por casualidad el semáforo ha cambiado ya. Nada que hacer. Sigue en rojo.
—Perdona… —Brumm, brumm. Llega un ciclomotor hecho polvo con un muchacho y una chica de cabello largo y oscuro detrás. Él es musculoso, lleva una camiseta azul celeste de esas que se pegan al torso y marcan todos los músculos por debajo—. Oye, hablo contigo, ¡eh…!
Alessandro se asoma por la ventanilla.
—Sí, dime.
—Mientras estábamos en el puente del corso Francia has pasado gritando. ¿Por qué te metes con nosotros? Contesta.
—No, mira, disculpa, debe de haber un malentendido, me metía con el de delante, que iba a paso de burra.
—Oye, no te pases de listo conmigo, ¿entendido? No tenías a nadie delante, así que agradécele al cielo… —señala a la patrulla con el mentón—, que esté aquí la pasma; y la próxima vez no me toques los cojones o acabarás mal… —Y no espera respuesta. El semáforo se pone verde, y el chico pisa el acelerador y sigue adelante, hacia la Cassia. Después toma una curva inclinado, se pierde ya dirigiéndose hacia quién sabe dónde, hacia otro beso, quizá hacia la sombra… Y tal vez hacia algo más.
Alessandro se pone en movimiento lentamente. Los policías todavía se siguen riendo. Uno ha acabado su cigarrillo. Acepta un chicle que le ofrece la muchacha. El otro ha cerrado el móvil y se ha metido en el coche a hojear un periódico cualquiera. No se han enterado de nada.
Alessandro continúa conduciendo. Al cabo de un rato vira en redondo, para escapar de ese fastidio. Ni siquiera tenemos ya libertad para expresar nuestra opinión de vez en cuando. En situaciones así uno se siente limitado, demasiado limitado. Los policías ya no están.
También la muchacha ha desaparecido. Hay otra que espera el autobús. Es negra, y si no fuese por su camiseta de color rosa, con un muñeco gracioso, casi se confundiría con la noche. Pero ni siquiera eso le hace reír. Alessandro continúa conduciendo despacio, cambia el CD. Después se arrepiente y pone la radio. En ciertas ocasiones, es mejor confiarse al azar. Este Mercedes es la bomba. Espacioso, bello, elegante. La música se oye a la perfección a través de diversos bafles ocultos. Todo parece perfecto. Pero ¿de qué sirve la perfección si estás solo y nadie se da cuenta? Nadie puede compartirla contigo, felicitarte ni envidiarte.
Música. «Quisiera ser el vestido que llevarás, el carmín que te pondrás, quisiera soñarte como no te he soñado nunca, te veo por la calle y me pongo triste, porque después pienso que te irás…» Ay, Lucio. Una emisora al azar, vale, pero parece una tomadura de pelo. No está mal como idea para un anuncio de una nueva tarjeta de crédito: «Lo tienes todo menos a ella.»
Alessandro toca un botón y cambia de emisora. Cualquier canción menos ésa. Lo peor que te puede pasar es que el trabajo se convierta en tu única motivación.
Lungotevere. Lungotevere. Y más Lungotevere. Sube el volumen para perderse en el tráfico. Pero Alessandro se detiene en un semáforo y, a su altura se sitúa un coche minúsculo. Detrás pone «Lingi», y de las ventanillas abiertas llega una música a todo volumen. Parece que esté en una discoteca. Al volante van dos chicas de cabello largo y liso, una morena y la otra rubia. Ambas llevan grandes gafas estilo años setenta, con estrecha montura blanca y unos cristales enormes de color marrón. Y eso que es de noche. Una lleva un pequeño piercing en la nariz. Es diminuto, una especie de lunar metálico. La otra fuma un cigarrillo. No intercambian una sola palabra. Le viene a la memoria la escena de Harvey Keitel en
El teniente corrupto
. Le gustaría hacerlas bajar del coche y hacer lo mismo que en la película, pero a lo mejor todavía ronda por ahí el tipo del ciclomotor, y a lo mejor son amigas suyas o, peor aún, del policía aquel. Así que las deja marchar. Verde. Y además ésa no es manera de enfrentarse a las cosas. La rabia, el disgusto del «desprecio sentimental», deben ser canalizadas hacia otras metas. Alessandro siempre lo ha dicho, la rabia debe generar éxito. Pero ¿qué genera el éxito?
