Pelham 123 (8 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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—Política, ¿eh? —dijo Steever, encogiéndose de hombros.

Cuando todos los pasajeros, menos tres o cuatro, hubieron desaparecido por la puerta posterior, Ryder volvió a la parte anterior del vagón y entró en la cabina. Apestaba a sudor. A través de las ventanillas, vio que se había apagado la iluminación del túnel, que era de corriente continua. En cambio, las señales y las luces de emergencia, que eran de corriente alterna, seguían encendidas. Cerca de donde estaban brillaba una luz azul solitaria, indicadora de un teléfono de urgencia, y, más allá, una ininterrumpida secuencia de señales verdes.

Ryder descolgó el teléfono del lado de la ventanilla delantera y buscó el botón negro que activaría el transmisor. Pero antes de que pudiese apretarlo, una voz tronó en la cabina:

—Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. ¿Qué
diablos
ocurre? ¿Ha cortado la fuerza? ¿Y no ha llamado al Centro de Control para dar una explicación? ¿Me
oye
? Habla el jefe de servicio. Conteste, ¡maldita sea! ¡Conteste, Pelham Uno Dos Tres!

Ryder apretó el botón.

—Pelham Uno Dos Tres llamando al Centro de Control. ¿Me oye?

—¿Dónde demonios estaba? ¿Qué
le
pasa? ¿Qué está haciendo ese tren? ¿Por qué no contestaba a mis llamadas? Hable. Hable, Pelham Uno Dos Tres.

—Pelham Uno Dos Tres al Centro de Control —dijo Ryder—. Centro de Control: su tren ha sido secuestrado. ¿Me oye? Su tren ha sido secuestrado. Hable, Centro de Control.

V
Tom Berry

Tom Berry se dijo —se había estado diciendo— que en ningún momento había podido emprender una acción adecuada. Tal vez si no hubiese estado soñando despierto, pensando en Deedee en vez de pensar en el deber, tal vez si hubiese estado medianamente alerta, habría advertido que se estaba tramando algo sospechoso. Pero cuando abrió los ojos contó cuatro metralletas, cada una de las cuales le habría llenado el cuerpo de agujeros antes de que pudiese tocar su pistola.

Sin duda, muchos policías habrían hecho algo, a pesar de todo; se habrían suicidado a sabiendas, respondiendo automáticamente a las severas lecciones recibidas desde el día de su ingreso en la Academia de Policía: una mezcla de sentido del deber,
machismo
[2]
y desprecio por el criminal. Deedee lo habría llamado lavado de cerebro. Sí; él conocía a policías de esta clase, y no todos ellos eran estúpidos, ni todos ellos eran personas honradas. ¿Lavado de cerebro, o simplemente hombres que se tomaban en serio su misión? En cambio, él, con una 38 en el bolsillo, se había quedado sentado, sin experimentar ningún reflejo. Sólo le quedaba el consuelo de que estaba vivo y entero y, probablemente, dando fin a su carrera de policía.

Le habían enseñado a defender la ley, y él había jurado hacerlo, imponer el orden, no permanecer inactivo como los ciudadanos a los que estaba obligado a proteger. Los policías no debían dormitar mientras se cometía un delito, ni calcular con precisión las probabilidades que tenían en contra. Ni siquiera los policías de paisano o libres de servicio. Se suponía que opondrían la fuerza a la fuerza, y, si morían en el empeño, no habrían hecho más que seguir la más noble tradición de la Policía: el cumplimiento del deber.

En fin, si hubiese sacado su pistola, seguramente habría seguido aquella noble tradición, dando testimonio de ella con su valor y con su muerte. Como recompensa, lo habrían enterrado con honores de inspector, con asistencia del jefe de Policía, del alcalde y de los demás jefazos, todos ellos de uniforme y con guantes blancos, y, al aparecer en la TV el noticiario de las once, se habrían humedecido los ojos de todos los espectadores. Un estupendo final, aunque no estuviese uno en condiciones de apreciar su pompa y su solemnidad. ¿Quién le habría recordado con dolor, de verdad, no oficialmente? ¿Deedee? ¿Lo lloraría Deedee o lo recordaría mañana, salvo como a un ausente compañero de lecho? ¿Se daría cuenta de lo que significaba «Mueran los cerdos», en término de efusión de sangre, huesos rotos y órganos destrozados?

Entreabrió los párpados y vio que la escena había cambiado un poco. El hombre que había saltado del vagón, tal vez para cortar la corriente, había regresado, y el más alto, el jefe, entraba ahora en la cabina del conductor. El más corpulento estaba en el centro del coche, y el cuarto individuo organizaba la salida de los pasajeros de la parte posterior del vagón. «Por consiguiente —pensó Berry—, las fuerzas no estaban ya en la terrible proporción de cuatro a uno, sino en una simple, pero aún terrible, proporción de dos a uno. Una magnífica oportunidad. Para que lo mataran a uno. "Compréndalo, señor —diría a un severo capitán—, no me importaba lo que pudiese pasarme, pero no quería que le pasara algo a ningún pasajero; por eso me abstuve de sacar mi pistola y seguí buscando la manera de servir al público, en interés de todos y siguiendo la más notable tradición del Departamento."»

