Authors: John Godey
Aunque algunas personas respondieron al llamamiento y salieron al aire libre, la mayoría se negó a moverse. («Son así —dijo el jefe de la Policía de Tráfico al comisario del distrito—. No me pida que le explique la razón, pero son así.») Para evitar que se repitiese la batalla de la Calle Veintiocho, la Policía no intentó despejar otros andenes por la fuerza. En vez de ello montó guardia en las entradas para impedir que bajasen nuevos pasajeros. Esta medida resultó eficaz, salvo en la estación de Astor Place, donde un grupo de pasajeros, bajo la dirección de un experto, tomaron la entrada por asalto, barrieron a los guardias y se precipitaron escalera abajo hasta llegar al andén.
En el vestíbulo del «Oceanic Woolens Building» —la compañía de este nombre había emigrado hacía tiempo hacia el Sur, donde los sueldos eran más bajos, pero la denominación había seguido indeleblemente grabada en el solemne portal—, Abe Rosen hacía el negocio más estupendo de su vida. Los espectadores entraban en el vestíbulo desde la calle, formando hileras de cuatro en fondo frente a su pequeño quiosco. Al desaparecer las barras de caramelo que se exhibían al público, empezó a vender las guardadas en cajas de cartón. También vendió todas sus reservas de cigarrillos, incluidas las marcas menos populares, en no más de media hora. Después empezaron a comprarle cigarros (los fumadores de cigarrillos e incluso las mujeres los aceptaban como sustitutos), y, por último, y a falta de otra cosa que comprar, periódicos y revistas.
El vestíbulo llegó a hacerse intransitable, ya que muchos espectadores permanecían en él, fumando, comiendo caramelos, leyendo diarios y revistas e inventando y propalando rumores sobre el secuestro.
Con el tiempo, Abe Rosen se enteró de todo.
—Acaban de partir doce ambulancias, haciendo sonar sus sirenas. Parece que, por error, dieron la corriente en la tercera línea y algunos pasajeros estaban en las vías. Una descarga de un millón de voltios...
—Son castristas. Un puñado de comunistas cubanos.Se metieron en el túnel huyendo de la Policía, y se apoderaron de un tren.
—Ese poli de ahí fuera me ha dicho que les han dado un ultimátum. Si no se rinden antes de las tres, la Policía entrará y los atacará con bombas de mano...
—Están pensando en cortar el aire del túnel, los compresores, ¿sabe usted?, y, cuando empiecen a asfixiarse, saldrán arrastrándose...
—¿Sabe cómo van a escapar? Por las cloacas. Tienen un mapa de las cloacas, y saben exactamente dónde están las conexiones de los conductos principales con el Metro...
—Piden un millón por cada pasajero. Como tienen treinta rehenes, ¡esto representa treinta millones! La ciudad está tratando de que los reduzcan a la mitad...
—¿El alcalde? Olvídese de él. Sólo le interesa la parte alta de la ciudad. Si ese tren hubiese sido secuestrado, por ejemplo, en la Calle Ciento Veinticinco y Lenox Avenue...
—¡Perros! Lo único que tienen que hacer es soltar una manada de dobermans y azuzarlos hacia el tren. Tal vez perderían la mitad de los perros, pero la otra mitad daría cuenta de los bandidos. Y lo bonito sería que sólo morirían perros!
—Van a traer la Guardia Nacional. El único problema está en meter un tanque allá abajo...
Abe Rosen repetía:
—Sí, sí, sí.
Nada creía y nada dejaba de creer. Antes de las tres había vendido toda su mercancía: todos los cigarrillos, todos los cigarros, todos los caramelos, todos los periódicos y revistas, incluso su última bolsita de piedras de encendedor. Permanecía sentado en su maltrecho taburete de madera, sin nada que hacer, con una impresión de asombro y de desorientación. Las tres, y sin nada que hacer, salvo menear tristemente la cabeza cuando se acercaba alguien al mostrador a comprar algo, lo que fuese. A través de las puertas cristaleras del vestíbulo podía ver una parte de la enorme multitud, plantada allí pacientemente, esperando Dios sabía qué: un cuerpo sacado en una camilla, cubierto con una sábana, asomando los rígidos pies; el ruido de disparos; alguien manchado de sangre...
De pronto se acordó de Artis James. El
schwartzer
había vuelto a su servicio justo en el momento en que había empezado todo el jaleo. ¿Estaría Artis en peligro? No, se respondió; con millares de policías a su disposición, ¿qué falta les hacía un guripa del Metro? Probablemente lo habrían destinado a vigilar las máquinas de chicles.
Abe observó, distraídamente, a un hombre que salía del ascensor, se detenía en seco y contemplaba con sorpresa la febril actividad del vestíbulo. El hombre se acercó al quiosco.
—¿Qué ocurre, Mac? —preguntó.
Abe meneó la cabeza, pasmado. «¿Qué ocurre, Mac?» A media manzana de allí se estaba perpetrando el crimen del siglo, y aquel pazguato no sabía lo que pasaba.