El Mercedes se ha detenido ahora en Castel Sant'Angelo. Alessandro camina por el puente. Observa a los turistas, su conversación alegre, abrazados, atolondrados, muchachos jóvenes deslumbrados por Roma, por la belleza de aquel puente, por el simple hecho de no estar trabajando. Una pareja adulta. Dos jóvenes atléticos de pelo corto y piernas largas, el iPod en las orejas y el mapa doblado en las manos. Alessandro se detiene, se sube al banco del puente. Se apoya, de pie, sobre el parapeto y mira hacia abajo. El río. Discurre lento, silencioso, ávido de más porquería. Alguna bolsa navega sin que nada la moleste, algún palo se pone a echar una especie de carrera con una joven caña inexperta. Algún ratón oculto en la orilla debe de estar siguiendo aburrido esa extraña carrera. Alessandro mira más allá, más allá del puente, hacia el curso del Tíber y le viene a la memoria aquella película de Frank Capra con James Stewart,
¡Qué bello es vivir!
, cuando George Bailey, desesperado, decide suicidarse. Pero su ángel de la guarda lo detiene y le muestra cuáles habrían sido las consecuencias para un montón de personas si él no hubiese nacido. Su hermano no hubiese llegado a nacer, su mujer no se habría casado, se hubiese quedado soltera, no hubiesen existido todos aquellos niños tan monos e incluso la ciudad hubiese tenido otro nombre, el del tirano, el viejo millonario Potter, a quien tan sólo él había logrado poner freno.
Eso es. La única cosa verdaderamente importante, la única cosa que cuenta de verdad es darle un sentido a la propia vida. Aunque, como dice Vasco, ésta carezca de sentido. Ya. Pero ¿qué hubiese ocurrido sin mí? Alessandro piensa en ello. No mantengo buenas relaciones con mi familia, o mejor dicho, ellos respetan tan sólo a quien está casado, como mis dos hermanas menores. De modo que sin mí tan sólo tendrían una cosa menos de qué preocuparse. Y además, si estuviese a punto de arrojarme, ¿aparecería un ángel que saltase en mi lugar para hacerme encontrar o comprender el sentido de esta vida mía? Justo en ese momento, una mano le da una palmada en la espalda.
—¡Jefe!
—Dios, ¿qué pasa?
—Soy yo, jefe. —Es un barbudo de pelo sucio, mal vestido, de aspecto poco tranquilizador y cualquier cosa menos angelical—. Disculpe, jefe, no quería asustarlo, ¿tiene dos euros?
¡No se conforma con uno, piensa Alessandro, dos! Ya llegan decididos, exigentes, van directos al asunto, tienen calculado hasta lo que van a pedir.
Alessandro abre su cartera, saca un billete de veinte euros y se lo da. El mendigo lo coge con una cierta desconfianza, después le da vueltas en las manos, lo mira con más atención. No puede creer lo que ven sus ojos. Y sonríe.
—Gracias, jefe.
Ante la duda, piensa Alessandro, si no salta nadie antes que yo o en mi lugar, al menos le habré dejado un buen recuerdo a alguien. La última buena acción. De improviso una voz.
—¡Ya lo creo que sí, he aquí al hombre de éxito, al rey de los anuncios!
Alessandro se da la vuelta.
Por el otro lado del puente llegan Pietro, Susanna, Camilla y Enrico. Caminan tranquilos y sonrientes. Enrico lleva del brazo a Camilla y Pietro va un poco más adelantado.
—¿Y bien? ¿Qué estás haciendo, Alex? ¿Una investigación acerca del comportamiento humano? Desde luego, lo estudias todo para triunfar con tus anuncios, ¿eh? Te he visto hablando con aquel… —Se da la vuelta y se asegura de que el tipo se haya alejado—. ¡Apuesto a que en tu próximo anuncio saldrá un mendigo!