Pelham 123 (17 page)

Read Pelham 123 Online

Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
2.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

En este momento se había adormilado y tenía sueños apolíticos y eróticos. Sonó el teléfono. Cogió el auricular y masculló un monosílabo flemático e incoherente.

La voz del teléfono, que hablaba desde una de las oficinas inferiores, correspondía a Murray Lasalle, uno de sus tenientes de alcalde, primero entre los de su categoría y al que solía llamar la Prensa
El impulsor de la Administración
.

Lasalle dijo:

—Lo siento, Sam, pero no había más remedio.

—¡Por Dios, Murray! Estoy a un paso de la muerte.

—Tendrás que retrasarla. Se ha producido una crisis terrible.

—¿No puede encargarse usted? Recuerde que solventó el tercer motín de Brownsville, ¿no? Me encuentro realmente mal, Murray. Me estalla la cabeza, no puedo respirar, me duelen todos los huesos...

—Sí que podría, como me he encargado de todos los asuntos feos de esta apestosa ciudad dejada de la mano de Dios. Pero no quiero hacerlo.

—No vuelva a decirme que no quiere. Esta palabra no figura en el léxico de un teniente de alcalde.

Lasalle, que también estaba resfriado, pero no tanto como su jefe, dijo:

—No
me
dé lecciones de política. No lo haga, Sam, o, por muy enfermo que esté, tendré que recordarle que...

—Estaba bromeando —dijo el alcalde—. Por muy enfermo que esté, tengo más sentido del humor que usted en toda su vida. Bueno, ¿cuál es la calamidad? Ojalá sea buena.

—¡Oh, buenísima! —dijo Lasalle, como refocilándose—. Una verdadera bomba atómica.

El alcalde cerró los ojos, esperando la revelación, como temeroso de un sol cegador.

—Bueno, dígalo de una vez. No alargue el
suspense
.

—Está bien. Unos cuantos bandidos se han apoderado de un tren metropolitano. —Con su propia voz, sofocó la del alcalde—. Se han apoderado de un convoy del Metro. Tienen como rehenes a dieciséis ciudadanos y al conductor, y no los soltarán si la ciudad no les paga un millón de dólares de rescate.

Por un momento, el alcalde pensó que la fiebre le hacía delirar. Pestañeó y esperó que el sueño se desvaneciese. Pero la voz de Murray Lasalle no podía ser más real.

—¡Por mil diablos! ¿Me ha oído? Digo que unos hombres han secuestrado un convoy del Metro y retienen...

—¡Mierda! —exclamó el alcalde—. ¡Mierda, maldita mierda! —Su infancia se había desarrollado en un ambiente muy discreto, y jamás había aprendido a soltar tacos de un modo convincente. Sabía, sí, que los tacos, como los idiomas extranjeros, hay que aprenderlos a edad temprana; pero, considerándolo como una habilidad social, nunca había tratado de dominar el tema—. ¡Mierda! ¡Carajo! ¿Por qué se empeña la gente en atormentarme con estas cosas? ¿Ha ido ya la Policía?

—Sí. ¿Está dispuesto a hablar del asunto con sensatez?

—¿Por qué no dejamos que se
queden
con el maldito tren? Tenemos muchos más; ni siquiera notaremos su falta. —Tosió y estornudó—. La ciudad no
tiene
un millón de dólares.

—¿No? Pues tendrá que buscarlo. Donde sea. Aunque tenga que liquidar su cuenta del «Christmas Club». Subo a verle en seguida.

—¡Mierda! —exclamó el alcalde—. ¡Mierda y maldición!

—Espero que se haya serenado cuando suba.

—Todavía no he accedido a pagar. Un millón de dólares. Vamos a discutirlo.

—Murray iba demasiado aprisa; confiaba demasiado en su instinto, que era exclusivamente político—. Tal vez haya otra salida.

—No la hay.

