Peluche (37 page)

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Authors: Juan Ernesto Artuñedo

BOOK: Peluche
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—Qué historia tan triste y bonita a la vez —le digo

—Así es la vida

—¿Lo volviste a ver?

—El día de mi boda

—¿Te casaste?

—Sí

—¿Con esa chica?

—Tres años después

—Pero ahora, estás divorciado, ¿no?

—Sí

—¿Y ella?

—Se volvió a casar con un profesor de universidad

—¿Lo sabe?

—Claro

—Qué tía más de puta madre

—Siempre me ha aceptado todo

—¿Y eso?

—También

—¿Hace mucho que os separasteis?

—Diez años

—¿Y tú tenías relaciones aparte?

—Sí

—¿Antes de casarte?

—Y después

—¿Por qué me contestas a todo?

—Porque quieres saber

—¿No me mientes?

—Todavía no lo he hecho

—¿Pensabas hacerlo?

—Depende

—¿De mis preguntas?

—Puede

—¿A qué no te hubieras atrevido a responder o me hubieras mentido?

—A nada

—Gracias

—¿Por?

—Porque para mí es importante

—¿Que no mienta?

—Y tu vida

—¿Por qué te interesa tanto?

—Para aprender

—No vas a aprender nada

—¿Por?

—Porque tú eres otra persona con otras necesidades, circunstancias, intenciones

—Si aprendo nada lo aprendo todo

—Por lo menos escuchas

—A veces

—Ha estado bien la respuesta

—La de todo y nada

—La de a veces

—¿No me mientes?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Antes me has dicho

—Que no te mentiría en nada

—Y si nada es todo, es porque todo es mentira

—No te ralles

—¿Hay más cosas?

—Claro, a parte de tu vida, la de la gente que te rodea

—Que también importa

—Efectivamente

—¿Cambio la cinta? -pregunto

—Vale

—¿Ésta?

—Bien, pero baja un poco el volumen

—¿Duermen?

—Algunos

—Me has dicho que los conoces

—A la mayoría

—¿De vista?

—De vista a todos

—¿Y a los otros?

—¿Quieres saber si he tenido relaciones?

—Sí

—Con dos de ellos

—¿Mayores?

—Uno mayor y otro joven

—¿En el autobús?

—En las habitaciones del hotel

—¿Anoche?

—Los cuatro días

—¿Ya los conocías?

—A uno no

—¿Quiénes son?

—Desde ahí no los ves

—¿Y tú, los ves?

—Al mayor

—¿Está el joven con él?

—No

—¿Quién es?

—El del fondo del pasillo, el del medio

—Le he hecho una foto antes

—Me he dado cuenta

—No sabía que

—Yo al principio tampoco

—¿Y el joven?

—Es el que ha venido a preguntar si podíamos parar para que meara su abuela

—Qué morbo, tampoco lo parece

—Pues te ha pegado una mirada

—De eso me había dado cuenta, pero como no lo conozco

—Es buena gente

—¿Habéis estado juntos los tres a la vez?

—Baja un poco la voz

—Perdona

—Las dos primeras noches no

—¿Y las dos siguientes?

—Piensa lo que quieras

—Me pongo enfermo sólo de pensarlo

—¿A quién prefieres?

—Depende

—Ahora mismo

—Ahora al joven

—¿Por qué?

—Me da más morbo, no sé, como me miraba me gusta pensar que yo también le gustaba

—No vas mal encaminado

—Pero también me pone el mayor

—¿Por?

—Porque no me ha hecho ni puto caso en las escaleras del baño

—Te ha mirado antes de arriba a bajo pero no te has dado cuenta

—¿Qué me dices? Estás en todo

—Lo que me interesa

—¿Y también le gusto?

—Yo diría que no le importaría

—Joder, esto es demasiado

—Los hombres vamos al grano

—Espera, espera, ¿cómo sé que no me estás engañando?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Por morbo

—¿Y yo, qué gano con eso?

—Ponerte en mi lugar

—Para qué, yo me he acostado con ellos

—Por eso mismo

—No sé que quieres decir

—Que lo tienes todo y no tienes nada

—Y dale

—No te rías, tú me lo has enseñado

—Pero hace rato que te estoy enseñando otras cosas y no haces ni puñetero caso, sólo lo que te interesa

—Perdona, me he obsesionado

—Está bien aceptarlo

—Lo siento

—Ya te he dicho que hay más cosas en la vida

—¿Más cosas? —pregunto

—Ahora podemos empezar de cero

—¿Y todo lo que me has contado?

