—No, tampoco me apetece una manzana.
—Oye, no empieces también tú, ¿eh? Te comes la manzana y basta.
Elisa baja un poco la cabeza.
—Está bien.
Fuera de casa. Mauro quita la cadena al ciclomotor y la guarda en el compartimiento que hay bajo el asiento. Se marcha a toda velocidad sin ni siquiera ponerse el casco. Llega hasta el final de la calle, acelera en medio del campo. Luego, al alcanzar el desvío que conduce a la Casilina, se detiene. Calza la moto y se saca los cigarrillos del bolsillo. Enciende uno. Empieza a fumar, nervioso. A sus espaldas, entre los arcos de un viejo acueducto romano, una anodina puesta de sol comienza a ceder paso a las estrellas de la noche. Entonces se le ocurre una idea. Saca del bolsillo trasero de sus tejanos su Nokia comprado en eBay. Busca el nombre. La llama.
—Hola, Paola, ¿te molesto?
—No, no, acabo de cenar ahora mismo. ¿Qué sucede, qué te ha pasado? Te noto extraño. ¿Has discutido con tus padres?
—¡Qué va! Tenía ganas de hablar un poco contigo. —Y le explica tonterías a propósito de lo que ha comido, de lo que ha hecho después de dejarla en su casa—. Ah, ¿cómo te ha ido en la prueba?
—Bueno, una amiga mía que está metida me ha dicho que tengo posibilidades.
—Ya te lo decía yo. Ya verás como te escogen a ti. Además aquello estaba lleno de adefesios. La mejor eras tú, te lo aseguro. Y no porque seas mi novia.
Y siguen conversando. Mauro recupera en seguida su buen humor. Paola, un poco más de esperanza de llegar a ser alguien.
Alessandro sale del despacho de Leonardo. Todavía no se lo cree.
—Es que… no me lo puedo creer… —Andrea Soldini le sigue en efecto como una sombra, en el sentido literal de la palabra—. ¿O sea que me tengo que enfrentar a ése? Mis premios, mis victorias, mis éxitos, todo en la cuerda floja y ¿por quién? Por alguien de quien no se sabe nada. Nunca había oído hablar de ese tal Marcello Santi. ¿Qué ha ganado él? ¿Qué premios le han dado? No recuerdo ni siquiera uno de sus anuncios.
—Bueno… —Andrea Soldini interviene titubeante—, hizo aquel de Golia, el de Crodino, ha hecho también el de café, por ejemplo, aquel en el que la tacita sube al cielo como un globo. Además tiene aquel de los mosquitos… En fin, que él también ha hecho bastantes.
Justo en ese momento, se les añade Alessia, que echa más leña al fuego.
—Hizo también aquel de Saila, en el que sale aquella chica tan guapa bailando.
Alessandro mira a su alrededor.
—¿Y dónde está ahora?
—Se ha ido a escoger al resto de miembros de su equipo. Siento que no podamos estar juntos en este proyecto tan importante.
—Lo sé, pero tú no tienes nada que ver. Y también sé que el trabajo es el trabajo, y que harás todo cuanto esté en tu mano para que gane él; como tiene que ser.
—Y también, querido Alessandro, porque en setiembre, pase lo que pase, a mí me trasladan a Lugano, y si tú pierdes… ¡vendrás conmigo! —Alessia sonríe y se va ligeramente incómoda.
—¡Claro, pero sólo si pierdo! O sea, que ahora tengo a alguien que siempre ha trabajado conmigo y que en estos momentos trabaja contra mí, con mi oponente directo. Y no sólo eso, ¡sino que, además, quiera que pierda! Pues estoy listo, ya veo…
Andrea se encoge de hombros.
—Sí, pero lo hace por estar contigo… en Lugano.
Alessandro lo mira y entrecierra un poco los ojos.
—Gracias, eres muy amable. No es que no me guste Lugano, al contrario. Es que no soporto perder.
—Bueno, entonces haremos lo posible.
