Authors: John Godey
Mobutu permanecía sentado muy tieso, frente a una llamativa zorra blanca tocada con un sombrero anzac, mirando fijamente más allá de la mujer. Cuando el atildado viejo que se sentaba a su lado dijo algo, ni siquiera volvió la cabeza. ¡Que se fuesen todos al cuerno! Aquello no iba con él. Pero, de pronto, por el rabillo del ojo, vio a los dos chicos negros sentados al otro lado del pasillo. Ambos eran de piel muy oscura —buenos tipos africanos— y tendrían diecisiete o dieciocho años. Eran mozos de recados, al servicio de un amo, que transportaban los paquetes del hombre blanco. Lo que lo irritaba más era su forma de mirar. Ambos tenían los ojos de color castaño y los movían en sus órbitas como canicas, como si sonriesen, y ambos «meneaban la cola» para que el hombre de la metralleta no se enfadase y les metiese una bala en el cuerpo.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, empezó a gritar:
—¡Malditos negros! ¿Es que no podéis mantener fijos los ojos? —Los miraba echando chispas por los suyos, y ellos se volvieron, sobresaltados—. Estúpidos negros, ¿tan
jóvenes
sois que os asustan las armas? ¡Mirad a los ojos a ese tipo!
Todos los del vagón se volvieron a él, y él los miró fijamente a uno tras otro, deteniéndose un poco más en el elegante
negro
de la cartera de mano. Éste tenía el rostro inexpresivo e indiferente. Un negro «blanco», perdido para la causa; no valía la pena preocuparse de él. Pero los dos muchachos... Convenía hacerles una pequeña demostración.
Volviéndose al hombre de la metralleta, pero hablando a los chicos, dijo:
—No deben asustarse por un cochino blanco, hermanos. ¡No está lejos el día en que les arranquemos las pistolas y se las metamos por el gaznate!
El hombre de la metralleta, impasible y con gesto indolente, dijo:
—Cierra el pico.
—¡No acepto órdenes de un cerdo blanco!
El hombre hizo un movimiento con el arma.
—Acércate un poco, voceras.
—¿Crees que me asustas, cerdo?
Mobutu se puso en pie. Le temblaban las piernas, pero no de miedo, sino de ira.
—Sólo quiero que vengas aquí —dijo el hombre—. ¡Vamos!
Mobutu se dirigió al centro del vagón y se plantó ante el hombre, erguida la espalda, con los puños cerrados y los brazos en jarras.
—Vamos —dijo—. Dispara. Pero te advierto que hay muchos como yo, miles y miles, y que hemos prometido degollarlos como a los cerdos...
Tranquilamente, sin la menor pasión, el hombre levantó el arma y la dejó caer en diagonal sobre la sien izquierda de Mobutu. Éste notó el golpe —un agudo dolor, una nube roja ante los ojos—, cayó hacia atrás y se quedó sentado en el suelo.
—Ve a tu asiento y no vuelvas a abrir la boca.
Mobutu oyó confusamente la voz del hombre. Se tocó la cara y advirtió que la sangre que brotaba de su ceja partida le caía sobre un ojo. Se levantó y se dejó caer de nuevo en su asiento, al lado del viejo. Éste alargó una mano para sujetarle. Él la rechazó. Todos permanecían en silencio en el vagón.
—Él mismo se lo ha buscado —dijo el de la metralleta—. Espero que no haya que hacer lo mismo con otros.
Mobutu sacó un pañuelo y se lo puso en la frente. Con el ojo derecho miró a los dos muchachos negros. Seguían con los ojos desorbitados y el belfo colgante. «¡Vaya! —pensó Mobutu—. El golpe que me han dado no ha servido para nada. Siempre serán un par de siervos estúpidos.»
Todos los del vagón evitaban mirarlo; incluso aquellos que, de ordinario, se habrían sentido fascinados por la vista de la sangre.
Las oficinas de la Jefatura de Transporte Metropolitano, llamada vulgarmente Jefatura de Tráfico, se hallan situadas en un gran edificio de fachada de granito, en el 370 de Jay Street, en el barrio conocido por «bajo Brooklyn». El 370 de Jay es una estructura relativamente nueva y moderna, rodeada de otros muchos edificios más antiguos, más oscuros, más graciosos y arquitectónicamente complicados, que constituyen el corazón del centro oficial de Kings County: tenencia de alcaldía, juzgados, oficinas administrativas. Aunque esta zona de Brooklyn no se distingue mucho del resto del distrito, forma, empero, una especie de provincia de la isla del otro lado del río, y esto le hace perder categoría.
Las funciones administrativas de la Jefatura de Tráfico se ejercen a través de las oficinas de Jay 370, que, en diversas gradaciones, van desde los servicios públicos utilitarios, hasta las lujosas habitaciones del piso decimotercero, donde trabajan los más altos ejecutivos y a las que se accede por una espaciosa y discretamente iluminada antesala, donde monta la guardia un agente de tráfico.
