—Vamos a buscar a Marty. El comedor era pequeño pero, para sorpresa de Amelia, no estaba totalmente automatizado. Había máquinas para comida sencilla, pero también una cocina real con un cocinero real, a quien Julián reconoció.
—¿Teniente Thurman?
—Julián. Sigo sin tolerar la conexión, así que me presenté voluntario para sustituir al sargento Duffy. Pero no espere demasiado; sólo sé cocinar cinco o seis cosas. — Miró a Amelia—. Usted tiene que ser… ¿Amelia?
—Blaze —contestó Julián, y los presentó—. ¿Estuvo algún tiempo conectado?
—Si quiere saber si «estoy en el ajo», sí, capté la idea general. ¿Usted hizo los cálculos? —le preguntó a Amelia.
—No, me encargué de las partículas; sólo seguí a Julián y Peter.
Empezó a aliñar dos ensaladas.
—Peter, el cosmólogo —dijo—. Lo vi ayer en las noticias.
—¿Ayer? —preguntó Julián.
—¿No lo ha oído? Lo encontraron vagando y como drogado en una isla. —Thurman les contó todo lo que recordaba de la noticia.
—¿Pero no recuerda nada del artículo? —dijo Amelia.
—Supongo que no. No si piensa que estamos en el 2000. ¿Cree que podrá recuperarlo?
—Sólo si la gente que le quitó la memoria la guardó —dijo Julián—, y eso no es probable. Parece un trabajo bastante burdo.
—Al menos sigue vivo —comentó Amelia.
—No nos sirve de mucho —dijo Julián, y Amelia le dirigió una mirada de reproche—. Lo siento. Pero es verdad.
Thurman les dio las ensaladas y empezó a preparar un par de hamburguesas. Marty llegó y pidió lo mismo.
Se sentaron al fondo de una gran mesa vacía. Marty se desplomó en la silla y se despegó una veloz de detrás de la oreja.
—Será mejor que duermas unas cuantas horas.
—¿Cuánto tiempo llevas de pie?
Miró el reloj, sin verlo.
—No quiero saberlo. Hemos terminado con los coroneles. El equipo está descansando; tratarán a Tomy y al otro, ¿cómo se llama?
—Gilpatrick —contestó Julián—. Le vendrá bien humanizarse un poco.
Thurman trajo la ensalada de Marty.
—Hubo jaleo en Guadalajara —informó—. Jefferson transmitió la noticia justo antes de que yo dejara a los Veinte.
La mayoría de las comunicaciones entre Guadalajara y Portobello se hacían a través de circuitos de conexión en vez de por teléfono convencional: obtenías más información en menos tiempo y, de todas formas, todos los que estaban conectados lo sabrían tarde o temprano.
—Fue una torpeza —dijo Julián—. Tendrían que haber tenido más cuidado con esa mujer.
—Desde luego.
Thurman volvió a sus hamburguesas.
Ninguno sabía que estaban hablando de dos incidentes distintos; habían probado a Thurman con el conector dos veces, y había estado en contacto con la noticia de la matanza que acabó con el asesinato de Ellie.
—¿Qué mujer? —preguntó Marty entre bocado y bocado.
Julián y Amelia se miraron.
—No sabes lo de Gavrila. Lo de Ray.
—Nada. ¿Tiene Ray problemas?
Julián tomó aliento y lo dejó escapar.
—Está muerto, Marty.
Marty soltó el tenedor.
—¿Ray?
—Gavrila es una asesina del Martillo de Dios que fue enviada a matar a Blaze. Introdujo una pistola en la sala de interrogatorios y le disparó.
—¿Ray? —repitió. Habían sido amigos desde el instituto. Se quedó quieto, pálido—. ¿Qué le diré a su esposa? —Sacudió la cabeza—. Fui su padrino de boda.
—No sé. No puedes decirle «dio su vida por la paz», aunque en cierto modo es cierto.
—También es cierto que lo aparté de su cómodo y seguro despacho y lo puse en el camino de una asesina loca.
Amelia le cogió la mano.
—No te preocupes por eso ahora. Nada de lo que hagas podrá cambiar nada.
Él la miró, aturdido.
—No espera que vuelva hasta el catorce. Así que tal vez el universo explote antes y convierta la noticia en irrelevante.
—Lo más probable es que acabe siendo uno más en una larga lista de bajas — dijo Julián—. Podrías esperar y anunciarlas todas después de la tormenta. Después de la revolución incruenta.
Thurman se acercó en silencio y les sirvió las hamburguesas. Había oído lo suficiente para darse cuenta de que no sabían aún lo del asesinato de Ellie, y que quizá desconocían el hecho de que Gavrila estaba libre.
Decidió no decírselo. Pronto lo sabrían. Podría haber algo en el retraso que aprovechar en su favor.
Porque no iba a quedarse quieto y dejar que aquellos lunáticos destruyeran el Ejército. Tenía que detenerlos, y sabía exactamente a quién acudir.