—Sí, sólo que con eso ya no basta, debes decir «venceremos».
—Sí, ok, venceremos y gracias de nuevo por lo de ayer noche, ¿eh…? Te agradezco que no le hayas dicho nada a nadie, y sobre todo… Bueno, parece una señal del destino que hoy estemos aquí, tú y yo, ¿entiendes?, cuando ayer te hablaba de la entrevista que tenía pendiente pero de la cual todavía no sabía nada. ¿Te das cuenta? En el fondo, es mejor que anoche sucediera lo que sucedió…
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?
—Porque eso nos ha unido. Es decir, en cierto modo, te debo la vida, seré realmente tu sombra. Y además, después de lo de ayer, una cosa es segura.
—¿Sí?
—… nunca más volverás a olvidarte de mi nombre.
—Claro, claro… ¿quién podría olvidarte? Sólo espero que cuando todo esto acabe no me dejes un mal recuerdo.
—Oh, no, puedes estar seguro.
—No, el que debe estar seguro eres tú. Porque si perdemos, te mato. —Se detiene frente a una salita—. Voy a presentarte a mi equipo.
Abre la puerta y dentro, en torno a la mesa, hay dos chicas. La una dibuja, la otra hojea un periódico, mientras un chico, de pie y con la espalda apoyada en un mueble, juega aburrido con una bolsita de té y una taza. Tira arriba y abajo del cordel para que se disuelva lo máximo posible.
—Bien, ella es Giorgia.
La diseñadora levanta la gama de pantones que tiene junto a la cara y sonríe.
—Y ella es Michela.
La joven deja el periódico sobre la mesa y lo cierra, mientras mira a Andrea también sonriendo.
—Y finalmente, te presento a Dario.
Éste entrecierra los ojos para observar mejor al recién llegado.
Alessandro prosigue:
—Chicos, éste es Andrea Soldini. Juntos, tenemos que participar en un desafío importantísimo, y ganarlo. Sólo os digo que quien salga vencedor pasará a ser el director creativo internacional, mientras que el equipo que pierda morirá. El grupo podrá ser disgregado y, sobre todo, yo podría ser transferido a Lugano. ¿Entendido? De modo que lo único que podemos hacer es ganar.
Dario lo mira con aire interrogativo.
—¿Y nuestra
staff manager
Alessia?
—Pertenece al enemigo. O, mejor dicho, se ha convertido en el enemigo. Andrea Soldini es ahora nuestro jefe de proyecto.
Dario no da crédito.
—Es decir, que Alessia con toda su experiencia, su capacidad, su ironía, su determinación… está al frente del otro equipo. ¿Y se puede saber quién es su director creativo?
Alessandro sonríe, tratando de quitarle importancia.
—Bah, un tal Marcello Santi.
—¡¿Qué?! —Dario y las dos chicas se quedan de piedra—. ¿Un tal Marcello Santi? Pero si ése ha ganado un montón de premios. Es el nuevo creativo por antonomasia, el director más innovador del momento. Leonardo lo fichó para marketing después de lograr arrebatárselo a nuestros competidores directos. —Alessandro escucha sorprendido. Parece que el único que no está al tanto de tanto éxito es él—. Y encima —continúa Dario mirando a Andrea Soldini— tiene a Alessia. Vale, chicos, yo me voy.
—¿Adónde vas, Dario? —pregunta Giorgia.
—A buscarme otro trabajo. Es mejor que empiece desde ya, antes de que sea demasiado tarde.
Alessandro lo detiene.
—Venga, no quiero bromas. Precisamente cuando el juego se pone duro… es cuando los duros empiezan a jugar.
Y en ese preciso momento, Andrea Soldini se coloca por delante de Dario, bloqueando así la puerta y cualquier posible salida.
