—Hola, Belli, ¿cómo te va? ¡He sacado un siete, he sacado un siete!
—¿Has sacado un siete?
—¡Sí! Es decir, ¡una nota bárbara! ¡Traes una suerte increíble! Creo que sólo saqué un siete una vez, en primero y en educación física. ¿Estás ahí? ¿O te has desmayado?
—Pero ¿con quién hablo?
—¿Cómo que con quién? Soy Niki.
—¿Niki? ¿Qué Niki?
—¿Cómo que qué Niki? ¿Me estás tomando el pelo? Niki, la del ciclomotor, a la que has arrollado esta mañana.
Alessandro se vuelve de nuevo hacia Leonardo y sonríe.
—Ah, sí, Niki. Perdona, pero estoy en una reunión.
—Sí, y yo estoy en el instituto, más concretamente en el baño de los chicos. —En ese momento se oye cómo alguien llama a la puerta. «¿Vas a tardar mucho?» Niki finge voz de hombre. «¡Está ocupado!» Y añade, casi en un susurro, casi perdida en el teléfono móvil—: Oye, tengo que colgar, hay uno esperando ahí fuera. ¿Sabes qué es lo más absurdo de todo? Que aquí no se puede hablar con el móvil. Está prohibido. ¿Te das cuenta? Imagina por un momento que tuviese que darle un recado urgente a mi madre…
—Niki…
—¿Qué pasa?
—Estoy en una reunión.
—Sí, ya me lo has dicho.
—Entonces colguemos.
—Vale, pero no tengo que darle un recado urgente a mi madre, sino a ti. Oye, ¿me vienes a buscar a la una y media a la salida? Es que, ¿sabes?, tengo un problema, y me parece que nadie puede acompañarme.
—Es que no sé si podré. Casi seguro que no. Tengo otra reunión.
—Podrás… Podrás… —Y cuelga.
Niki sale del baño. Frente a ella se halla el profesor que acaba de ponerle un siete.
Niki se mete de inmediato el móvil en el bolsillo.
—Niki, éste es el baño de los hombres.
—Uy, disculpe.
—No creo que te hayas equivocado. Además, éste es el baño de los profesores…
—Entonces, discúlpeme por partida doble.
—Oye, Niki, no me hagas arrepentir del siete que te acabo de poner…
—Le prometo que haré todo lo posible por merecerlo.
El profesor sonríe y entra en el baño.
—En ese caso, antes de que comience la clase de la profesora Martini…
—¿Sí…? —Niki lo mira con ojos ingenuos.
El profesor se pone serio.
—Apaga tu móvil. —Y cierra la puerta a sus espaldas.
Niki se saca el teléfono del bolsillo y lo apaga.
—¡Ya está, profe! ¡Está apagado! —le grita a través de la puerta.
—¡Muy bien! Y ahora sal de nuestro baño.
—¡Ya me voy, profe!
—¡Muy bien! Siete confirmado.
—¡Gracias, profe!
Niki sonríe y se va para su clase. La Martini acaba de entrar. Niki se detiene en la puerta, vuelve a encender su móvil y lo pone en modo silencio. Luego, más sonriente aún, entra en el aula.
—Así pues, Olas, ¿cómo vamos a celebrar mi siete?
Alessandro se da la vuelta y apaga su móvil. Después sonríe levemente.
—Todo en orden, todo en orden…
—Disculpa… —dice Leonardo sonriéndole—, pero lo he oído. Ha sacado un siete. No sabía que tuvieses una hija.
—No —sonríe Alessandro algo azorado—, era mi sobrina.
