Pelham 123 (21 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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—¿A toda esa gente? —La voz pareció sorprendida—. A menos que ustedes nos obliguen a ello, no tenemos intención de matarlos a todos.

—Claro que no —dijo Prescott, y pensó: «Es el primer sentimiento humano o casi humano que ha expresado esa voz»—. Denos, pues, el tiempo que le pido.

—Porque si los matásemos a todos —dijo tranquilamente la voz—, no nos quedaría nada para ejercer presión. En cambio, si matamos a uno o dos, e incluso a cinco, todavía nos quedarán bastantes para presionarles. Perderán un pasajero por cada minuto que pase de la hora límite. Es mi última palabra.

Prescott se tambaleó al borde de un acceso de furor, impotente, ansioso de hacer lo necesario para hallar una solución, pero sabiendo que tropezaría siempre con una voluntad implacable. Por consiguiente, pugnó por serenar su voz y cambió de tema:

—¿Podemos recoger al jefe de servicio?

—¿A quién?

—Al hombre sobre el que dispararon. Quisiéramos enviar una camilla para recogerlo.

—No. No podemos permitirlo.

—Tal vez esté vivo. Tal vez esté sufriendo.

—Está muerto.

—No puede estar seguro de ello.

—Está muerto. Pero, si insiste, le meteremos unas cuantas balas más en el cuerpo y dejará de sufrir, si es que aún sufre.

Prescott cruzó los brazos sobre la mesa y bajó lentamente la cabeza. Cuando volvió a levantarla, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y ni él mismo habría podido decir si eran de ira o de piedad o de una terrible combinación de ambas cosas. Hizo una bola con su pañuelo y la apretó fuertemente sobre cada uno de sus ojos; después llamó al subinspector jefe y le dijo, en tono contenido:

—No hay prórroga de tiempo. Se ha negado en redondo. Matará a un pasajero por cada minuto de retraso. Y habla en serio.

El subinspector jefe, con una voz tan inexpresiva como la de él, respondió:

—Creo que es materialmente imposible.

—Las tres y trece —dijo Prescott—. A partir de esta hora, empezarán a liquidar pasajeros: uno por minuto.

Frank Correll

Atribulado, vocinglero, saltando frenéticamente de una mesa a otra, Frank Correll trazó un plan para evitar que toda la línea quedase paralizada.

Los trenes de la línea de Lexington Avenue, que salían de Dyre Avenue y de la Calle 180 Este, en el Bronx, fueron desviados hacia las líneas del West Side, en las estaciones de la Calle 149 y Grand Concourse.

Los trenes que habían pasado ya al sur de la Calle 149 fueron desviados en Grand Central hacia la línea del West Side.

Al sur de la Calle Catorce, algunos trenes fueron enviados a Brooklyn; otros fueron desviados en City Hall o en South Ferry y dirigidos a la estación de Bowling Green, donde empezaron a acumularse.

Se movilizaron autobuses de la MABSTOA para transportar a los pasajeros a otras líneas de la zona media de la ciudad.

El desvío de los trenes hacia el West Side exigía enormes precauciones, para evitar que estas líneas quedasen atascadas.

Fue una improvisación confusa; pero, al menos, evitó una catastrófica paralización.

—Si el correo no puede parar —gritó Frank Corell—, si las representaciones no pueden interrumpirse, el Metro no puede dejar de circular.

Murray Lasalle

Murray Lasalle subió de dos en dos los peldaños de la gran escalinata y entró en la habitación del alcalde. Su Excelencia estaba tumbado de bruces, mientras el médico se disponía a pincharlo con una aguja hipodérmica. El médico clavó la aguja. El alcalde lanzó un gemido, se incorporó y se subió el pantalón del pijama.

Lasalle dijo:

—Salte de la cama y vístase, Sam. Vamos a ir a la parte baja de la ciudad.

—Está usted loco —dijo el alcalde.