—No os preocupéis por el futuro. O preocupaos si queréis, pero sabiendo que eso ayuda lo mismo que masticar un chicle para resolver una ecuación matemática. Los verdaderos problemas de la vida seguramente serán cosas que ni se te habían pasado por la cabeza, de esas que te cogen por sorpresa a las cuatro de la tarde de un martes perezoso. Cada vez que te asustes haz una cosa: ¡canta!
Alessandro se queda boquiabierto. Giorgia y Michela escuchan toda la parrafada con una sonrisa. Dario aplaude.
—Felicidades, si no fuese porque es el final de
The Big Kahuna
, no estaría mal.
Alessandro se vuelve y mira a Andrea.
—Sí, es eso, en efecto —reconoce éste—. Pero me lo sé de memoria…
Dario empuja a Andrea intentando salir de allí. Alessandro lo alcanza, lo abraza por el cuello y no lo suelta.
—Venga, Dario, contamos contigo. Es importante que te quedes, que en este momento de dificultad todos os quedéis. Dejadme al menos que os cuente de qué se trata. El producto es un caramelo. Se llama LaLuna, todo junto. Por supuesto, tiene forma de media luna; sabe a frutas, muy bueno. Éste es el paquete. —Rebusca en su bolsillo y saca uno, robado del despacho de Leonardo—. No puedo deciros más.
Suelta a Dario, que coge el paquete y lo mira. Es blanco, con pequeñas medias lunas de diversos colores dentro.
—Me recuerda al helado arco iris.
—Sí, yo también lo he dicho —sonríe satisfecho Andrea Soldini.
Dario lo mira con una sonrisita.
—¿También lo ha dicho él? —Entonces, mientras Alessandro coge a Dario por el brazo y se apartan un poco de los demás, Dario se mete un caramelo en la boca.
—Hummm, por lo menos el sabor es bueno.
—Entonces, ¿vas a trabajar en ello?
—Claro, pero todavía no entiendo…
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Dos cosas. Una: ¿por qué sin Alessia?
—Porque Leonardo ha querido barajar las cartas. Ha dicho que la conocíamos demasiado bien… Que nos dormiríamos en los laureles.
—Sí, entiendo, pero con ella hemos ganado siempre. Dormidos pero hemos ganado.
Alessandro se encoge de hombros como diciendo: «No puedo hacer nada».
—También a mí me molesta…
—Y la segunda: ¿por qué no me has elegido a mí para sustituir a Alessia?
—Porque Leonardo ha impuesto a Andrea Soldini.
—¡Vaya, encima enchufado! Sí, llamemos a las cosas por su nombre, es un enchufado.
—No, no es así. Leonardo ni siquiera recordaba su nombre. Creo que es bueno de veras. Sólo necesita una oportunidad. ¿Se la darás, Dario?
Dario lo observa un momento. Después suspira, muerde su LaLuna y se lo traga. Sonríe y hace un gesto afirmativo con la cabeza.
—Está bien… Por ti.
Alessandro hace ademán de irse. Dario lo detiene.
—Disculpa, no quisiera meter la pata… ¿cómo has dicho que se llama?
El pasillo se llena como un torrente tras la lluvia. Colores, risas, vaqueros, lectores de Mp3, tonos de móviles y miradas que vuelan de un lado a otro, rebotan sobre las paredes y tal vez contienen mensajes secretos que entregar. Las Olas salen de clase. Olly saca su bocadillo bien envuelto en papel de aluminio.
—Pero ¡si es enorme!
—Sí. Tomate, atún y mayonesa.
—¿Y te lo preparas tú?
—Qué va. Me lo prepara Giusi, la señora que nos ayuda en casa. Ha dicho que como demasiadas porquerías industriales y por eso me hace bocadillos artesanales.
—Yo voy a buscarme un snack de cereales. Total, comas lo que comas, te saco ventaja. —Diletta se aleja, con exagerada alegría y dando unos saltitos muy cómicos que hacen que sus cabellos sueltos oscilen de un lado para otro.
—¡Nooo! ¡Te odio! ¡Tendrás que vértelas con Giusi! —le grita Olly riéndose.