Sonrió débilmente y cerró los ojos. Decisión confirmada. «Lo siento, señor alcalde y señor jefe superior de Policía; pero no se aflijan demasiado; alguien le saltará la tapa de los sesos a un polizonte antes de que termine el mes, y no se verán privados de su entierro solemne. Perdona, Deedee. ¿Te habrías puesto un medallón negro para recordar la muerte del "cerdo" de tu amante?»

El peso de la pistola del 38 sobre el estómago no le consolaba en modo alguno. Si hubiese podido, la habría hecho desaparecer; le recordaba que había rehusado convertirse en un cadáver glorioso. Deedee. Deedee comprendería. Le felicitaría por su toma de conciencia, por haber dejado de ser un estúpido instrumento de la sociedad represiva. Pero sus superiores lo verían de otra manera. Se abriría una investigación, se celebraría un juicio disciplinario y, luego, la expulsión del Cuerpo. Todos los policías lo despreciarían, incluso los venales. Por muy corrompidos que estuviesen, no lo estaban tanto como para no dejarse matar inútilmente.

Un rayo de sol: siempre se podía encontrar un nuevo empleo. En cuanto a empezar una nueva vida, era bastante más difícil.

Caz Dolowicz

Cuando Dolowicz empezó a desandar su camino por el viejo túnel, su indigestión, que había desaparecido o, al menos, se había mitigado con la ira provocada en él por el inexplicable comportamiento del Pelham Uno Dos Tres, volvió por sus fueros. El hombre pasó a toda prisa ante el puesto de jugo de naranja, con su olor y su siseo, y subió la escalera de la terminal. Se abrió paso hasta la calle y paró un taxi.

—Park Avenue Sur y Ventiocho.

—No es usted de la ciudad —dijo el taxista—. Los nativos la llaman Cuarta Avenida. Como la Sexta Avenida. Y los patanes la llaman Avenida de las Américas. ¿De dónde es usted?

—Del sur de Bronx.

Su panza saltó sobre su bajo cinturón, al bajar corriendo la escalera de la estación de la Calle Veintiocho. Mostró su tarjeta de identidad al empleado de la taquilla y cruzó en tromba la verja de entrada. Un tren estaba parado en la estación, con las puertas abiertas. Si el Pelham Uno Dos Tres se hallaba aún detenido en el túnel, la luz roja impedía la salida de este tren, que era el Pelham Uno Dos Ocho. Mientras se dirigía al extremo sur del andén, advirtió que el convoy estaba iluminado sólo por las luces de emergencia, o sea, con la corriente de los acumuladores. Se dirigió hacia el primer vagón. El conductor estaba asomado a la ventanilla.

—¿Cuándo se cortó la corriente?

El conductor era un veterano y quiso darle una lección:

—¿Quién lo pregunta?

—Caz Dolowicz, jefe de servicio de la Torre de Grand Central.

—¡Oh! —dijo el conductor, irguiéndose—. Hace un par de minutos.

—¿Ha llamado al Centro de Control?

El conductor asintió con la cabeza.

—El encargado dijo que esperase aquí. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha caído alguien a la vía?

—Es lo que
voy
a averiguar, ¡maldita sea! —exclamó Dolowicz.

Llegó a la punta del andén y bajó a la vía. Mientras se echaba a andar por el oscuro túnel, pensó que podría haber empleado la radio del conductor para averiguar la causa del corte de corriente. Pero lo mismo daba; siempre le había gustado ver las cosas con sus propios ojos.

Espoleado por la ira y la inquietud, inició un trotecillo sobre el piso de cemento. Pero los gases del estómago le obligaron a aflojar la marcha. Trató en vano de eructar, dándose masaje en el pecho para vaciar la bolsa de gas. A pesar del dolor, siguió caminando hasta que oyó voces en el túnel. Se detuvo, frunció los párpados y vio una masa oscilante que avanzaba entre los raíles. ¡Por el amor de Dios! Aquello parecía una muchedumbre.

Longman

Longman había estado bastante tranquilo en el túnel, cuando hizo funcionar el interruptor de emergencia para cortar la corriente, y también lo había estado antes —incluso se había divertido, en cierto modo—, al desenganchar los vagones y conducir el tren. Se sentía bien cuando hacía cosas técnicas. En realidad, tampoco se encontraba mal al volver al coche; pero, en el momento en que Ryder penetró en la cabina, empezó a sudar de nuevo. Entonces comprendió lo seguro que se sentía con Ryder, aunque la actitud de éste le asustaba muchas veces. En cambio, nunca había establecido
una
verdadera relación con los otros dos. Steever era un hombre eficaz, pero inaccesible, un sistema cerrado, y Welcome no sólo era cruel y retorcido, sino que, probablemente, estaba loco de remate.