—Ni hablar de ello —dijo el médico—. Es absurdo.

—Nadie le ha pedido su opinión —dijo Lasalle—. Las decisiones políticas son de mi exclusiva incumbencia.

—Su Excelencia es mi paciente, y no permitiré que se levante de la cama.

—Bueno, buscaré otro médico que se lo permita. Queda usted despedido. Sam, ¿cómo se llama aquel interno del «Flower Hospital»? Me refiero a aquel que ingresó en la Facultad de Medicina por recomendación de usted.

—Este hombre está muy enfermo —dijo el médico—. Puede peligrar su propia vida...

—¿No le he dicho que se largue? —preguntó Lasalle, mirando al médico con ojos chispeantes—. Sam, ese interno... Revillion..., voy a pasarle la papeleta.

—No lo traiga aquí, ¡por mil diablos! ¡Ya estoy harto de médicos!

—No hará falta que venga. Puede diagnosticar su enfermedad por teléfono.

—¡Por el amor de Dios, Murray! —exclamó el alcalde—. Estoy realmente enfermo. ¿A qué viene todo esto?

—¿Y todavía pregunta a qué viene? Peligra la vida de diecisiete ciudadanos, y el alcalde se preocupa tan poco de ellos que ni siquiera hace acto de presencia.

—¿Y qué voy a sacar con hacer acto de presencia? ¿Que me abucheen?

El médico pasó al otro lado de la cama y asió la muñeca del alcalde.

—Suéltele la mano —dijo Lasalle, vivamente—. Ha sido usted sustituido por el doctor Revillion.

—¡Pero si ni siquiera es médico! —exclamó el alcalde—. Creo que está estudiando el cuarto año.

—Escuche, Sam, todo lo que tiene que hacer es ir allá, decir unas cuantas palabras a los secuestradores por un altavoz, volver y meterse en la cama.

—¿Me escucharán?

—Lo dudo. Pero hay que hacerlo. El Otro Bando estará allí. ¿Quiere usted que sean
ellos
quienes utilicen el altavoz pára pedir que se respeten las vidas de los ciudadanos?

—Ellos no están enfermos —dijo el alcalde, tosiendo.

—Recuerde a Attica —dijo Lasalle—. Lo compararán con el gobernador.

El alcalde se incorporó bruscamente, sacó los pies por encima del borde de la cama y se irguió. Lasalle le sostuvo, mientras el médico, después de un movimiento instintivo, permanecía inmóvil donde estaba.

El alcalde levantó la cabeza, haciendo un esfuerzo.

—Esto es una locura, Murray. Ni siquiera puedo mantenerme en pie. Si salgo, me pondré peor. —Abrió mucho los ojos. Incluso puedo morir.

—A un político pueden ocurrirle cosas peores que la muerte —dijo Lasalle—. Le ayudaré a ponerse los pantalones.

XII
Ryder

Ryder abrió la puerta de la cabina, y Longman, al echarse atrás para dejarlo pasar le tocó el brazo con dedos temblorosos. Ryder siguió caminando y se dirigió al centro del vagón. En la parte posterior, Steever estaba sentado, apoyado en la pared metálica exterior del coche, cubriendo la vía con su metralleta. Welcome estaba en el centro, de pie y con las piernas separadas, sosteniendo la metralleta con una mano. «Se balanceaba incluso cuando nada se movía», pensó Ryder.

Se situó a poca distancia delante de Welcome, pero ligeramente a un lado, para no cruzarse en su línea de fuego.

—Presten atención, por favor.

