Authors: John Godey
—No
digo
que los secuestradores sean negros; pero si el noventa por ciento de los delitos que se cometen en esta ciudad son perpetrados por negros, es lógico que haya nueve probabilidades contra una de que los secuestradores sean personas de color.
—Digan a la Policía que lo único que ha de hacer es inundar el túnel...
En circunstancias normales Su Excelencia el alcalde habría disfrutado dirigiendo el debate, mientras sus subordinados discutían las ventajas de determinada acción, aferrado cada cual a la posición dictada por su convencimiento o su interés. Pero ahora, ahogándose en sus desbocados humores, aturdido por la fiebre, temía que su criterio se hallase en inferioridad de condiciones y le hiciese tomar una decisión desacertada, es decir, que no fuese políticamente provechosa. Y no es que careciese de principios, como podría pensarse al leer esto, pues él trataría, como siempre, de coordinar lo práctico con lo honrado, fatal defecto humano que era incapaz de remediar.
Junto a su cama se hallaban su mujer y su médico, además del jefe de Policía, el interventor, el presidente de la Comisión de Tráfico, el presidente del Consistorio Municipal y Murray Lasalle.
Incorporado sobre las almohadas, gruñendo y resoplando, esforzándose por mantener abiertos los irritados ojos y fija la atención en el tema que se discutía, Su Excelencia el alcalde permitió que Murray Lasalle actuase de moderador, con su acostumbrada mezcla de aguda inteligencia, impaciencia y agresiva rudeza.
—La cuestión —dijo Lasalle— que se ha de resolver sin pérdida de tiempo, es la de si vamos a pagar o no el rescate. Todo lo demás, es decir, si tenemos el dinero; si podemos ofrecerlo legalmente y de dónde vamos a sacarlo; si podremos pillar a los secuestradores y recuperarlo..., todo esto, repito, es secundario. Además, la discusión ha de ser rápida, si no queremos encontrarnos con diecisiete cadáveres más entre las manos. Que cada cual exponga su opinión, dentro de un tiempo total de cinco minutos, y, después, resolveremos. ¿Listos?
El alcalde escuchó a medias el debate. Sabía que Lasalle había tomado ya una decisión, y esperaba que la hiciese triunfar. Por una vez, coincidían las ventajas políticas con los dictados de su instinto. Las alabanzas superarían con mucho a las censuras. El
Times
le apoyaría rotundamente, por razones humanitarias. El
News
lo haría también, aunque de mala gana y aprovechando la oportunidad para acusarlo de no haber impedido el suceso. Siguiendo la línea tradicional, Manhattan estaría a su favor, y Queens, en contra. La gente acomodada diría sí; el conductor de taxi, no, y la comunidad negra permanecería indiferente. Sabía que la ciudad había tomado posiciones en pro o en contra de su derecho a tener la gripe.
Se sonó ruidosamente con un pañuelo de papel y lo arrojó al suelo.
El doctor lo miró con aire profesional; su mujer, con un poco de asco.
—Sean breves —dijo Murray Lasalle—. Un minuto cada uno, y, después, Su Excelencia resolverá lo procedente.
—No se puede limitar a un número exacto de segundos una discusión tan importante como ésta —dijo el interventor.
—Apoyo la moción —dijo el presidente del Consistorio.
Lo mismo que el interventor, era considerado como «no amigo del alcalde» por cuestiones de partido.
—Escuchen —dijo Lasalle—, mientras discutimos inútilmente, los asesinos que están en esa cloaca, en ese inmundo agujero, cuentan los minutos que faltan para empezar a liquidar a sus rehenes.
—¿Cloaca? ¿Agujero inmundo? —preguntó el presidente de la JT—. Está usted hablando del sistema metropolitano más largo, más activo y más seguro del mundo.
La Jefatura de Tráfico era una complicada operación combinada del Estado y la ciudad, y su presidente gozaba de la confianza del gobernador. No era muy popular en la ciudad, y el alcalde sabía que podría cargarle al menos una parte de la culpa, si algo marchaba mal.
—Empecemos —dijo Lasalle, moviendo la cabeza en dirección al jefe de Policía.
—Bueno; hemos movilizado a todas las fuerzas —dijo el jefe de Policía—. Podría entrar allí con armas y productos químicos suficientes para borrarlos del mapa. Pero no podría garantizar la seguridad de los rehenes.
—En otras palabras —dijo Lasalle—, es usted partidario de pagar el rescate.
—Me repugna ceder a las exigencias de unos criminales —dijo el jefe de Policía—, pero tampoco creo que deban morir los inocentes junto a los culpables.
—Vote —dijo Lasalle.
—Me abstengo.
—¡Bah! —dijo Lasalle, y se volvió al presidente de la JT—: ¿Qué dice usted?
—Sólo me importa la seguridad de mis pasajeros —dijo el presidente.
—Vote.
—Una negativa a pagar nos haría perder la fe y la confianza de nuestros pasajeros. En todo caso, los ingresos disminuirán durante una temporada. Debemos pagar el rescate.