—¿Sabe la cantidad de nieve que podrá quitarse este invierno con un millón de dólares? Quiero conocer a fondo la situación y lo que piensan otros: el comisario de Policía, que se jacta de estar al frente de la Oficina de Tráfico; el jefe del Centro de Control...

—¿Se figura que he permanecido con los brazos cruzados? Todos van para allá.

Pero es perder el tiempo. A fin de cuentas, se hará lo que digo yo...

—...y Susan.

—¿Para qué diablos necesitamos a Susan?

—Para la tranquilidad doméstica.

El alcalde oyó que el otro colgaba de golpe. Al diablo con Murray Lasalle. Era inteligente y una bestia para el trabajo y, como hombre implacable, no tenía rival; pero tenía que aprender a dominar su impaciencia ante otras mentalidades más sosegadas. Bueno, tal vez era éste un buen momento para enseñarle que también otros podían tomar decisiones. Sí; lo haría él, por muy enfermo que estuviese.

El jefe de Policía

Desde el asiento posterior de su coche, que corría hacia la parte alta de la ciudad por la Ruta FDR, el jefe de Policía hablaba por teléfono con el comisario de distrito, que se hallaba en el lugar del suceso.

—¿Qué aspecto tiene eso?

—Fatal —dijo el comisario—. Como de costumbre, la gente parece salir de todas partes. Calculo que habrá unos veinte mil espectadores, y no paran de llegar. ¡Ojalá descargase una tormenta de granizo!

El jefe de Policía se inclinó hacia la derecha para echar un vistazo al cielo azul, sobre el East River. Pero se irguió en seguida. Era un hombre incorruptible e inteligente, que había ascendido desde simple agente, y, aunque comprendía que el lujoso coche negro era una prerrogativa legítima e incluso necesaria de su rango, se resistía a sentarse en él cómodamente, como para desmentir una opulencia, que consideraba indecorosa.

—¿Han instalado barreras? —preguntó el comisario.

—Sí. Y la Fuerza de Policía Táctica nos ha prestado hombres. Mantenemos nuestro terreno y empujamos hacia las calles adyacentes a los recién llegados. He dicho
empujamos
. No creo que esta acción nos gane muchos amigos.

—¿Y el tráfico?

—He colocado un agente en cada cruce, desde la Calle Treinta y Cuatro hasta la Catorce, y desde la Quinta hasta la Segunda: Supongo Supongo que alguien armará jaleo en la retaguardia, pero la zona inmediata está bajo control.

—¿Quién lo secunda?

—El inspector Daniels, de la Brigada de Operaciones Especiales. Está deseoso de meterse en el túnel y liquidar a todos esos bastardos. Y con eso estoy de acuerdo con él.

—¡Guárdese sus opiniones! —exclamó el jefe de Policía, ásperamente—. Permanezcan donde están, ocupen posiciones tácticas y esperen órdenes. Nada más.

—Sí, señor; así lo hacemos. Sólo quería decir que esto me remueve la sangre.

—Deje su sangre en paz. ¿Tienen controladas todas las salidas de emergencia?

—A ambos lados de la calle, hasta Union Square. He apostado unos cincuenta hombres en el túnel, bien resguardados, al norte y al sur de donde se halla el tren. Todos llevan chalecos a prueba de balas, así como fusiles ametralladores y gases; todo un arsenal. Y media docena de tiradores provistos de armas con miras telescópicas. Podríamos hacer la guerra de Vietnam.

—Limítese a asegurarse de que nadie se mueva. Esa gente está dispuesta a matar. Ya lo han demostrado dando muerte al jefe de servicio. Hay que tomar en serio sus amenazas.

—Así me lo han ordenado, señor. —El comisario de distrito hizo una pausa—. Escuche, señor: algunos de los hombres apostados cerca del Metro secuestrado dicen que pueden ver personas moviéndose en el interior del vagón, y una pareja situada al sur del tren informa que el secuestrador que se halla en la cabina del conductor ofrece un blanco muy fácil.

—¡Maldita sea! ¡No! ¿Quiere que asesinen a todos los pasajeros? Repito: tomamos muy en serio sus amenazas.