Observó que las caras se volvían hacia él, despacio y de mala gana, o en una súbita reacción casi automática a su voz. Sólo dos pasajeros le miraron a los ojos: el viejo, con grave pero vivo interés, y el belicoso negro, desafiadoramente, por encima del borde de su ensangrentado pañuelo. El conductor estaba muy pálido y movía los labios en silencio. El hippy seguía con su sonrisa ausente y soñadora. La madre de los dos chicos continuaba tocándolos nerviosamente, como para grabarlos en su memoria. La muchacha del sombrero anzac permanecía sentada muy tiesa, actitud calculada para hacer resaltar sus senos y acentuar la curva de los muslos. La mujer aficionada al vino babeaba una saliva descolorida...

—Tengo más información para ustedes —dijo Ryder—. La ciudad se aviene a pagar su rescate.

La madre estrujó a sus hijos y los besó apasionadamente. La expresión del negro belicoso no se alteró en lo más mínimo. El viejo juntó las pequeñas y bien cuidadas manos en un aplauso silencioso, en el que no había, o parecía no haber, el menor matiz irónico.

—Si todo se desarrolla según lo previsto, no sufrirán daño alguno y podrán marcharse a sus quehaceres.

El viejo preguntó: —¿Qué quiere decir con eso de «si todo se desarrolla según lo previsto»?

—Que la ciudad cumpla su palabra.

—¡Ya! —dijo el viejo—. Por pura curiosidad, ¿podría saber cuánto dinero?

—Un millón de dólares.

—¿Cada uno? —Ryder negó con la cabeza, y el viejo pareció disgustado—. Esto representa unos sesenta mil por cabeza. ¿Tan poco valemos?

—Cierre el pico, viejo.

Era la voz de Welcome; pero mecánica, desprovista de interés. Ryder comprendió la razón: se estaba timando con la chica. La actitud provocativa de ésta iba exclusivamente dirigida a Welcome.

—Señor —dijo la madre, estrujando a sus hijos, que se rebullían incómodos—. Señor, ¿nos dejará marchar en cuanto tenga el dinero?

—No; pero poco después.

—¿Por qué no
en seguida
?

—No más preguntas —dijo Ryder. Dio un paso atrás, para acercarse a Welcome, y le dijo en voz baja—: Deja de tontear con esa chica.

Casi sin bajar la suya, Welcome respondió:

—No te preocupes. Puedo tener a raya a ese montón de imbéciles y cargarme a esa ramera al mismo tiempo.

Ryder frunció las cejas, pero no replicó. Volvió a la cabina y entró, sin responder a la ansiosa mirada de Longman. Nada podía hacer, salvo esperar. No se tomó el trabajo de calcular si el dinero podría o no llegar antes de la hora fijada. Ni siquiera miró el reloj.

Tom Berry

En cuanto el jefe de los secuestradores volvió a la cabina del conductor, Tom Berry lo apartó de su mente y volvió a pensar en Deedee, particularmente en el día en que la conoció y, de modo general, en la forma en que ella había influido en sus ideas. No era que él no hubiese tenido ya algunas ideas propias, vagamente inadecuadas para un policía; pero éstas no habían sido apremiantes. En cambio, Deedee había hecho que reflexionase en serio sobre sus presunciones.

Hacía tres meses que prestaba servicio de paisano en East Village. Era un servicio voluntario, y Dios sabría por qué se había metido en él, si no era por la circunstancia de que se aburría terriblemente en su coche de patrulla y le fastidiaba su compañero, un tipo de cuello gordo y pinta de nazi, que odiaba a los judíos, a los negros, a los polacos, a los italianos, a los puertorriqueños y a casi todo el mundo, y que era violento partidario de la guerra: de la de Vietnam y de todas las guerras pasadas y futuras. Por consiguiente, se había dejado crecer la barba, el cabello, que le llegaba hasta los hombros, se había ataviado con ponchos, cintas en la cabeza y abalorios, y se había ido a vivir con los ucranianos, ladrones de motos, vagabundos, toxicómanos, invertidos, estudiantes, radicales, aventureros, adolescentes fugados de casa y toda clase de extraña población hippy del East Village.