—Pagar, ¿con
qué
? —dijo el interventor—. ¿Saldrá el dinero de su caja?
El presidente sonrió amargamente.
—Estoy a dos velas. No tengo ni un centavo.
—Tampoco yo —dijo el interventor—. Aconsejo a Su Excelencia que no contraiga compromisos económicos hasta que sepamos de dónde vendrá el dinero.
—Interpreto esta respuesta como un voto negativo —dijo Lasalle.
—Todavía no he expuesto mis razones sobre este asunto —dijo el interventor.
—No hay tiempo para razones —dijo Lasalle.
—Pero supongo que lo habrá para las de
ella
.
El interventor señaló bruscamente con la cabeza a la mujer del alcalde, que, en una ocasión, había dicho de él que era «un Scrooge
[5]
» sin esperanzas de redención».
La esposa del alcalde torció la boca y respondió en el argot aprendido en sus días de estudiante en Wellesley, con aprovechamiento muy superior al de su marido:
—Por mí, ¡que lo zurzan!
—Gracias, señora alcaldesa —dijo Lasalle, y señaló al presidente del Consistorio—. Su turno.
—Yo voto no, por las siguientes razones...
—Está bien —dijo Lasalle—. Una abstención, un sí y dos noes. Yo voto sí. Por tanto, hay empate a dos. ¿Sam?
—Espere un momento —dijo el presidente del Consistorio—. Quiero explicar mi decisión.
—No hay tiempo —dijo Lasalle—. Se está jugando la vida de muchas personas.
—Voy a explicar mis razones —insistió el presidente del Consistorio—. Primera y principal: hay que defender la ley y el orden. Soy partidario de luchar contra los criminales, no de mimarlos con grandes cantidades de dinero.
—Gracias, señor presidente.
—Tengo que decir algo más.
—¡Maldición! —gritó Lasalle—. ¿No comprende que nos acercamos a una hora fatal?
—Debo añadir que, si pagamos a esos criminales, fomentaremos una situación parecida a la de las líneas aéreas. Si cedemos ante esos bandidos, cualquiera se dedicará a secuestrar trenes metropolitanos. ¿Cuántos millones de dólares tendremos que pagar?
—Sin tenerlos —añadió el interventor.
—Por eso, señor alcalde —dijo el presidente del Consistorio—, le pido enérgicamente que vote no, en lo referente al pago del rescate.
—Repito —dijo Lasalle—: dos síes, dos noes y una abstención. El voto decisivo corresponde a Su Excelencia
—¿Y si hubiésemos quedado tres a uno? —preguntó el interventor.
—El voto decisivo habría sido el de Su Excelencia —respondió Lasalle, tranquilamente—. Sam. Decida, por favor.
El alcalde estornudó fuerte y ruidosamente, lanzando una tenue rociada al aire. Le divirtió ver que todos se estremecían.
—Pensé que
usted
había decidido ya, Murray.
—Déjese de bromas —dijo. Murray, frunciendo el ceño. Si le importan algo esos pobres ciudadanos cautivos...
—Viniendo de usted, estas palabras son cosa de risa —dijo la mujer del alcalde—. La palabra ciudadano la escribe usted así: V-O-T-O.
El alcalde se vio sorprendido por un sofocante acceso de tos. El médico lo observó fijamente y dijo:
Este hombre no está en condiciones de ser presionado. No lo permitiré.
—¡Dios mío! —exclamó Lasalle—. Esposas y matasanos. ¿No se da cuenta, Sam, de que no tenemos alternativa? Hemos de salvar a esos rehenes. ¿Habré de recordarle que...?
—Ya sé lo de la elección —respondió el alcalde—. Pero no me gusta su manera de imponerse a todo el mundo. Quisiera ver un poco de democracia en este ambiente.
—Olvídelo —dijo Lasalle—. Estamos tratando de gobernar una ciudad, no una maldita democracia. —Miró fijamente su reloj—. Sam, será mejor que se dé prisa.
El alcalde se volvió hacia su esposa.
—¿Querida?
—Hay que ser humanitario, Sam. Todo por la Humanidad.
—Adelante, Murray —dijo el alcalde—. Arregle la cuestión del pago.
—Esto lo había dicho yo hace diez minutos. —Lasalle apuntó con el dedo al jefe de Policía—. Haga saber a esos tipos que vamos a pagar. —Y, volviéndose al interventor—: ¿Con qué Banco trabajamos más?
—Con el «Gotham National Trust». Odio tener que hacerlo, pero telefonearé...
—
Yo
telefonearé. Vamos, ¡todos abajo! De prisa.
—Humanidad —dijo la mujer del alcalde a su marido—. Rebosas sentimientos humanitarios, querido.
—Así es —dijo Lasalle.