—Era mentira

—Pero a mí no se me va a ir de la mente

—En eso consiste el morbo

—Yo creo que no me has mentido

—Es un acto de fe

—No, de humanidad

—El que va a creérselo eres tú

—Te creo a ti, porque eres otra persona, como yo

—Bueno, parece que estás mejorando

—¿Qué me quieres decir? —pregunto

—Te lo vas diciendo todo tú

—¿El qué?

—Que los demás existimos, que tenemos vida propia

—No entiendo, ¿qué quieres decir con eso?

—Pues que me estoy revelando

—¿De qué?

—Del corsé que me han puesto

—¿Quién?

—El que escribe

—Él sólo te describe

—Yo no estaría tan seguro

—Conmigo se porta bien

—¿Seguro?

—No sé, ¿a qué te refieres?

—Si te da libertad

—Eso no depende de mí —le digo

—¿De quién depende si no?

—¿Tú crees que yo podría hacer lo mismo que tú?

—Inténtalo

—Vale, ahora me voy atrás a conocer al chico joven

—Como quieras

—Mierda

—¿Ves como no puedes?

—Joder, ¿por qué no?

—Ya te lo dije

—Y qué, ¿tengo que seguir hablando contigo?

—Es lo que quiere

—Pues no me da la gana

—No insistas

—Parece que le da igual

—A mí me a tocado salir y darte el discurso

—Me lo había creído todo

—Hombre, hay mucha verdad en lo que te he dicho, y tú me has sorprendido

—¿Por?

—Porque el que escribe me ha dicho que te dijera que todo lo de antes era mentira y tú en principio tenías que hacerme caso

—No te sigo

—Pues que te lo he dicho y pese a todo me has creído, te he dicho que dependía de ti, de un acto de fe que me creyeras. El que escribe pensaba que tú ibas a decirme que pasabas de todo y sin embargo me has dicho que no es un acto de fe sino de humanidad

—Explícate

—Pues que me has creído a mí por lo que soy, una persona, más que por lo que te había dicho, en este caso, por lo que el que escribe me había dicho que te dijera

—Te comprendo, bueno, pero ahora ¿qué hacemos?

—Pues seguimos hablando

—Yo mejor duermo y así paso un poco de vosotros

Apoyo la cabeza en el respaldo. El autobús en silencio. La película de los abuelos terminando. Se me cierran los ojos. Descanso los brazos. Estiro las piernas. El autobusero desliza sus manos por el volante. No sé si sería capaz de conducir algo tan grande. Las curvas deben ser más chungas de tomar. Conduce con seguridad, aportando su personalidad a la máquina que nos lleva por la carretera. La luz que refleja al autobusero le hace parecer otra persona. Como si no lo conociera. Qué guapo está con traje azul. Mi príncipe azul. Yo cenicienta. El que escribe un cursi de mierda. Ya verás. Autobusero de mi amor. Dios no quiera que cambies nunca. Yo te seguiré a donde fueras. A tu lado por siempre hasta que muera. Ya sé que eres libre y tu libertad mi condena. Tus alas mis rejas. Sé que pronto no estarás a mi vera. Te marcharás lejos para no volver más. Pero te llevaré cerca. Aunque mis ojos no te vean mi alma esperará el día en que tu amor vuelva. Y volaremos los dos más allá de las estrellas. El universo tan cerca como lo que siento mientras te observo sentado en el autobús que al infinito me lleva.

Llegamos a Vitoria. Bajan los abuelos. Ayudo al autobusero a sacar el equipaje del maletero. Nos quedamos solos. Y el autobús. Me lleva. Paramos en la estación. De noche. No sé que va a ser de mis huesos. La mochila se me clava en la espalda mientras andamos. Hablamos. Me derrumbo por dentro. Creo que me he enamorado. Dependo de su voluntad. Las palabras mágicas o me convertiré en sapo, ah, no, que el príncipe azul era él. Da igual. Llegamos al cruce. Nos damos dos besos en la cara. No hay pico. Pero sí una mirada. Nos alejamos. Le digo adiós con la mano. Se para. Me giro. Parece que me dice algo. Agudizo el oído. Lo que me ha parecido oír es lo que quería oír.

—¿Qué? —pregunto

Se acerca. Espero parado. Me tiemblan las piernas.