Si el espacio es un lujo en muchas oficinas del edificio —principalmente abajo, en el segundo piso, en las atestadas dependencias del Centro de Control de Policía de la JT—, abunda, en cambio, en el sector del tercer piso, ocupado por la Oficina de los Jefes de Servicios, más conocida por Centro de Control. Tres unidades se hallan repartidas, incluso excesivamente separadas, en una inmensa dependencia de alto techo, que se extiende a lo largo de toda la manzana y en el que sobra tanto espacio que parece un arreglo provisional. Cada una de las tres secciones —Sección A, o IRT; Seción B, o BMT; y Sección B1, o IND— ocupa su propio enclave, muy separado del de las otras. Los miembros más activos y visibles de estos grupos son el jefe de servicio y sus ayudantes.
La IRT, que es la sección más antigua, pero también la más pequeña, tiene cuatro operarios a las órdenes del jefe de servicio. Ocupan unas mesas de metal, con tableros eléctricos, gracias a los cuales pueden hablar por radio con todos los conductores de su sector. Cada sección está dividida en sectores geográficos; por ejemplo, en la IRT están los sectores de East Side, West Side, las líneas de superficie del Bronx, etcétera. Los aparatos de las mesas se parecen a los de las Torres, con la principal diferencia de que éstas no pueden comunicar directamente con las cabinas de los conductores.
Cada llamada que se recibe de un tren, o cada comunicación que se establece con él, queda grabada en un registro: número de identificación del tren, naturaleza de la llamada y decisión tomada. Una llamada típica al Centro de Control puede referirse a la observación de fuego debajo de una plataforma, en una estación dada. Después de comprobar la intensidad y gravedad del fuego, el hombre de la mesa de control indica al conductor lo que ha de hacer: esperar o desalojar los vagones («soltar la carga»). Luego se pone en contacto con el departamento adecuado: Reparaciones, Torre, Central Eléctrica (para que corte o restablezca la corriente, según los casos) o Policía de Tráfico, o con varios de ellos, si así conviene.
Los auxiliares informan al jefe de servicio, quien, a su vez, está subordinado a un superintendente, el cual no se ocupa de las operaciones corrientes de la sección. El jefe de servicio puede establecer comunicación directa con los conductores de todos los sectores, es decir, de toda la sección. El jefe de servicio es el verdadero mandamás, o sea, el responsable de que los trenes funcionen bien y puntualmente. Todos los días tiene que sudar su paga, pero, sobre todo, en casos de emergencia, cuando está en peligro el funcionamiento de toda la sección. Entonces su trabajo consiste en encontrar una solución, en trazar un plan de urgencia, gracias al cual sigan funcionando los trenes: pasar los trenes directos a las líneas locales o viceversa; trasladar trenes del East Side al West Side; ordenar a los conductores que suelten la carga o viajen más de prisa; toda una serie de intrincadas improvisaciones encaminadas a dar flexibilidad a un plan, a mantener el servicio incluso en casos catastróficos, como un descarrilamiento o un choque de trenes. Cosas como éstas han ocurrido y ocurren en las líneas ferroviarias mejor dirigidas.
Un servicio anexo al Centro de Control es la Mesa de Comunicaciones, que anuncia los cambios de horarios y las anomalías a través del sistema de altavoces de las estaciones, para tener informados a los pasajeros. Los mensajes son grabados en cinta magnetofónica por la Mesa de Comunicaciones y transmitidos a las estaciones. Cuando se producen retrasos importantes o sucesos graves, la Mesa establece contacto con los medios de difusión —Prensa, Radio y Televisión— y les informa puntualmente de los acontecimientos.
Frank Correll conocía todo esto tan bien como se conocía a sí mismo, aunque eventualmente habría sido incapaz de describirlo, de la misma forma que no habría sabido describir su propio cuerpo. Si se le hubiese preguntado cómo levantaba el brazo, se habría echado a reír y habría respondido: «Levantándolo», como queriendo decir que hay cosas que se hacen sin pensarlas. De igual manera consideraba el Centro de Control y su cometido vital en el mando de la Sección A, como uno de los tres jefes de servicio que trabajaban en otros tantos turnos de ocho horas.
Aunque un jefe de servicio no debe vigilar todas las llamadas que reciben sus auxiliares, debe poseer, en cambio, una especie de detector psíquico que le ayude a olfatear un suceso grave antes de que su auxiliar lo aprecie en todo su valor. Este sexto sentido había dado a entender a Frank Correll que el problema del Pelham Uno Dos Tres era grave. Después de decir a la Torre de Grand Central que cortase la comunicación, había relevado a su auxiliar, tratando de hablar directamente con el tren desde su propia mesa, apoyado en el borde de su silla, inclinada la cabeza hacia delante, como una serpiente en posición de ataque, y mirando fijamente el micrófono.