La experiencia había resultado un tanto extravagante, pero no aburrida. Había llegado a conocer a algunos de los hippies y a simpatizar con ellos; con algunos de los chivatos vestidos de hippy (como él mismo); con algunos animados negros, que llevaban una vida alegre y carismática gracias a un color de piel muy de moda en aquellos andurriales, y, por último, a través de Deedee, con algunos muchachos idealistas y revolucionarios, que habían abandonado las comodidades de la clase media y los distinguidos campi de Harvard, Vassar, Yale y Swarthmore. Aunque habría sido incapaz de alistarse junto a ellos para una revolución y aunque, probablemente, ni el propio Mao se habría sentido muy entusiasmado al verlos.

Había conocido a Deedee durante su primera semana de servicio cumpliendo sus instrucciones de aclimatarse y de captar las costumbres de la comunidad. Estaba leyendo los títulos de las obras exhibidas en el escaparate de la librería de St. Marks Place —una mezcla de maestros del tercer mundo, maoístas y del Movimiento Americano, desde Marcuse hasta Jerry Rubin—, cuando ella salió de la tienda y se detuvo también a mirar los libros del escaparate. Vestía pantalón azul y camisa de punto sin mangas, y pertenecía, visiblemente, al tipo inconformista: largos cabellos sueltos sobre los hombros y nada de sujetadores ni de maquillaje. Pero el cabello era brillante y limpio; los pantalones y la camisa, recién lavados (incluso ahora recordaba estas sus primeras observaciones); la figura, esbelta, y las facciones, francas y muy cercanas a la belleza.

Ella advirtió que la estaba observando.

—Los libros están en el escaparate, niño.

No era una voz arrabalera, sino dulce y bien modulada, y esto disimuló la rudeza de las palabras.

Él sonrió.

—Estaba mirando atentamente los libros, hasta que salió usted. Pero usted me gusta más.

Ella frunció el ceño.

—Tampoco usted está mal; pero no pretendo halagarle al decirle esto.

Él reconoció el tono polémico de las mujeres de la nueva ola.

—No soy chauvinista en lo que atañe a la virilidad. Palabra.

—Tal vez
crea
que no lo es. Pero se ha delatado.

Se alejó, en dirección a la Segunda Avenida. Sin ninguna razón particular, él la siguió. Ella frunció el ceño por tercera vez, al colocarse él a su lado.

—¿Me invita a una taza de café? —preguntó Tom.

—Lárguese de una vez.

—Estoy sin blanca.

—Váyase a chulear a la parte alta de la ciudad. —Después, le dirigió una aguda mirada—. ¿Tiene hambre?

Él respondió que sí y ella le llevó a un café y le compró un bocadillo. Daba por seguro que él pertenecía al Movimiento —el amorfo grupo de jóvenes buscadores de un mundo mejor, y que tenía a veces fines políticos; otras, sociales; otras, sexuales; otras, puramente ficticios, y otras, una mezcla de todo esto— y, mientras charlaban, ella se impacientaba cada vez más, al observar su ignorancia de los diversos aspectos de aquél.

La joven le parecía encantadora e irritante al mismo tiempo. No quería despertar sus recelos, aunque no parecía tenerlos, y sí, únicamente, una especie de indignación por el hecho de que él estuviese tan mal informado. Por tanto, le dijo:

—Escuche: acabo de ingresar en el Movimiento y estoy empezando a aprender lo que éste significa.

—¿Tenía algún empleo normal?

—Trabajaba en un Banco, si quiere saberlo —dijo él, tranquilamente—. Pero pronto me cansé y empecé a buscar la manera de vivir mi vida.

—Ya. Y aún no sabe cuál es ésta, ¿verdad?

—Pero quiero aprender —dijo él, y desvió la mirada, en una actitud que había de atraer otra mirada, escrutadora, por parte de la chica. Al menos, estaba aprendiendo algo
de ella
con bastante rapidez—. Lo deseo de veras.

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