—¿Quieres quedar para después de cenar? Voy a una fiesta

Se me caen las bragas. Ah, no, que no llevo. Ah, sí, que soy Cenicienta. Le digo que sí. Me besa en la cara. Yo como una sota de espadas. Él mi rey de copas. Memorizo la hora y la dirección. Se va. Camino. No sé si llevo mochila porque apenas pesa. Mano al bolsillo. Enciendo un cigarro. Joder, cuánto rato sin fumar. Qué bonita la noche en Vitoria. Me acuerdo de Castellón. Las calles del centro. El Ricoamor. Las fiestas de la Magdalena. El mesón. Las borracheras a media tarde con dos botellas de vino.
Cacaus
,
tramusos
. El choricito. El jamón serrano. Las olivas. Otra botella de vino. El primer día de primavera en camiseta. El olor a petardos. Banderitas en las calles. Las
gaiatas
. Más vino por la tarde. Esta noche no salgo. Mañana a disfrutar de la mañana cuando el sol calienta y despierta sentimientos cerrados durante el invierno que alteran mi organismo y mi cuerpo. Una lágrima de felicidad en mi cara. Que así sea mi último día en la tierra. Levanto la vista. El semáforo en rojo. Pongo los pies en el suelo. Espero. Muñequito verde. Paso. Si hubiera algún accidente. Chafo fuerte el camino. Llevo la mochila. Respiro. Sigo vivo.

—¿Lleva hora? —pregunto a uno que pasa

—Las nueve y media

—Gracias

Salto del bordillo a la acera. Creo que he matado a una cucaracha sin querer. No miro. Voy a buen ritmo. Acompañado por las sombras que de mí hacen las farolas. Estornudo. Hago bastante ruido. Tengo la nariz despejada. Inspiro. Espiro. Busco algún sitio para toma algo. Me estoy meando. Camino rápido. En la esquina el letrero de una marca de cerveza. Me acerco. Luz apagada. Cabreo. Me meo. Intuyo que en la próxima calle debe haber un bar abierto. Llego. Giro la cabeza y nada. Espera. A la izquierda dos bombillas rojas. Parece un bar. Da igual, lo que sea me meto. Bajo las escaleras. Barra a la derecha y cuatro o cinco mesas enfrente. Doy las buenas tardes al camarero y pregunto por el aseo. Me indica con el dedo. Dejo la mochila en el suelo junto a una silla y me voy directo. Abro la luz del aseo. Un señor me mira desde el urinario. Yo asustado. Él como en casa. Termina. Se sube la bragueta y sale. Pasa por delante de mí. No cabe. Demasiada barriga. Me aprieto a la pared. Por fin. Cierro la puerta. Bajo la cremallera de los piratas. No puedo sacarla. Desabrocho el botón y bajo los calzoncillos. Glande arriba. Bajo para no salpicar y me relajo. Sigue bombeando. Cuento del cuatro mil setecientos veintitrés hacia atrás. Lanzo un chorro. Abro el grifo del lavamanos con la mano que me queda libre. El agua cae. Consigo mear. La meto dentro. Me limpio las manos. Pienso en el señor que estaba meando. ¿A quién estaba esperando? Quizás la luz se había apagado en ese momento. Miro. No es temporizada. A lo mejor no le hacía falta conectarla, si ya se conoce el aseo. Hombre tranquilo. Respiraba paz. Como si hubiera encontrado hace tiempo lo que yo ando buscando. Salgo del aseo pensando. El camarero sigue en el mismo lugar que cuando he entrado. Limpiando el mismo vaso. Como si el tiempo no hubiera pasado.

—Buenas tardes —le digo otra vez

—Buenas

—¿Puede ser un bocadillo?

—¿De qué lo quieres?

—¿Qué tiene?

—Lo que ves en la barra

—¿No hay nada más?

—Si no quieres que te haga una tortilla

—¿De calabacín?

—Ahora la preparo

—Gracias

—¿Para beber?

—Agua

—¿Fría?

—Por favor

—Aquí tienes

—¿Cuánto es todo?

—Tres setenta y cinco

—Tome

—A ver

—Está bien, gracias

—¡Bote!

Entra en la cocina. Me siento. Dejo la mochila en otra silla. La televisión encendida. Delante de mí el señor que me he encontrado en el aseo mirándola. Ni antes ni ahora veo su cara. Espalda ancha. Me giro. Nadie más en el bar. Miramos la tele. Una cadena local transmite en diferido el concurso de levantamiento de piedras y tala de troncos organizado por el ayuntamiento de una población cercana a Vitoria. Los participantes van ocupando sus lugares. Empieza uno de ellos. La piedra debe pesar más de cien kilos por el esfuerzo que está haciendo. Hombre robusto. Peludo. Le toca el turno a uno más flacucho pero con fuertes piernas. Le sigue uno bien gordo, con las tetas por fuera de la camiseta de tirantes. El camarero me deja el bocadillo en la mesa.