—Sí, señor.

—No lo olvide. —El jefe de Policía calculaba su avance por los mojones de la orilla del río. El chófer, haciendo sonar la sirena, esquivaba el tráfico como un corredor de campo traviesa—. ¿Interrogó a los pasajeros que dejaron en libertad?

—Sí, señor; a todos los que pudimos pescar. La mayoría de ellos se perdieron entre la muchedumbre. Los otros dieron versiones contradictorias. Pero el jefe de tren, un simpático joven irlandés, nos ha sido muy útil. Sabemos el número de los secuestradores y cómo...

—¿Una docena?

—Cuatro. Sólo cuatro hombres enmascarados y armados, al parecer, con metralletas «Thompson». Todos llevan impermeable y sombrero oscuros. Según el jefe de tren, están bien organizados y conocen los métodos operacionales del Metro.

—¡Ya! Sin duda alguno de ellos trabajó en el Metro y fue despedido. Aunque, de momento, esto nos sirve de poco.

—Diré a la Policía de Tráfico que investigue este punto. Varios centenares de agentes
suyos
están aquí. Incluido su jefe, en persona.

—Quiero que sea tratado con el mayor respeto.

—Las comunicaciones son difíciles. El Centro de Control de la JT es el único que tiene contacto directo con el vagón secuestrado. El subinspector jefe ha montado su puesto de mando en la cabina del conductor de un tren parado en la estación de la Calle Veintiocho, y puede emplear su radio para hablar con el Centro de Control, pero no con el coche secuestrado. Su radio es corriente, por lo cual puede hablar con el Centro de Control, pero no con los secuestradores. Pedí a éstos, a través del Centro de Control, que nos dejasen comunicar directamente con ellos por un altavoz situado en el túnel; pero se negaron de plano. Les
gusta
complicar las cosas.

El jefe de Policía se agarró al asiento del coche al salir éste de la avenida, mientras los automóviles se apartaban como pájaros asustados al oír la sirena.

—Hemos dejado la avenida atrás. ¿Alguna otra noticia?

—Otra advertencia de los secuestradores sobre la hora límite. Se muestran inflexibles. Las tres y trece.

—¿Quién está en contacto directo con ellos?

—Un teniente de la Policía de la JT. Parece un hombre sagaz, según el subinspector jefe. Pero, ¿por qué se opondrán esos tipos al empleo de altavoces?

—Supongo que por motivos psicológicos. Para demostrarnos que son dueños de la situación. Voy a cortar, Charlie. Procure que se mantenga la calma. Volveré a llamarle en cuanto hayamos tomado una decisión.

El coche se lanzó por el empinado paseo contiguo a Carl Schurz Park. Apenas aflojó la marcha frente a la garita, donde los dos centinelas de guardia se cuadraron y saludaron a su paso. En lo alto de la cuesta, el coche enfiló una avenida circular que rodeaba la mansión y desde la cual se veía el río, discurriendo entre unos inmensos prados, y, más allá, el Puente de Hellgate.

El chófer detuvo bruscamente el automóvil detrás de otros tres coches negros oficiales. El jefe de Policía se apeó de un salto y emprendió una carrera hacia el pórtico de la mansión.

X
La ciudad: medios informativos

Los reporteros y fotógrafos de la Prensa llegaron a Park Avenue South y a la Calle Veintiocho pocos minutos después que la Policía; en realidad, muchas unidades de ésta estaban aún en camino. Con su aplomo y audacia peculiares, consiguieron filtrarse entre las líneas de la Policía, una aglomeración de barreras, policías montados y agentes de a pie, la mayoría de los cuales llevaban los cascos azules, distintivo de la Fuerza de Policía Táctica. Los periodistas corrieron hacia las entradas del Metro en dirección sur, situadas en las esquinas sudoeste y noroeste. Trataron de entrar, pero fueron rechazados por la Policía. Abriéndose paso entre los agentes que ocupaban la acera, cruzaron Park Avenue South y llegaron a las entradas de la línea que se dirigía al Norte. Rechazados una vez más, cruzaron de nuevo la avenida y empezaron a interrogar a los jefes.