La máquina expendedora está al volver la esquina del pasillo, en una especie de vestíbulo junto a las ventanas. Un grupo de muchachos están apelotonados frente a las diversas teclas de selección. Diletta conoce a alguno de ellos.
—Un sándwich para mí. —Un muchacho vestido con North Sails, aunque con pinta de frecuentar el mar más bien poco, se vuelve hacia la chica que está a su lado.
—¿Lo quieres con salsa tártara? Pues como no lo saques tú.
—No me digas que también hay uno con salsa tártara. Venga, cómpramelo y te invito a pizza el sábado.
Pero la muchacha no parece muy convencida.
—A pizza y cine.
—Vale, está bien… Pero mira, no me acepta la moneda.
—¿Cómo que no?
—Pues como que no.
Diletta observa a la muchacha que está delante de ella en la cola. Ha metido una moneda de un euro en la ranura, pero la máquina no hace más que escupirlo una y otra vez. El presunto marinero hurga en sus bolsillos. Encuentra otro euro y lo intenta a su vez. Nada que hacer.
—¿No la acepta? —pregunta el tipo que está reponiendo las bebidas en la máquina de al lado.
—No —responde la muchacha.
—Está demasiado nuevo. ¿Tienes suela?
—¿Suela?
—Sí, suela de goma en los zapatos.
—Sí, ¿y eso qué tiene que ver?
—Coge el euro, lo tiras al suelo y lo pisas bien con la suela de goma.
—¡Vaya estupidez!
—Entonces haz lo que te parezca y ayuna.
Y vuelve a ocuparse de su máquina. Los dos muchachos, lo miran mal y se van. Le llega el turno a Diletta. Mientras tanto ha ido dándole vueltas y más vueltas a su euro en la mano, confiando en quién sabe qué ritual físico y energético para evitar correr la misma suerte. Lo mete en la ranura. Clinc. El ruido de la moneda resuena inexorable y cínico en el cajetín de abajo. Nada que hacer. Su euro también debe de ser demasiado nuevo. Lo coge y prueba de nuevo. Nada. Otra vez. Nada de nada. Diletta se pone nerviosa y le da una patada a la máquina. El tipo la fulmina con la mirada.
—Señorita, dele la patada al euro. Estos aparatos valen una pasta, ¿qué se ha creído?
—Espera, déjame probar a mí. —Una voz a sus espaldas hace que Diletta se vuelva. Un muchacho alto, trigueño, con la cara ligeramente morena por el sol primaveral y con unos ojos color verde esperanza la mira levemente azorado y sonríe. Mete a su vez un euro en la ranura. Plink. Un ruido diferente. Funciona—. Mientras probabas, he hecho lo que decía el señor.
El tipo se vuelve a mirarlo.
—Vaya, al menos hay uno que se entera de algo. Señorita, hágale caso.
Diletta le lanza una mirada de reojo.
—¿Qué quieres? —La voz habla de nuevo.
—¿Eh, cómo? ¡Ah! Esa barrita de cereales.
El muchacho aprieta la tecla y el
snack
cae en el cajetín. Se inclina y lo recoge.
—Aquí tienes.
—Gracias, pero no tenías por qué hacerlo. Toma el euro.
—No, además ya has visto que no funciona. No me sirve.
—No, tómalo. Tú sabes cómo hacerlo. No me gustan las deudas.
—¿Deudas? ¿Por una barrita de cereales?
—Vale, pero no me gustan. Gracias de todos modos. —Y se va con el
snack
en la mano, sin más palabras. El muchacho se queda allí, un poco perplejo.
El tipo de la máquina lo mira.
—Eh, para mí que le gustas.
—Desde luego. La he fulminado.
Diletta regresa con las Olas. Entretanto, Olly ya ha devorado su bocadillo.
—¡Qué bueno! ¡Nada que ver con el
snack
! ¡Chicas, el apetito es igualito que el sexo: cuanto más grande mejor!