—Bien, eso quiere decir que es lista, crecerá, tal vez siga sacando buenas notas y, quién sabe, ¡a lo mejor acaba pasando a formar parte de nuestro equipo! —Leonardo se inclina sobre la mesa—. Siempre que para entonces sigamos existiendo todavía, claro. Porque nos hallamos ante nuestra última posibilidad. Francia y Alemania ya nos han superado. España nos viene pisando los talones. Si no conseguimos asegurarnos estos catorce millones de dólares más los dos años de exclusiva con LaLuna, nuestra sede… —Leonardo junta sus manos y las cruza, imitando una gaviota que poco a poco sube hacia lo alto— levantará el vuelo. —A continuación abre de nuevo las manos y aquellas alas, como si se hubiesen roto, se transforman en puños que golpean fuerte sobre el escritorio—. Pero no se lo vamos a permitir, ¿no es así? Y ahora es con el futuro director creativo internacional con quien estoy hablando. —Y los mira a ambos con aire desafiante, casi divertido por haber suscitado aquella incertidumbre—. No sé quién será de vosotros. Sólo sé que no se arrugará ante los españoles. ¡El extranjero no pasará! Y ahora quiero que conozcáis a quienes serán vuestros ayudantes personales. Los dos han dejado sus anteriores trabajos. Os seguirán como una sombra. Qué digo, más que una sombra. Porque una sombra es silenciosa, se limita a seguir y no tiene la capacidad de adelantarse. En cambio ellos os ayudarán a encontrar todo cuanto podáis necesitar, se anticiparán a cualquier cosa. —Habla por el interfono—. ¿Sandra?
—¿Sí?
—Por favor, ¿podría hacer pasar a los ayudantes en el orden que le he indicado?
—Por supuesto.
La puerta del despacho se abre lentamente.
—Bien, ésta es Alessia.
Alessandro se pone en pie de inmediato y la saluda.
—¡Cómo no, Alessia! ¡Bien! Es perfecta para este trabajo, será una aventura increíble. Y, además, que no tenga que preocuparse de todos los demás productos para dedicarse en exclusiva a LaLuna es estupendo. ¡Estoy muy contento de trabajar contigo!
Pero Alessia se queda callada, parece casi disgustada.
—¿Qué pasa?
Leonardo interviene.
—Ella será la ayudante de Marcello. Vosotros dos, Alessandro, os conocéis demasiado bien. Os quedaríais tranquilamente sentados sobre vuestra amistad. No seríais capaces de sorprenderos, no tenéis nada nuevo que contaros. En cambio aquí deben crearse relaciones explosivas. Sólo así se podrán obtener resultados extraordinarios.
Marcello se pone en pie y la saluda.
—Encantado de conocerte. He oído hablar muy bien de ti. Estoy seguro de que juntos haremos grandes cosas, Alessia.
—Me siento muy honrada. —Y se dan la mano.
Alessandro se vuelve a sentar, ligeramente contrariado pero al mismo tiempo con curiosidad por saber quién será pues su asistente.
—Y para ti… he aquí la sombra perfecta.
Alessandro se echa un poco hacia delante para ver quién es. Y justo en ese momento entra él en el despacho. Se detiene en el umbral, sonríe. Alessandro no da crédito a lo que ven sus ojos.
—No…
Se deja caer en el sillón, apretándose contra el respaldo hasta casi incrustarse en él dentro. Leonardo mira entre sus folios mientras farfulla para sí:
—¿Cómo se llama, que siempre me olvido…? Ah, sí, aquí está. —Coge el folio, feliz, y lo levanta sonriente—. Tu nuevo ayudante es… Andrea Soldini.
Andrea Soldini sonríe, de pie en la puerta. Y saluda.
—Hola a todos…
—Mira, te presento a Alessandro, la persona por la que a partir de ahora tendrás que darlo todo. Casi hasta la vida.
Alessandro lo mira con las cejas levantadas.
—Mira por dónde, ya empezaste ayer por la noche…, ¿no?
Leonardo los mira con curiosidad.
—¿Os conocéis?
—Sí.
—Pero nunca habéis trabajado juntos…
—No.