—¿Cuál es la situación en este momento, inspector?

—No soy inspector; soy capitán. Y no sé nada.

—¿Ha decidido el Ayuntamiento pagar el rescate?

—¿Sigue todavía allí el cadáver del jefe de servicio?

—¿Cómo saben que está muerto?

—¿Quién manda la operación?

—No contestaré a ninguna pregunta —respondió el capitán—, puesto que ignoro las respuestas.

—¿Le han ordenado que no diga nada?

—Sí.

—¿Quién se lo ordenó?

—Estas órdenes no rigen para la Prensa. ¿Cómo se llama usted, capitán?

—¿Quién dio las órdenes?

—Yo. Y ahora, lárguense.

—No estamos en Alemania, capitán.

—Ahora, sí. Estamos en Alemania.

—¿Cuál es su nombre, capitán?

—Capitán Midnight.

—Joe, saca una foto al capitán Midnight.

Los reporteros de la Radio, cargados con sus magnetófonos y levantando los micrófonos por encima de la cabeza para protegerlos, mientras se abrían paso entre la muchedumbre, concentraron su fuego sobre «el hombrecillo».

—Oficial, ¿cuánta gente calcula que se ha reunido aquí?

—Mucha.

—¿La mayor muchedumbre que haya visto jamás en el escenario de un crimen?

El hombre de la FPT, tensos los músculos de la espalda y de los hombros en su lucha contra el alud de espectadores, gruñó:

—Así parece. Pero es difícil calcular las multitudes. Tal vez no sea tanto.

—¿Diría usted que una multitud irrefrenable?

—Comparada con otras, debo decir que se comporta ordenadamente.

—Comprendo que, si bien no tan espectacular como cazar ladrones, lo que están haciendo ustedes es un trabajo muy arduo e importante, los felicito por su labor. ¿Cómo se llama usted, señor?

—Melton.

—Acaban ustedes de escuchar al oficial Melton, de la FPT, es decir, de la Fuerza de Policía Táctica, en el escenario del secuestro del Metro, en la esquina de la Calle Veintiocho y Park Avenue South. Gracias, oficial Melton, por contener a la multitud. Pero aquí está otro caballero, precisamente a mi lado. Creo que es un detective de paisano, que ayuda también a mantener el orden. ¿He acertado, señor, al decir que es usted un detective de paisano?

—Lamento decirle que se equivoca.

—¿No es usted un detective?

—No, señor.

—Sin embargo, está usted ayudando a la Policía a contener la muchedumbre.

—No estoy conteniendo a nadie; son
ellos
los que me retienen aquí. Lo único que quisiera es poder salir y marcharme a casa.

—Comprendo, señor. Me he equivocado. Muchas gracias. Parece usted un detective de paisano. ¿Quiere decirnos a qué se dedica?

—Auxilio social.

—Como ya ha visto, lo confundí con un detective de paisano. Le deseo mucha suerte, señor, en sus esfuerzos por salir de aquí y llegar sano y salvo a su casa.

Con una sola excepción, las emisoras de Televisión lanzaron la noticia del secuestro a los pocos segundos de recibirla en sus teletipos. La mayor parte de ellas interrumpieron su serial, su película o sus consejos a las amas de casa, para anunciar el suceso, y seguidamente volvieron a su programa. Algunas, menos dispuestas a contrariar a su fiel público del mediodía, insertaron unas líneas al pie de la pantalla, para suministrar ficción y realidad al mismo tiempo. El canal de sucesos se retrasó cuarenta y cinco segundos en relación con los otros, sorprendido en medio de una emisión comercial cuando llegó la noticia.

Other books

The Iron Queen by Julie Kagawa
The Prince by Niccolo Machiavelli
The Princess of Las Pulgas by C. Lee McKenzie
The Bubble Reputation by Cathie Pelletier