Authors: John Godey
Denny miró al jefe a los ojos. Eran inexpresivos, como debía de serlo toda su cara, si hubiese podido verla. Observó cómo abría la puerta del cristal roto.
Denny se echó atrás.
—Las llaves —dijo—. ¿Cómo puedo poner en marcha el tren sin las llaves ni la empuñadura del freno?
—Le enviarán todos los instrumentos.
—Me repugna emplear la empuñadura del freno de otro. ¿No lo sabe? Cada conductor tiene su propia...
—Tendrá que hacerlo. —Por primera vez, había un matiz de impaciencia en la voz del jefe—. Siga, por favor.
Denny se acercó más a la puerta y se detuvo.
—No puedo hacerlo. Tendría que pasar junto al cadáver del jefe de servicio. No podría mirarlo...
—Cierre los ojos —dijo el jefe, y, cambiando de posición, empujó a Denny sobre la plancha de la plataforma.
Sin saber por qué, Denny recordó de pronto el chiste que hizo la primera vez que oyó misa en inglés. ¿Era esto un castigo por aquella broma inocente? «Dios mío, no lo dije con mala intención. Sácame de ésta, y seré tu más devoto y fiel servidor. Nunca volveré a hacer chistes, aunque no hablé en serio aquella vez. No más pecar, ni mentir, ni tener pensamientos impíos. ¡Oh, Dios mío! Seré bueno, creyente, fiel...»
—Salte —dijo el jefe.
Un momento antes de que el jefe de los secuestradores levantase el dedo para señalar, Anita Lemoyne sintió «insinuaciones de su propia mortalidad», frase aprendida del tipo de la Televisión, que solía pronunciarla
después
del acto. Dejó de fijarse en el chulo, y sus ojos iniciaron una especie de paseo nervioso desde la cuadrada matrona que acariciaba a sus dos hijos, hasta la vieja borracha, con sus incrustaciones de mugre y costras, sus ojos acuosos y sus fofos labios abriéndose y cerrándose sobre las gomosas encías. ¡Jesús!
Insinuaciones de mortalidad. Ello no significaba exactamente la muerte, sino el conocimiento de que, el día menos pensado, su cuerpo empezaría a engordar, se aflojarían sus senos, y su piel se volvería fofa; entonces llegaría el final de su fructífero negocio. Se había soltado el pelo a los catorce años; ahora tenía casi treinta, y era hora de que empezase a pensar en el futuro. La cuadrada mamá y la mujer borracha. Habían avanzado mucho más que ella en el camino que seguía. La borracha era un cadáver ambulante; cualquiera podía verlo. Pero, ¿qué decir de la pequeña y gorda mamá, acurrucada como un insecto en un destartalado y atestado pisito, comprando su ropa en las tiendas de confecciones, limpiando, cocinando y sonándoles los mocos a sus chicos? Dos destinos peores que la muerte. Tal vez ya era hora de que empezase a ahorrar para abrir una pequeña tienda, una
boutique
que abasteciese a las chicas de la vida. Podía ser buena cosa, habida cuenta de cómo gastaban su dinero las putas. ¡Cómo lo gastaban
ellas
! ¡Cómo lo gastaba
ella
! Entre el piso, los vestidos, las cuentas del bar y sus espléndidas propinas... Los ojos del jefe se fijaron en el conductor, ¡pobre infeliz!, y su dedo lo señaló.
¡Insinuaciones de mortalidad!
Asustada, buscó con la mirada al chulo latino. Éste reía al ver cómo andaba el conductor, agarrándose a las anillas. «No te ocupes de él —pensó Anita—; fíjate en mí,
en mí
.» Él se volvió a mirarla, como si la hubiese oído. Ella aguantó su mirada, sonrió ampliamente y bajó los ojos. Casi en seguida, advirtió la agitación del hombre. «Menos mal —pensó—. Si puedo hacer reaccionar a un hombre con sólo mirarle, todavía no tengo motivos para preocuparme.»