—Vale, a mí lo que me interesa es eso. ¡Perfecto! Ahora fuera de aquí, a trabajar. Os recuerdo lo que está en juego, el desafío, la rivalidad, el gran torneo. Nos dan la posibilidad de presentar dos proyectos. Yo me lo juego todo con vosotros. Aquel que acierte con la idea apropiada para el anuncio de LaLuna, el que logre que nos concedan la campaña a nosotros, se convertirá en nuestro director creativo internacional.
Marcello sale con Alessia. Sonríen. También Alessandro se dirige hacia la puerta. Ligeramente abatido, observa a Andrea Soldini. No tiene ninguna posibilidad. Se siente derrotado ya desde el principio.
—Ah, disculpad… —Leonardo los llama un momento—. No os he dicho otra cosa. El otro, el que pierda, será enviado a la sede de Lugano. ¡Que gane el mejor!
Una calle. En la periferia. Calle de tráfico, contaminación, ropa tendida, caótica, de contenedores abollados, de pintadas sin amor, improvisadas. Sus calles. Mauro conduce una vieja motocicleta hecha polvo; lleva el casco puesto pero sin abrochar, y una cazadora Levi's gastadísima, sucia de tanto tiempo sin lavarse. Apaga el ciclomotor y lo aparca debajo de su casa, en una plazoleta de ladrillos agrietados por el sol, con una barandilla herrumbrosa por el paso de los días. Se ve una persiana bajada, una vieja tienda de comestibles que ha cerrado, abandonándolo todo, dejando tan sólo los melocotones pasados, que, a estas alturas, ya están aplastados en el suelo, tanto, que será difícil desincrustarlos de allí. Antiguos sabores de un fresco de vida ya pasada. Mauro llama a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, mamá.
Un resorte. La puerta se abre y Mauro entra veloz. La puerta se cierra de nuevo a sus espaldas con aquel cristal amarillento aguantado por una maraña de hierro gastado y oxidado. En la esquina de abajo uno de los cristales está roto, un balonazo de más de un joven futbolista que nunca despuntó. Dos moscas juegan a perseguirse. Mauro sube la escalera de dos en dos sin que le falte el aliento. A sus veintidós años, tiene de sobra. Es lo demás lo que le falta. Demasiado. Todo.
—Hola, mamá. —Un beso veloz en aquella mejilla ligeramente húmeda en sudor doméstico.
—Espabila, que todos están a la mesa.
La madre resopla y, apresurada, vuelve a la cocina. Ya sabe que Mauro se dirige hacia la mesa sin haberlo hecho y se lo dice.
—Lávate esas manos, te las he visto, ¿sabes? Las llevas asquerosas.
Mauro entra en el baño, las mete a toda prisa bajo un chorro de agua fría para lavárselas. Pero en ocasiones el jabón no es suficiente para eliminar todos los restos de una jornada. Después se seca con un pequeño paño rosa desteñido y liso, con algunos agujeros y ya un poco ennegrecido. Ahora aún más. Sale, se sube los pantalones, se los ajusta, prácticamente puede bailar dentro. Después se sienta a la mesa.
—Hola, Eli.
—Hola, Mau. —Así lo llama su hermana pequeña. Tiene siete años y una cara alegre y divertida, llena de fantasía y de todo aquello de quien desconoce todavía tantas cosas, de quien no conoce las dificultades que le aguardan a la vuelta de la esquina de sus próximos años.
Mauro corta con el tenedor un trozo de tortilla y se lo mete en la boca.
—Espera a tu madre, ¿no? —Renato, el padre, le da un fuerte golpe en el hombro mientras Carlo, su hermano mayor lo contempla impasible.
—Pero, papá, tengo hambre.
—Precisamente. Justo por eso esperas. Porque tienes hambre y porque le debes respeto a quien te da de comer. Tu hermano podría comer. Tú no. Tú esperas a que venga tu madre.
Annamaria llega desde la cocina cargada con una gran fuente. La deja en el centro, pero casi se le escapa de las manos y rebota en la mesa, haciendo un ruido considerable.