—¿Qué va a ser? —preguntó Abe, encogiéndose de hombros—. Un desfile o algo parecido.
El teniente Prescott, que había sido el mejor jugador de baloncesto de la historia de su pequeño colegio del sur de Illinois, no había sido lo bastante bueno para convertirse en profesional. Le habían escogido tardíamente y había trabajado de firme durante el período de prueba, pero había sido rechazado antes de empezar la temporada.
Esencialmente, era un hombre a quien le gustaba moverse; se habría calificado de hombre de acción, si no le hubiese parecido una expresión presuntuosa. Su trabajo sedentario en Jefatura era poco adecuado para él, si bien había de reconocer que constituía un privilegio, incluso una distinción, para un negro como él. últimamente había pensado en buscar otra cosa, aunque significase cobrar menos dinero; pero sabía que era inútil, pues cuatro obstáculos se oponían a su fortuna: su mujer, sus dos hijos y su pensión.
Ahora estaba sentado a la mesa del jefe de servicio, contemplando fijamente la constelación de luces parpadeantes y compadeciéndose de sí mismo y de los cautivos del Pelham Uno Dos Tres. En cierto modo se consideraba responsable de aquél y de éstos. De una parte, habría debido tener medio palmo más de estatura y ser más hábil en el tiro a media distancia; de otra, habría debido ser capaz de persuadir al jefe de los secuestradores para que alargara un poco la hora tope. Faltaban unos doce minutos para que se cumpliese el plazo, y el dinero no estaba aún en camino; por consiguiente, era imposible cumplir la exigencia de los secuestradores. Y estaba seguro de que éstos cumplirían su palabra y matarían a varios pasajeros.
Al otro lado de la sala, Correll era todo acción y movimiento, despachando trenes acá y allá, arengando a los conductores y a los hombres de las torres, gritando a los cobradores de MABSTOA, histérico y feliz. «Un hombre satisfecho», pensó Prescott tristemente; un hombre que adoraba su trabajo, que se crecía ante la adversidad. «Apoyenlo en una columna hasta después de la hora punta...» Los verdaderos creyentes eran benditos del Señor. «Y lo propio les ocurría a los activos», pensó. Se puso en pie de un salto y dio tres vueltas alrededor de la mesa; después se sentó de pronto y llamó al Pelham Uno Dos Ocho, en la estación de la Calle Veintiocho.
El subinspector jefe Daniels, dijo vivamente:
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Quería comprobar si el dinero está ya en camino, señor.
—Todavía no. Ya se lo comunicaré.
—Bien —dijo Prescott—. Está en camino. Informaré de ello al Pelham Uno Dos Tres. Cambio.
—He dicho que
todavía no
, ¡maldita sea!
—Sí, señor —dijo Prescott—. Así, la única cuestión está en saber cuánto tardará en llegar a destino.
—Oiga —dijo el otro, furioso—, le estoy diciendo que el dinero no ha... —Se interrumpió de pronto, y Prescott pensó: «El viejo bastardo ha recordado, al fin, que desde el Pelham Uno Dos Tres pueden captar las llamadas, pero no las respuestas»—. Está bien —dijo el subinspector jefe—, creo que le he comprendido. Adelante.
Prescott llamó al Pelham Uno Dos Tres:
—Aquí, el teniente Prescott. El dinero está en camino.
—Sí.
La voz del jefe carecía de inflexión; el significado de su afirmación era ambiguo, y Prescott no podía saber si había escuchado lo que había dicho antes. Pero daba lo mismo.
—Estamos colaborando —dijo—. Ya lo ve usted. Pero es materialmente imposible salvar el tráfico de la ciudad en once minutos. ¿Me oye?
—Diez. Diez minutos.
—Es imposible. Y no por culpa nuestra, sino por el tráfico. ¿Nos concede un aplazamiento de diez minutos?
—No.
—Vamos lo más de prisa que podemos —dijo Prescott, dándose cuenta de que el tono suplicante de su voz ocultaba una terrible ira—. Sólo necesitamos un poco más de tiempo. Denos una oportunidad.
—No. La hora tope es las tres y trece.
La inflexibilidad de aquella voz era fatídica. Pero Prescott siguió en su intento:
—Está bien. Es imposible hacer llegar el dinero a su poder antes de las tres y trece. Pero, ¿y si pudiésemos tenerlos en la entrada de la estación antes de esa hora? ¿Puede fijar la hora tope para la llegada del dinero a la estación? Es lo menos que puede hacer. Conteste, por favor.
Hubo una pausa, tan prolongada que Prescott estuvo a punto de llamar de nuevo. Después volvió a sonar la voz del jefe.
—Está bien. De acuerdo. Pero es mi última concesión. ¿Comprendido?
Prescott suspiró, y su aliento le supo a agrio.
—Bien. Si no tiene que decirme nada más, transmitiré su respuesta.
—Nada más. Llámeme en cuanto llegue el dinero, y recibirá más instrucciones. Cierro.
«He hecho algo —pensó Prescott— y he ganado unos minutos. Lo malo es que no servirá de nada. Incluso con esta revisión de la hora tope, el dinero no puede estar en la estación a las tres y trece.»