¡Al diablo con las insinuaciones de mortalidad!
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Miskowsky—. ¿Echarnos a andar como si no hubiese ocurrido nada?
Detrás del saco del dinero, su mejilla permanecía apretada contra el sucio suelo.
—¡Que me aspen si lo sé! —exclamó el agente de Tráfico—. Al tío que ha disparado el primer tiro le van a poner el culo como un tomate. Apuesto lo que quieras.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Miskowsky.
—Yo no soy más que un agente. Tú eres el sargento. ¿Qué hacemos?
—No soy
tu
sargento. Además, ¿qué es un sargento entre tantos jefazos? Necesito órdenes para moverme.
El agente de Tráfico se apoyó en los codos y miró por encima del borde del saco de lona.
—Hay alguien en la puerta. ¿Lo ves? Son dos hombres. No; tres.
El sargento miró por el lado del saco.
—Acaban de abrir la puerta posterior y están hablando o haciendo algo. —Se puso rígido—. ¡Mira! Uno de ellos acaba de saltar a la vía.
Miskowsky vio que la borrosa figura se erguía, miraba atrás hacia el vagón, se volvía de nuevo y empezaba a andar despacio, como deslizándose.
—Viene hacia acá —dijo Miskowsky, en un ronco susurro—. Será mejor que prepares tu arma. Viene directamente hacia
nosotros
.
Miskowsky, centrada su atención en el caminante, no llegó a ver la silueta que se erguía en la puerta abierta. Unos fogonazos, estruendos de disparos, y el hombre que andaba dio un salto y cayó de bruces. El eco rebotó en el túnel.
—¡Dios mío! —exclamó Miskowsky—. ¡Es la guerra!
Cuando el conductor se echó a andar hacia la parte posterior del coche, Tom Berry cerró los ojos y paró un taxi —¿qué otra cosa podía parar? ¿Un vagón del Metro?— y dio la dirección del pisito de Deedee en la parte baja de la ciudad.
—No podía hacer nada, absolutamente nada —dijo, al abrirle ella la puerta.
Deedee le hizo entrar y le echó los brazos al cuello, en un arranque de pasión y de alivio.
—Sólo pude pensar una cosa: «Me alegro de que sea el conductor y no yo.»
Ella le besó ávidamente la cara, pasando los labios por sus ojos, sus mejillas, su nariz... Luego se metieron en la cama.
Más tarde, él trató de explicarse una vez más:
—Rompí las cadenas de la esclavitud y salvé mi vida para la revolución.
De pronto, la piel de ella se enfrió de un modo perceptible.
—¿Permaneciste allí sentado, con un revólver cargado al cinto, y sin hacer nada? ¡Traidor! Habías jurado defender los derechos del pueblo, y lo traicionaste.
—Pero, Deedee, eran cuatro contra uno; y llevaban metralletas.
—Durante la Larga Marcha, el Octavo Ejército Rojo hizo frente a las ametralladoras del Kuomintang con cuchillos y piedras, e incluso con los puños.
—Yo no soy el Octavo Ejército Rojo, Deedee. Sólo soy un cerdo solitario. Me habrían matado si hubiese movido un dedo.
Alargó un brazo, pero ella saltó de la cama en un acceso de asco. Apuntándole con dedo tembloroso, dijo:
—Eres un cobarde.
—No, Deedee. Dialécticamente hablando, me negué a dar la vida por nadie.
—Los derechos del pueblo han sido pisoteados. ¡Y tú violaste tu solemne juramento de defender estos derechos, como oficial de Policía! Faltaste a tu deber. ¡Las gentes como tú son quienes han dado su mala fama a los cerdos!
—¡Deedee! ¿Qué ha sido de tu
Weltanshauung
?
Alargó los brazos, suplicante. Ella se retiró al rincón opuesto de la estancia y allí quedó plantada, entre un montón de álbumes de discos.