—Ya está… —Luego se sienta, se arregla los cabellos, echándoselos un poco hacia atrás, fatigada tras la enésima jornada hecha con las mismas cosas de siempre.
Renato se sirve el primero, después deja caer el cucharón en la sopera. Carlo lo coge, toma un poco de pasta con frijoles y le sirve a Elisa, la pequeña, que de inmediato empuña con torpeza la cuchara como si se tratase de un pequeño puñal, y se lanza ávida sobre su plato, con un hambre canina.
—Mamá, ¿tú quieres?
—No, yo espero un poco. Pásasela a tu hermano.
Carlo le alarga la fuente a Mauro, que de inmediato se sirve una buena cantidad. Después mira a su madre.
—¿En serio no quieres, mamá? Mira que queda poco.
—No, de verdad. Acábatela tú.
Mauro rebaña bien el fondo y luego empieza a comer. Todos inclinados sobre la comida. Sin control. Sin límites. Tan sólo el ruido de los cubiertos que golpean el plato, y el de algunos coches que pasan a lo lejos, rompe el silencio. Y también están los olores. Olores procedentes de otras casas semejantes a la suya. Casas cantadas por Eros, esas casas situadas en el límite de una periferia, en aquella canción que a él lo llevó lejos para intentar olvidarlas. Casas descritas en las películas o en las novelas de quienes probablemente nunca han estado en ellas pero creen conocerlas. Casas hechas de sudor, de cuadros falsos, de láminas amarillentas, de calendarios caducados, con una afición que no caduca con el tiempo, el gol de un futbolista, una liga ganada, cualquier razón es buena para fingir alegría. Renato es el primero que acaba de comer y aparta su plato.
—Ahh… —Se siente mejor. Lleva en pie desde las seis. Se sirve agua.
—¿Y bien? ¿Qué has hecho hoy?
Mauro levanta la cara del plato. No pensaba que fuese a meterse con él. Esperaba que al menos lo dejase acabar de comer.
—¿Eh? ¿Se puede saber qué has hecho hoy?
Mauro se limpia con la servilleta que sigue doblada junto al plato.
—¿Qué sé yo, papá? Cuando me he levantado he ido a dar una vuelta. Después he acompañado a Paola, que tenía que presentarse a una prueba…
—¿Y luego?
—Luego… La he estado esperando hasta que ha acabado, la he acompañado a su casa, y después he venido para aquí. Lo has visto, ¿no? Hasta he llegado tarde… Ese ciclomotor va muy despacio y además había mucho tráfico.
Renato extiende el brazo.
—Claro, a ti qué te importa, ¿no? De todos modos aquí tienes asegurada la cena. Mientras tanto, nosotros nos partimos el lomo para que tú puedas pasar los días así…
Carlo corta un trozo de tortilla y se lo pone en el plato.
—Míralo, míralo… —El padre lo señala—. Tu hermano no te dice nada porque te quiere. Y sin embargo tendría que darte de patadas en el culo. Él se levanta a las seis para ir a trabajar, para currar de fontanero. Él se va a arreglar cañerías para que, mientras tanto, tú te pasees en tu ciclomotor, para que acompañes a Paola…
Carlo se come un trozo de tortilla y mira a Mauro a los ojos. Mauro cruza su mirada con la de él, después vuelve a limpiarse la boca y arroja la servilleta a la mesa.
—Está bien, me voy. Se me ha pasado el hambre.
Con la pierna aparta la silla de asiento de paja ya un poco gastada y rebelde, y se dirige deprisa hacia la puerta.
—Cómo no —prosigue el padre mientras lo señala—. Ya ha comido, qué más le da. Pero esta noche, Annamari, me harás el favor de echar el cerrojo. Este cabrón no vuelve a entrar.
Elisa lo mira marchar. Annamaria retira el plato ya vacío de delante de su hija.
—¿Quieres un poco de tortilla, mi amor?
—No, no me apetece.
—Entonces te pelo una manzana.