Incluso con la luz de la cabina apagada, Ryder sabía que ofrecía un blanco fácil. Estaba seguro de que había policías en el túnel, ocultos y alerta, y que varios de ellos podían apuntarle perfectamente a través de la amplia ventana delantera. Pero, a menos que la Policía decidiese luchar, en vez de pagar el rescate —caso en el cual él no sería más que el primero en morir entre otros muchos—, o que uno de los agentes apostados cediese a un impulso irracional, su riesgo no era mayor que el de los otros tres, a pesar de que éstos se hallaban más resguardados. Su defensa estaba en las circunstancias, que le ofrecían una protección bastante racional. Como en la guerra, no pedía más ni aceptaba menos.
Le molestaban los conceptos románticos o idealistas de la guerra. Frases tales como «resistir hasta el último hombre», «luchar con absoluto desprecio de la propia seguridad» o «contra fuerzas incomparablemente superiores», le parecían arengas desesperadas y propias de los que se disponen a perder. Conocía los ejemplos clásicos, casi todos tomados de guerras de la Antigüedad y que constituían monumentos a la ineptitud, al orgullo idiota o al error de cálculo: la Brigada Ligera, El álamo, la Carga de Pickett, las Termópilas. Otros tantos errores militares. Resistir hasta el último hombre quería decir que no se salvaba ni uno; el desprecio a la propia seguridad servía para multiplicar innecesariamente las bajas; luchar contra un enemigo muy superior equivalía a verse dominado (cierto que los israelíes habían ganado la Guerra de los Seis Días, pero habían anulado la superioridad numérica del otro bando con su mayor rapidez y descargando el primer golpe). Aceptaba la idea de sacrificio para su pequeño comando, pero sólo por ventajas tácticas, no por cubrirse de gloria.
Su «comando»: irónico nombre de fantasía para una pequeña banda de malhechores que había reclutado casualmente. A excepción de Longman, apenas los conocía. Eran simples reclutas escogidos para llenar las filas. En realidad, incluso podía discutirse si él había reclutado a Longman o éste lo había reclutado a él. Tal vez había un poco de ambas cosas, con la diferencia de que él se había ofrecido voluntario y Longman lo había reclutado de mala gana. Si el miedo de Longman excedía a su entusiasmo, era, empero, menor que la suma de su entusiasmo y su codicia, y por esto se había metido en el fregado... y continuaba en él.
«Hasta cierto punto —pensó Ryder—, había reclutado a Welcome y a Steever como contrapeso de Longman, que era inteligente, imaginativo y cobarde.» Los había descubierto gracias al hombre que le había vendido las armas, un ex mercenario como él, que se había tenido que retirar a consecuencia de una herida grave. Ahora traficaba en armas y tenía un almacén en una casucha de Newark y una pequeña oficina en Pearl Street. Una representación de un negocio de pieles y cueros le servía de pantalla, y en su oficina, además de una mesa viejísima, había un teléfono, unos cuantos objetos de escritorio y varios montones de pieles curtidas a las que quitaba el polvo una vez al mes, para cubrir las apariencias.
Unas cuantas metralletas eran poca cosa para él. En caso necesario, podía suministrar tanques, coches blindados, morteros, minas de tierra e incluso un submarino de bolsillo armado con torpedos. Cuando quedó cerrado el trato para la venta y entrega de cuatro metralletas «Thompson» y algunos accesorios, el traficante sacó una botella de whisky, y ambos recordaron algunas viejas batallas (incluidas varias en las que habían luchado en bandos opuestos). En éstas estaban cuando sonó el teléfono y, tras una breve, pero bronca conversación, el traficante colgó y dijo, furioso:
—Uno de mis muchachos. Más loco que una cabra.
Ryder meneó la cabeza con indiferencia, pero el traficante siguió diciendo:
—Quisiera que alguien me lo quitase de las manos y me ahorrase el trabajo de matarlo. —Después miró reflexivamente a Ryder—. Tal vez te interesaría.
—¿Para qué?
—No lo sé. Se me ha ocurrido... al ver que compras cuatro metralletas. ¿Tienes completo tu personal?
Ryder le respondió que no y que podía hablarse del asunto. Era muy propio de él, pensó en aquel momento, haber dado prioridad a las armas sobre los hombres.
—Ese loco podría interesarte.
—No lo presentas como una mercancía muy atractiva.
—Sabes que soy sincero, ¿no? —El traficante hizo una pausa, y, como Ryder le mirase sin comprometerse, se encogió de hombros y siguió diciendo—: Resulta que ese chico se encuentra fuera de su ambiente. Le puse al frente de mi almacén, pero se aburre como una ostra. Es un hombre de acción, un tipo de pelo en pecho. Si yo planease un golpe y necesitase un pistolero, un soldado, lo contrataría sin pensarlo. Si tuviese, por ejemplo, una ametralladora, y necesitase alguien para manejarla, no vacilaría en encomendársela. Tiene redaños para dar y vender.
—Pero está loco.
—Sólo un
poquito
. Eso de loco, es un decir. No padece ninguna psicosis. Es un valiente. Digamos que no tiene escrúpulos. Pero es audaz, rudo y... —Se interrumpió, buscando la palabra adecuada, y él mismo se sorprendió al encontrarla—:...y honrado.
Honrado
.