La metralleta parecía vibrar en sus manos, como si la movieran los agitados latidos de su corazón. Sujetó la culata con más fuerza bajo el codo, aflojó la presión de los dedos, y el arma dejó de temblar. Desvió la mirada para observar ansiosamente la puerta de la cabina, pero volvió a mirar al frente al oír un apagado silbido de aviso de Steever. Contempló a los pasajeros de la hilera de asientos de la derecha. Era responsable de ellos, como lo era Steever de los de la izquierda. Ryder los había colocado de este modo para que no se encontrase cada cual en la línea de fuego del otro. Los pasajeros guardaban silencio y apenas se movían.

Todos los pasajeros de la parte posterior del vagón se habían marchado ya. El sitio que habían ocupado parecía ahora vacío y abandonado. La silueta de Welcome se perfilaba en la puerta posterior; estaba vuelto de espaldas, separadas las piernas, apuntando a la vía con su metralleta. Parecía ansioso de entrar en acción, y Longman estaba convencido de que esperaba que surgiese un contratiempo para poder matar a alguien.

Ahora sudaba tanto, que temió que el nilón se pegase demasiado a su cara, revelando sus facciones. Iba a mirar de nuevo la puerta de la cabina cuando un súbito ruido, a su derecha, le hizo volver bruscamente la cabeza. Era el hippy, que, sin abrir los ojos, había estirado las piernas sobre el pasillo. Steever estaba tranquilo, vigilante, inmóvil. Welcome observaba la vía por la ventanilla trasera.

Longman aguzó el oído para tratar de captar lo que pasaba detrás de la puerta de la cabina, pero no pudo oír nada. Hasta entonces, la operación se había desarrollado perfectamente. Pero todo se iría al cuerno si se negaban a pagar. Ryder le había asegurado que
ellos
no tenían otra alternativa razonable. Pero, ¿y si no querían ser razonables? Era imposible predecir con certeza el comportamiento de la gente. ¿Y si los polis tomaban el mando y se mostraban tercos? En este caso; moriría mucha gente. Incluidos ellos mismos.

El credo de Ryder era: vivir o morir. Una idea horrible para Longman, cuyo propio credo, traducido en palabras, habría sido:
sobrevivir a toda costa
. Sin embargo, había aceptado voluntariamente las condiciones de Ryder. ¿Voluntariamente? No. Se había visto arrastrado contra su voluntad, en un estado casi de sueño. Ryder le había fascinado; pero esto no lo explicaba todo. ¿No había sido él el responsable de que se conociesen? ¿No había sido suya la idea? ¿No la había aireado él, transformándola, de un juego y una fantasía vengativa, en algo delictivo y provechoso?

Hacía tiempo que había dejado de considerar como algo accidental su primer encuentro. La palabra exacta, terrible, era «el destino». De vez en cuando había expresado esta idea del destino, pero Ryder se había mostrado indiferente. Y no era que no comprendiese la cuestión, sino que no le importaba, no significaba nada para él. Ocurría algo, y esto llevaba a otra cosa: Ryder no miraba más allá, no escudriñaba las causas, no le interesaban las coincidencias. Ocurría algo, y esto llevaba a algo más.

Se habían conocido en la oficina de desempleo de la Sexta Avenida y la Calle Veinte, en una de las largas y aburridas colas de parados que avanzaban lentamente hacia el sitio donde un funcionario tomaba notas cabalísticas en sus «libros» forrados de azul yles hacía firmar el recibo de su asignación semanal. Había visto a Ryder en la cola contigua: un hombre alto y delgado, de negros cabellos y facciones regulares y enérgicas. No era lo que podía llamarse un hombre cabal, pero tenía algo que sugería una enorme fuerza oculta y un confiado aplomo. En realidad, esto lo había advertido más tarde. Lo que le llamó primero la atención fue mucho más simple: aquel hombre se destacaba entre la multitud de ganapanes, de chicas y chicos de cabellos largos, y de hombres maduros derrotados. (Longman tenía que confesar, de mala gana, que él pertenecía a esta última categoría.)

De hecho, Ryder nada tenía de extraordinario, y en cualquier otro lugar habría pasado inadvertido.

A veces, la gente entabla conversación en las colas para pasar el tiempo. Algunos llevan algo para leer. Longman solía comprar el
Post
al dirigirse a la oficina de desempleo, y nunca hablaba con nadie. Pero, al cabo de unas semanas de haberle visto por primera vez, se encontró inmediatamente detrás de Ryder en una cola y entabló conversación con él. De momento había vacilado, porque saltaba a la vista que Ryder era uno de esos hombres poco comunicativos, capaces —si no tienen ganas de hablar—, de darle un chasco a cualquiera. Pero al fin, volviéndose a medias, le había mostrado un titular del
Post
:

OTRO 747

OBLIGADO A DIRIGIRSE A CUBA

—Debe de ser algo contagioso, como las epidemias —dijo Longman.

Ryder asintió amablemente con la cabeza, pero no dijo nada.

—No comprendo lo que sacan con ello —siguió diciendo Longman—. En cuanto llegan a Cuba, los meten en chirona o tienen que tostarse cortando caña de azúcar durante diez horas al día.

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