—¡Deedee! ¡Camarada! ¡Hermana!
—El Tribunal Provisional del Pueblo ha fallado tu causa, Camarada Chivato. —Giró en redondo, cogió su pistola y le apuntó—. ¡La sentencia es de muerte!
Disparó, y la habitación se desvaneció. El conductor estaba muerto.
Un explorador de la Brigada de Operaciones Especiales, que se hallaba en el túnel, informó del tiroteo. La primera reacción del comisario del distrito fue de asombro, antes que de ira.
—No lo comprendo —dijo al jefe de Policía—. Aún no ha sonado la hora tope.
El jefe de Policía había palidecido.
—Son unos desalmados. Pensé que al menos observarían sus propias reglas.
El comisario del distrito recordó el resto del mensaje del explorador.
—Alguien les hizo un disparo. Sí; ahora lo entiendo. Represalias. Desde luego, esos malditos monstruos se atienen a sus reglas.
—¿Quién disparó?
—Dudo que lleguemos a saberlo. Según uno de los exploradores del túnel, parecía un tiro de pistola. El jefe de Policía dijo:
—No se andan con chiquitas. Son despiadados.
—Eso es lo que quieren que comprendamos. Con esta nueva muerte quieren decirnos que cumplen su palabra y que no debemos apartarnos de sus instrucciones.
—¿Dónde están los dos que llevan el dinero?
—El explorador dice que están a unos cinco metros de él. Se tumbaron allí en el suelo en cuanto empezó a disparar la metralleta, y allí siguen.
El jefe de Policía asintió con la cabeza.
—¿Qué va a hacer ahora?
«¡Qué
voy
a hacer!», pensó el comisario. Pero comprendió que si el jefe de Policía le hubiese dado alguna orden, ésta no le habría gustado más que lo que estaba haciendo.
—Todavía quedan dieciséis rehenes —dijo—. Ésta sigue siendo la principal preocupación.
—Sí —dijo el jefe de Policía.
El comisario del distrito se excusó y, cogiendo el
walkie-talkie
, habló con el subinspector jefe Daniels, en el Pelham Uno Dos Ocho, para decirle que se pusiera en contacto con los secuestradores, a través del Centro de Control, y les informase de que el dinero del rescate proseguiría la marcha hasta su destino, pero que el incidente había ocasionado una demora.
—¿Lo ha oído? —preguntó el comisario del distrito—. ¿Ha oído alguna vez a un policía dirigirse en estos términos a unos asesinos?
—Tranquilícese —dijo el jefe de Policía. —¡Tranquilícese, tranquilícese! Tenemos que bailar al son que nos tocan, ¿verdad? Formamos un auténtico ejército de policías, con fusiles, y granadas, y computadoras, y hemos de soportarlo todo. Matan a dos ciudadanos, y seguimos soportando...
—¡Calma! —exclamó vivamente el jefe de Policía.
El comisario del distrito lo miró y fue como si viese en un espejo su propia ira y desconsuelo.
—Lo siento, señor.
—Está bien. Tal vez más tarde podamos pegarles unos cuantos tiros.
—Tal vez —dijo el comisario—. Pero voy a decirle una cosa, señor: después de lo de hoy, nunca más volveré a ser el mismo hombre. Nunca volveré a ser un buen policía.
—Tenga calma —dijo el jefe.
El hombre que mató al conductor era el mismo a quien había herido James, o a quien creía haber herido. Artis no relacionó ambos hechos; por lo menos, de momento. Había permanecido apretado contra la pilastra desde que la metralleta respondió a su disparo, y fue pura coincidencia el que se decidiese a mirar en el momento en que el conductor —pudo distinguir su uniforme— saltaba a la vía. Cuando disparó el hombre de la puerta, Artis se echó de nuevo hacia atrás. Y cuando creyó que podía mirar de nuevo sin peligro, el conductor era un bulto inmóvil que yacía a un par de metros del otro bulto inmóvil que fuera en vida jefe de servicios.