A través de la bruma de la migraña que le impedía comunicar con aquellos idealistas equivocados, se filtró parte de la información real. Como la identidad del general Blaisdell, y su poderosa posición. Blaisdell tenía el poder de neutralizar el Edificio 31 con una llamada telefónica. Thurman tenía que contactar con él, y pronto. «Gavrila» serviría como palabra clave.
Cuando regresamos a nuestro alojamiento, había un mensaje en la consola para Amelia, no para mí, diciendo que llamara a Jefferson inmediatamente por la línea segura. Estaba en su habitación del motel de Guadalajara, cenando. Llevaba una pistola de dardos en una sobaquera.
Contempló la pantalla.
—Siéntate, Blaze. —Ella ocupó lentamente la silla ante la consola—. No sé hasta qué punto es seguro el Edificio 31. Creo que no lo es en absoluto.
»Gavrila ha escapado. Ha dejado un reguero de cadáveres que conduce hasta vosotros. Mató a dos personas en la clínica, y parece que torturó a otra para que le diera vuestra dirección.
—¡No… oh, no!
Jefferson asintió.
—Llegó justo después de que os marcharais. No sabemos qué pudo haberle dicho Ellie antes de morir.
Eso podría haberme dolido a mí más que a ella. Amelia había vivido con Ellie, pero yo lo había hecho dentro de ella.
Se puso pálida y habló casi sin mover los labios.
—La torturó.
—Sí. Y fue directa al aeropuerto y cogió el siguiente vuelo a Portobello. Ahora está en la ciudad. Tenéis que presuponer que sabe exactamente dónde estáis.
—No podría entrar aquí —dije yo.
—Cuéntamelo más tarde, Julián. Tampoco podía salir de aquí.
—Sí, tienes razón. ¿Estás preparado para conectar?
Me dirigió una cautelosa mirada de médico.
—¿Contigo?
—Por supuesto que no. Con mi pelotón. Están montando guardia aquí, y les vendría bien una descripción de la zorra.
—Desde luego. Lo siento.
—Diles todo lo que sabes, y luego acudiremos a Candi para que nos informe.
—Muy bien… pero recordad que Gavrila conectó conmigo bidireccionalmente…
—¿Qué? Muy inteligente.
—Creíamos que estaría permanentemente metida en una camisa de fuerza. Era la única forma de sacarle algo, y sacamos mucho. Pero tened en cuenta que seguro que recuerda un montón de cosas que sacó de Spencer y de mí.
—No os sacó mi dirección —dijo Amelia.
Jefferson sacudió la cabeza.
—Yo no la sabía, ni tampoco Spencer, por si acaso. Pero conoce el esbozo general del plan.
—Maldición. Lo habrá comunicado ya.
—Todavía no. Tiene un superior en Washington, pero no habrá hablado aún con él. Lo idolatra, y combinado con su rígido fanatismo… Creo que no llamará hasta que pueda decir «misión cumplida».
—Entonces no nos mantendremos apartados de ella. La capturaremos y nos aseguraremos de que no hable.
—Encerradla en una habitación.
—O en una caja.
Él asintió y cortó la conexión.
—¿Vamos a matarla? —dijo Amelia.
—No será necesario. Sólo la entregaremos a los médicos y dormirá hasta después del Día D.
Probable, pensé, pero muy pronto Amelia y yo íbamos a ser las únicas personas de aquel edificio físicamente capaces de matar.
Lo que Candi les contó era aterrador. Gavrila no sólo era cruel y estaba bien entrenada y motivada por el amor y el miedo a Dios y a su siervo, el general Blaisdell, sino que le resultaría más fácil entrar en el Edificio 31 de lo que Julián había imaginado. Sus principales defensas eran contra ataques militares o turbas al asalto. Ni siquiera tenía una alarma antirrobo.
Naturalmente, primero tendría que entrar en la base. Enviaron a la puerta descripciones de sus dos aspectos conocidos, y copia de sus huellas dactilares y retínales, con estrictas órdenes de detención: «armada y peligrosa».
No había cámaras de seguridad en el aeropuerto de Guadalajara, pero sí en Portobello. Nadie que se le pareciera había bajado de ninguno de los seis vuelos llegados de México esa tarde y noche, pero eso podía significar que había adoptado un tercer disfraz. Había unas cuantas mujeres de su complexión. Sus descripciones fueron también enviadas a la puerta.
De hecho, como Jefferson podría haber predicho, en su paranoia Gavrila compró un billete a Portobello, pero no lo utilizó. En cambio, voló a la Zona del Canal disfrazada de hombre. Se dirigió al muelle y allí encontró a un soldado borracho que se le parecía. Lo mató para quitarle los papeles y el uniforme. Dejó la mayor parte del cadáver en la habitación de un hotel porque primero le cortó las manos y la cabeza, las envolvió bien, y las envió por correo con la tarifa más barata a una dirección ficticia de Bolivia. Cogió el monorraíl hasta Portobello y estaba ya dentro de la base una hora antes de que empezaran a buscarla.