Pero ni siquiera él estaba preparado para un problema de esta clase cuando, al fin, habló el Pelham Uno Dos Tres, y guardó un silencio breve, pero extraordinario en él. Después soltó un rugido, y todos los que estaban en el vasto Centro de Control se miraron y se hicieron guiños. Frank Correll era famoso incluso entre los jefes de servicio, que son, por tradición, duros, gesticulantes y vocingleros astros de la Jefatura de Tráfico, y que representan su papel a la perfección. Delgado, nervudo, impaciente, chillón, con no poca energía de más, era un hombre que parecía hecho adrede para su cargo. Por eso nadie, al oírle chillar, tuvo motivos para creer que sucedía algo fuera de lo corriente.
Correll recobró su aplomo o, al menos, socofó el fuego de su ira, y dijo, con voz serena, o que podía parecer serena tratándose de él:
—Le he oído. ¿Qué quiere decir con eso de un
tren secuestrado
? Explíquese. No. Espere un momento. También ha cortado la corriente. ¿Por qué lo ha hecho, y por qué no ha informado a la Central Eléctrica? Vamos, explíquese y procure hacerlo bien.
—¿Tiene usted un lápiz, señor jefe de servicio?
—¿Qué estupidez es ésta? ¿Es usted el conductor?
—No soy el conductor. Escúcheme bien. Preste atención. ¿Tiene usted un lápiz?
—¿Quién diablos
es
usted? ¿Tiene autorización para estar en la cabina del conductor? Identifíquese.
—Escúcheme, jefe de servicio, pues no me gusta repetir las cosas. Atienda. Su tren ha sido secuestrado por un grupo de hombres armados. Como ya sabe, la corriente ha sido cortada. Y también el tren. Estamos en el primer vagón y retenemos como rehenes a dieciséis pasajeros y al conductor. No vacilaremos en matarlos a todos, en caso necesario. Somos capaces de todo, señor jefe de servicio. Corto y cierro.
Correll cortó, a su vez, y apretó el sexto botón, que, entre otras cosas, le ponía automáticamente en comunicación con la Policía de Tráfico. Sus manos temblaban de ira.
Una de las secretarias del presidente de JTM llamó por teléfono al teniente Clive Prescott, para informarle de que los distinguidos visitantes de Boston, que acababan de comer con el Presidente, estaban en este momento en el ascensor, bajando del piso decimotercero al segundo, y para recordarle que eran amigos
personales
del Presidente y que, por tanto, debían ser tratados con las máximas atenciones.
—Pondré la alfombra roja en cuanto acabe de quitarle el polvo —dijo el teniente Prescott.
Colgó, se dirigió al pupitre de información, situado junto a la entrada de la Jefatura de la Policía de Tráfico —o Centro Neurálgico, según preferían llamarla los propios policías— y esperó a que el ascensor descargase su preciosa mercancía.
Sintió una satisfacción diabólica al acercarse a saludarles y observar su reacción, pues no lograron disimular del todo su sorpresa al encontrarlo algo distinto de lo que habían esperado: un
matiz
diferente, pensó él, con delicada ironía. Pero se dominaron en seguida (tuvo que reconocerlo) y le estrecharon la mano sin la menor muestra de disgusto o violencia. A fin de cuentas, ellos no perdían ninguna oportunidad, y —¿quién podía saberlo?— tal vez un día se trasladaría él a Boston, donde los votos de los negros en las urnas, por muy lamentable que fuese esta circunstancia, valían exactamente lo mismo que los de los blancos.
Eran políticos e irlandeses —¿podían ser otra cosa?—. Uno de ellos, reservado, y el otro, franco. Se llamaban Maloney (el franco) y Casey (el reservado). Sus ojos agudos y azules, casi idénticos, recorrieron en seguida, no sin cierto prejuicio, su elegante traje de algodón (ligeramente ceñido y con larga abertura central en la espalda), su atrevida camisa a rayas rojas, blancas y negras, su corbata «Condesa Mara» y sus puntiagudos zapatos italianos (cincuenta y cinco dólares, en la tienda); y sus pequeñas narices olieron el perfume de «Canse». Su apretón de manos fue, al mismo tiempo, breve y afectuoso..., como suelen darlo los hombres en quienes esta acción forma parte de la rutina cotidiana.
—Como observarán, aquí estamos algo apretados... —Prescott dejó inacabada su excusa. A ellos les aburriría oírla, como a él le aburría exponerla. En tono más animado, dijo—: Los jefes tienen allí sus oficinas. —Un vago ademán—. Aquélla es la del jefe Costello... —Los visitantes intercambiaron una rápida mirada, que Prescott tradujo en estos términos: «Bueno, bravo por Costello, que lleva un noble apellido irlandés; sólo habría faltado que el jefe superior fuese también moreno.»— Por aquí, caballeros...
El protocolo disponía ir primero a Operaciones, donde los visitantes firmaban en el libro de honor; pero Prescott resolvió invertir el orden. Con un poco de suerte, la mañana, que había sido tranquila en Operaciones, podía volverse emocionante. Ayer se había producido una alarma de bomba en una estación de la IND (después había resultado falsa), y las llamadas no habían parado un momento entre Operaciones y los agentes que registraban las vías y la estación. Habría sido un buen espectáculo para los visitantes. Los alejó de Operaciones y los condujo al Teletipo y a la Unidad de Personal.