El agente de Tráfico Artis James se sentía incómodo, no sólo física, sino también mentalmente. A una distancia de unos veinte metros de la plataforma posterior del vagón secuestrado, oculto detrás de una pilastra, se hallaba perfectamente a salvo; pero no tenía sitio para hacer el menor movimiento, y los rígidos músculos empezaban a dolerle. Además, se sentía como en un lugar embrujado. El túnel era lóbrego, y el viento que soplaba en él transmitía toda clase de susurros imaginarios.
Pero no
todos
eran imaginarios. Sabía que había policías en el túnel, detrás de él; tal vez veinte, treinta, cincuenta, armados con fusiles de gases, rifles de precisión, fusiles ametralladores, apuntando todos ellos al vagón o, dicho en otras palabras, en la dirección donde él se hallaba. Por si esto fuera poco, no podía saber de cierto que les habían informado de su presencia; esta clase de detalles eran frecuentemente olvidados por los jefazos, preocupados por el problema principal. Por consiguiente, se apretaba contra el mugriento y rígido acero de la pilastra y procuraba no moverse. Una situación endiablada. No sólo tenía que evitar que le viesen los secuestradores, sino que debía cuidar de no alarmar a los polizontes que tenía detrás. Por lo que sabía, no sería extraño que un maldito agente audaz se deslizase hasta su espalda y le cortase el gaznate para —como decían en las películas de la TV— impedir que gritase.
Su muñeca derecha, apretada contra el costado, tocó el bulto cuadrado de la cajetilla de cigarrillos que había comprado a Abe Rosen, y sintió en los pulmones un súbito e insoportable afán de fumar. Luego pensó que si las cosas iban mal tal vez no volvería a fumar nunca más, y la idea de la muerte tomó forma en su imaginación: no volver a comer, ni a acostarse con una mujer, ni a jugar a los dados... Una idea tan dolorosa, que quiso apartarla con un vivo ademán, interrumpido a la mitad, al darse cuenta de que había sacado la mano. Nada ocurrió, pero creció su emoción. ¿Por qué no le ayudaba alguien, en esta tierra de nadie? Era un hombre olvidado. Nadie se preocupaba por un negro.
Por otra parte, si hubiese sido blanco, su cara y sus manos habrían podido delatarle en la oscuridad. Por consiguiente, el hecho de ser negro tenía, a fin de cuentas, ciertas ventajas. La idea le hizo sonreír; pero su sonrisa duró poco. Cerró la boca y pensó: «¡Mis dientes, maldita sea, son blancos como la nieve!»
Con chirrido de neumáticos, el coche del jefe de Policía rodó por la avenida abajo, y uno de los agentes que montaban la guardia junto a la garita tuvo que arrojarse sobre un macizo de rododendros para librarse de ser atropellado. El jefe de Policía iba sentado detrás del conductor, con Murray Lasalle en el asiento de en medio, y el alcalde, envuelto en mantas, junto a la otra ventanilla. Al entrar el coche en la East End Avenue, el alcalde lanzó un estruendoso estornudo, y partículas de saliva danzaron en el interior del coche iluminado por el sol.
—Use un pañuelo —dijo Lasalle—. ¿Quiere contagiarnos a todos?
El alcalde se secó la nariz con la manta.
—Esto es una locura, Murray.
—Yo no hago locuras —respondió Lasalle, fríamente—. Todo lo que hago tiene buenas razones.
—Meterse en un túnel húmedo y ventoso..., ¿no es esto una locura?
—Envuelto en mantas y bien calentito —dijo Lasalle.
El jefe de Policía hablaba por su línea de radio confidencial. El alcalde preguntó a Lasalle:
—¿Qué está haciendo?
—Les dice que vamos para allá. Escuche: todo lo que tiene que hacer, y es lo menos que
puede
hacer, es coger un altavoz y pedir dignamente piedad.
—¿Y si disparan contra mí?
—Resguárdese detrás de una columna. Pero, de todos modos, no tienen motivo para hacerlo.
A pesar de su enfermedad, el alcalde tuvo fuerzas para hacer un chiste:
—¿Quiere decir que son forasteros?
—Tranquilícese —dijo Lasalle—. Limítese a representar su papel, y, después, le llevaremos de nuevo a casa y podrá acostarse. Considérelo como una obra benéfica.
—Si creyese que puede servir de algo...
—Servirá.
—¿A los rehenes?
—No —dijo Lasalle—. A usted.
Vista desde el puesto de mando del comisario del distrito, en el aparcamiento próximo a la entrada sudoeste de la estación de la Calle Veintiocho, la multitud parecía un gigantesco y desordenado organismo celular cuyo protoplasma estaba bastante agitado, pero no de un modo suicida. A pesar de sus movimientos, seguía siendo una entidad masiva. El comisario del distrito miraba sin cesar su reloj; a veces, abiertamente; otras, con disimulo. Los minutos saltaban de un modo anárquico, como células cancerosas ingobernables.