—Gracias —le digo

—De nada —sin apartar la vista de la pantalla

No me había fijado bien cuando he entrado porque estaba detrás de la barra. Al camarero le cuelga una enorme barriga por encima del delantal blanco hasta la altura de un generoso montículo en su entrepierna que frena tan empicado descenso. Desde su barbilla hasta el cuello una capa de grasa con barba. Rostro serio iluminado por el destello del televisor. Miro el concurso. Por imaginar imagino a los dos hombres que respiran conmigo en el bar levantando piedras uno y con el hacha el otro. A la piedra, el que está sentado delante, con la camiseta de tirantes del que he visto antes. Así contemplar el pliegue de sus tetas que, apretadas por la camisa a punto de reventar, he relamido con la vista cuando nos hemos atascado en el aseo. Se acerca a la piedra embadurnándose las manos con polvos. El de mi derecha, enfocado por la cámara dos de la televisión local, empuñando el hacha y subiéndose al tronco. Pongamos que yo soy el que da la salida a las diferentes pruebas. Cámara tres, un primer plano, yo silbando. Cámara uno con el de delante, el levantador de piedras. Abre las piernas. Se agacha. La coge. Primero hasta sus muslos y luego hasta el hombro la lleva. Cara roja de esfuerzo. Toco el pito. El deportista la deja caer al suelo. Le doy el visto bueno y me lanza una sonrisa. Cámara dos al leñador. Primero yo. Instante seguido el que tengo a mi lado dando hachazos. Primer plano con cámara tres que viene corriendo del levantador a cubrir la información del leñador. Hachazo a la izquierda, hachazo a la derecha. Astillas y trozos de madera volando por los aires. Vuelvo al plano subjetivo en el bar. Pego un bocado al pan. Miro el brazo al de mi lado. Dudo si podría rodearlo con mis manos. Cámara dos plano americano. Barriga arriba, paquete ceñido a los pantalones de deporte, barriga abajo, no hay paquete. Imagino cómo puede ser el aparato empalmado. Cámara tres de nuevo con el de las piedras. Agarra la roca y para arriba. Se queda a medias. Me pongo el pito en la boca. Doy un mordisco al bocadillo. Nuevo impulso y se hace con ella. Relajo los dientes y las manos. Pito. Nueva cara de satisfacción del levantador al del silbato. Cámara dos enfocando al leñador. Sudor por todo su cuerpo. Casi puedo olerlo porque lo tengo a mi lado. Muerdo. Me llevo un trozo de servilleta. Más alimento. Cámara tres acompañando el filo del hacha hasta que llega a su destino. Yo acelerando el trayecto empuñando el bocadillo. Toco el bocadillo, perdón, el pito. El leñador deja clavada el hacha en el tronco y hace el signo de victoria. Cámara uno enfocando los aplausos del público. Cámara tres en el hombro del que tocaba el silbato acompañando a los dos al vestuario. Sale un nuevo equipo de leñador y levantador más gordo aún que el que acaba de terminar. El realizador no sabe dónde enfocar. Se me atraganta la tortilla de calabacín. Bebo agua. Al final se decide por la cámara tres en el vestuario. Baja escaleras. Entra detrás de ellos por la puerta donde se cambian de ropa. Se codifica la pantalla. Cinco eternos segundos de espera . No vuelve la imagen. Aprovechan para repetir los mejores momentos de estos dos. El leñador en cámara lenta dando hachazos y todo su cuerpo vibrando. El levantador realizando un solemne ritual antes de hacerse con su rival. La rodea con sus brazos. Levanta. Me viene a la mente cuando yo era pequeño y mis padres me llevaban a la feria y me tocaba un enorme oso de peluche y me lo llevaba a casa a rastras y lo dejaba en la cama y lo miraba dulce y cariñoso como un objeto sexual buscando al oso de verdad y no lo encontraba porque buscaba un ideal entre tanto pelo y lo acariciaba y lo cuidaba porque en el fondo era como quería que me trataran a mí mismo. El levantador deja caer la piedra. Imagino que soy el realizador y pulso el botón que da paso a la cámara del vestuario. Imagino que estoy abonado e inserto la tarjeta para descodificarlo. Imagino más fácil, soy el utillero que lleva la ropa limpia al del hacha y al de la piedra al vestuario. Además nos están grabando.

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