Artis se volvió con mucho cuidado, apoyando la espalda en la pilastra. Conectó su radio y, sosteniendo el transmisor tan cerca de la boca que sus labios tocaban el metal, llamó a la jefatura. Hubo de hacerlo tres veces, para que le contestasen.
—Casi no le oigo. Hable más alto, por favor.
Artis dijo, en un murmullo:
—No puedo hablar más fuerte. Estoy demasiado cerca y podrían oírme.
—¡Hable más alto!
—Si lo hago, me oirán. —Artis habló silabeando y con suma claridad—: Soy el agente Artis James. En el túnel. Cerca del vagón secuestrado.
—Está bien; ahora oigo un poco mejor. Continúe.
—Acaban de matar al conductor. Lo han hecho bajar a la vía y le han disparado.
—¡Jesús! ¿Cuándo ha ocurrido?
—Tal vez un minuto o dos después del primer disparo.
—¿
Qué
disparo? Nadie debía... ¿Ha disparado alguien?
Artis comprendió de pronto y se quedó pasmado. «¡Dios mío! —pensó—, no tenía que haber disparado. ¡Oh, Dios! Si esto ha tenido algo que ver con la muerte del conductor...»
—Hable, James —dijo la voz de la radio, con impaciencia—. Alguien ha disparado contra el tren.
—Ya se lo he dicho —respondió Artis James, mientras pensaba: «Lo he hecho yo, ¡Dios mío!»—. Han disparado contra el tren.
—¡Por el amor de Dios!, ¿
quién
?
—No lo sé. El tiro sonó en algún lugar, detrás de mí. Tal vez hizo blanco. No lo sé de cierto. Sonó en el túnel, a mi espalda.
—¡Dios santo! ¡El conductor! ¿Está muerto?
—No se mueve. No sé si está muerto, pero no se mueve. ¿Qué he de hacer?
—Nada. ¡Por el amor de Dios, no haga
nada
!
—Bien —dijo Artis—.
Seguiré
sin hacer nada.
Cuando Ryder sacó el botiquín de su maleta, en la cabina del conductor, Steever casi había terminado de despojarse de sus ropas. Su impermeable y su chaqueta estaban cuidadosamente plegados sobre el asiento, y, cuando Ryder le hubo quitado el chaleco del dinero, se quitó la camisa y deslizó la ensangrentada manga sobre el robusto brazo. Ryder miró a través de la destrozada ventanilla de la puerta. El conductor yacía boca arriba, algo más cerca del vagón que el jefe de servicios. Unas manchas oscuras señalaban, en su uniforme, los impactos de las balas disparadas por Steever.
Ryder se sentó al lado de Steever, desnudo en aquel momento de cintura para arriba, mostrando remolinos de tupido vello en su torso macizo y moreno. Ryder examinó la herida hecha por la entrada de la bala, un limpio orificio redondo del que rezumaba sangre. El lado posterior del brazo, por donde había salido la bala, estaba algo tumefacto. La sangre habíabajado por el brazo de Steever en una serie de hilitos que se perdían en el espeso vello del antebrazo.
—Parece una herida limpia —dijo Ryder—. ¿Duele?
Steever se acarició el mentón y contempló la herida.
—No. Soy poco sensible al dolor.
Ryder hurgó en la caja metálica del botiquín, buscando la solución antiséptica.
—Te pondré esto y después te vendaré el brazo. De momento, es lo único que podemos hacer.
Steever se encogió de hombros.
—No me preocupa.
Ryder mojó unas gasas, las aplicó a la herida y lavó la sangre. Mojó otras dos gasas y cubrió con ellas los orificios de entrada y salida. Steever mantuvo los apósitos en su sitio, mientras el otro vendaba su brazo con habilidad de profesional. Cuando hubo terminado, Steever empezó a vestirse.