No tenía el cuchillo ni la pistola de plástico, naturalmente; había dejado atrás incluso el escalpelo utilizado con Ellie. Había miles de armas dentro de la base pero todas estaban encerradas y controladas, a excepción de las pistolas de unos cuantos guardias y policías militares. Matar a un PM parecía un mal modo de conseguir un arma. Bajó a la armería y deambuló un rato, inspeccionándola mientras simulaba leer las noticias del tablón; luego hizo cola unos minutos y se marchó corriendo como si se hubiera olvidado algo.
Salió del edificio y volvió a entrar por una puerta trasera. Gracias al plano de la planta que había memorizado, fue derecha a MANTENIMIENTO. Había una lista de servicios; se metió en una de las habitaciones adyacentes y llamó al especialista de mantenimiento: le dijo que el mayor Feldman quería verlo en su despacho. Se marchó sin cerrar la puerta y Gavrila pudo entrar.
Tenía quizá noventa segundos para encontrar algo suficientemente letal que no fuera echado en falta de inmediato.
Había un montón de M-31, cubiertos de barro pero, por lo demás, en buen estado. Probablemente eran utilizados en los ejercicios por los oficiales, que no tenían que limpiarlos después. Cogió uno y lo envolvió en una toalla verde, junto con una caja de dardos explosivos y una bayoneta. Los dardos venenosos habrían sido mejores, más silenciosos, pero no había ninguno a mano.
Salió sin ser detectada. No parecía ser la clase de base donde un soldado puede llevar como si nada un arma ligera de asalto, por lo que mantuvo envuelto el M-31. Se metió la bayoneta envainada en el cinturón, bajo la camisa.
La venda que le comprimía los pechos era incómoda, pero se la dejó puesta por si conseguía, gracias a ella, un par de segundos extra de sorpresa. El uniforme era ancho, y parecía un hombre regordete, bajo y con el pecho como un barril. Caminaba con cuidado.
El Edificio 31 no se diferenciaba de los que lo rodeaban a no ser por la baja cerca electrificada y la garita del centinela. Se acercó a la garita en la oscuridad, combatiendo la tentación de eliminar al guardia zapato y entrar.
Podía hacer algún daño con las cuarenta balas de la caja, pero sabía por Jefferson que habría soldaditos de guardia. El pelotón del negro: Julián Class.
Sin embargo, Jefferson no sabía nada del plano del edificio, que era lo que ella necesitaba. Si supiera dónde estaba Harding podría iniciar una maniobra de distracción para los soldaditos, lo más lejos posible de su presa, y luego ir tras ella. Pero el edificio era demasiado grande para entrar sin más a buscarla mientras los soldaditos estaban ocupados unos minutos.
Además, la estarían esperando, por supuesto. No miró hacia el Edificio 31 mientras pasaba de largo. Sin duda se habían enterado de las muertes y torturas. ¿Había algún modo de usar ese conocimiento contra ellos, de que se volvieran descuidados a causa del miedo?
La acción que emprendiera tenía que ser dentro del edificio. De lo contrario, habría fuerzas externas con las que tratar mientras los soldaditos protegían a Harding.
Se detuvo en seco y luego se obligó a continuar. ¡Eso era! Crear una maniobra de distracción fuera, pero estar dentro cuando lo averiguaran. Seguir a los soldaditos hasta su presa.
Entonces necesitaría la ayuda de Dios. Los soldaditos serían rápidos, aunque probablemente estarían pacificados, si el plan humanizador funcionaba. Tenía que matar a Harding antes de que la detuvieran.
Pero tenía completa confianza. El Señor la había llevado hasta allí. No le fallaría ahora. Incluso el nombre de la mujer, Blaze, llamarada, era demoníaco, igual que su misión. Todo iba bien. Volvió la esquina y rezó una silenciosa oración. Una niña jugaba sola en la acera. Un regalo del Señor.
Estábamos tumbados en la cama charlando cuando la consola emitió su señal telefónica. Era Marty. Estaba cansado, pero sonriente.
—Me han sacado del quirófano. Buenas noticas de Washington, para variar. Han pasado un fragmento de vuestra teoría en el programa de Harold Burley de esta noche.
—¿A favor? —preguntó Amelia.
—Evidentemente. Sólo he visto un minuto y he vuelto al trabajo. Ya estará en vuestro buzón de datos. Echad un vistazo.
Desconectó y encontramos el programa inmediatamente.
Empezaba con una imagen de una galaxia explotando dramáticamente, con efectos sonoros y todo.
Luego el perfil de Burley, serio como de costumbre, contemplando el cataclismo.
—¿Podríamos ser nosotros, apenas dentro de un mes? La controversia arde en los más altos círculos científicos. Y no sólo los científicos se plantean preguntas. También la policía.
Una foto fija de Peter, demacrado y sucio, desnudo de cintura para arriba, sujetando un número para la cámara de la policía.
—Éste es Peter Blankenship, quien durante dos décadas ha sido uno de los cosmólogos más famosos del mundo.
»Hoy ni siquiera sabe el número exacto de planetas del sistema solar. Cree que vive en el año 2004… y en su confusión cree ser un hombre de veinte años en un cuerpo de sesenta y cuatro.