Paz interminable (35 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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Blaisdell y Roser no se caían bien, aunque ambos lo disimulaban lo bastante para jugar al tenis o al billar de vez en cuando. Cuando Roser le invitó en una ocasión a jugar al póquer, Blaisdell dijo fríamente:

—Nunca he jugado al póquer.

Lo que le gustaba era jugar a ser Dios.

A través de tres o cuatro intermediarios, supervisaba la mayoría de asesinatos y torturas que eran lamentablemente necesarios para acelerar los planes de Dios. Utilizaba unas instalaciones de conectores ilegales en Cuba, donde llevaron a Peter para que le robaran la memoria. Fue Blaisdell quien, reacio, decidió dejar al científico con vida mientras los cinco evaluadores morían en accidentes y por enfermedad. Esos cinco científicos vivían repartidos por todo el mundo, y no había motivo alguno para relacionar sus muertes o sus dolencias (dos de ellos estaban en coma, y dormirían hasta que llegara el fin del mundo), pero si Peter aparecía también muerto podría haber problemas. Era moderadamente famoso, y probablemente había docenas de personas que conocían las identidades de los cinco evaluadores y el hecho de que habían rechazado su estudio. Una investigación podría provocar una revaluación del trabajo, y el hecho de que la agencia de Blaisdell hubiera ordenado su rechazo podría atraer la atención hacia otras actividades.

Trataba de guardar para sí sus creencias religiosas, pero no ignoraba que algunas personas, como Roser, sabían que era muy conservador y podrían sospechar, a partir del más leve rumor, que era un terminador. El Ejército no lo expulsaría por eso, pero podía convertirlo en el encargado de suministros de más alta graduación del mundo.

Y si descubrían lo del Martillo de Dios, sería ejecutado por traición. Personalmente, preferiría eso, por supuesto, a ser expulsado. Pero el secreto llevaba años guardado, y sería el último en revelarlo. El grupo de Marty no era el único que tenía píldoras.

Blaisdell llegó a casa del Pentágono, se puso ropa deportiva y salió a ver un partido de fútbol nocturno en Alexandria. En el puesto de perritos calientes habló con una mujer de la cola y, mientras caminaban de vuelta hacia las gradas, le dijo que su agente Ingram había ido a la estación de trenes de Omaha la noche del 11 de julio para recoger y eliminar a una científico: Blaze Harding. Agente y científico habían salido juntos de la estación (las cámaras de seguridad lo confirmaban), pero luego ambos desaparecieron. «Encuéntrelos y mate a Harding. Mate a Ingram si hace algo que le induzca pensar que se ha pasado al otro bando.» Blaisdell regresó. La mujer entró en el lavabo de señoras y se deshizo de su perrito caliente; luego se marchó a casa a recoger sus armas.

Su arma principal era un infogusano ilegal del FBI, que se introducía sin ser detectado en los archivos de transportes municipales. Descubrió que una tercera persona había compartido el taxi con el agente y su supuesta víctima; habían detenido el taxi en Grand Street, ante ninguna dirección en concreto. La orden original fue ir al 1.236 de Grand, pero se detuvieron antes: una cancelación verbal.

Repasó las cintas de seguridad y vio que los dos habían sido seguidos por un hombretón negro de uniforme. No sabía aún que había una conexión entre la científico y el mecánico negro. Supuso que era un escolta de Ingram; Blaisdell no lo había mencionado, pero tal vez era un acuerdo que Ingram había hecho por su cuenta.

Así que probablemente Ingram tenía un coche esperando, para llevar a su víctima al campo y eliminarla.

La siguiente etapa dependía de la suerte. El sistema Iridium que proporcionaba comunicaciones globales por medio de una flota de satélites de baja órbita había sido adquirido calladamente por el gobierno después del inicio de la guerra Ngumi; todos los satélites habían sido sustituidos por otros de función dual: todavía se encargaban del servicio telefónico, pero también espiaban continuamente la franja de tierra sobre la que pasaban. ¿Había pasado uno de ellos sobre Omaha, sobre Grand Street, justo antes de la medianoche del día 11?

No era militar, pero tenía acceso a las fotos del Iridium a través de la oficina de Blaisdell. Pasados unos minutos, recibió la imagen del taxi marchándose y del mecánico negro subiendo al asiento trasero de una gran limusina. La siguiente toma era un ángulo bajo que mostraba la matrícula de la limusina: «North Dakota 101 Clergy.» Tardó menos de un minuto en relacionarla con el Hogar de San Bartolomé.

Aquello era muy extraño, pero su rumbo estaba claro. Ya tenía una bolsa preparada con un traje de negocios, un vestido caro, dos mudas de ropa interior, y un cuchillo y una pistola hechos completamente de plástico. También había un frasco de vitaminas con suficiente veneno para asesinar a un pueblo pequeño. Antes de una hora estaba en el aire, dirigiéndose a la ciudad de Seaside, junto al cráter, y a su misterioso monasterio. San Bartolomé tenía alguna conexión militar, pero el general Blaisdell no tenía acceso suficiente para averiguar de qué se trataba. Se le ocurrió que tal vez aquello estuviera más allá de su capacidad. Rezó pidiendo guía, y Dios le dijo con su severa voz paterna que estaba haciendo lo adecuado. «Sigue tu rumbo y no temas morir. Morir es sólo volver a casa.»

Conocía a Ingram; era un tercio de su célula… y, lo sabía, mucho mejor a la hora de matar. Ella había eliminado a más de veinte pecadores sirviendo al Señor, pero siempre a distancia o protegida por un contacto extremadamente cercano. Dios la había dotado de gran atractivo sexual, y lo utilizaba como un arma, permitiendo que los pecadores entraran entre sus piernas mientras ella buscaba bajo la almohada el cuchillo de cristal. Los hombres que no cierran los ojos mientras eyaculan los cerrarán un momento después. Si estaba tumbada sobre la espalda con el hombre encima lo abrazaba con la mano izquierda y luego le hundía la daga en el hígado. Él se incorporaba con un espasmo, su pene tratando de eyacular otra vez, y ella le pasaba la afilada cuchilla por la garganta. Cuando él se desplomaba, ella se aseguraba de cortarle ambas arterias carótidas.

Sentada en el avión, apretó las rodillas, recordando lo que había sentido con el último embate de un moribundo. Probablemente no lastimó demasiado al hombre, pues terminó muy rápido, y se enfrentaba a una eternidad de tormento de todas formas. Ella nunca había hecho nada a nadie que hubiera tomado a Jesús como su Salvador. En vez de ser lavados en la Sangre del Cordero, se ahogaron en la suya propia. Ateos y adúlteros; se merecían algo aún peor.

Una vez un hombre había estado a punto de escapar: un pervertido a quien había permitido que la poseyera por detrás. Había tenido que darse media vuelta y apuñalarlo en el corazón. Pero no puso demasiada fuerza o no apuntó bien, y la punta del cuchillo rebotó en su esternón. Ella soltó el cuchillo y él corrió hacia la puerta. Podría haber seguido corriendo por el pasillo del hotel, desnudo y sangrante, pero ella había echado la llave, y mientras él luchaba con la combinación de cerrojos, recuperó el cuchillo y le abrió el abdomen. Era un hombre grande y gordo, y cayó al suelo con un golpe increíble. Hizo un montón de ruido al morir, mientras ella se arrodillaba, inevitablemente enferma, en el baño. Pero el hotel estaba bien aislado. Se marchó por una ventana y una escalera de incendios. En las noticias de la mañana dijeron que el hombre, un comisionado de la ciudad con buenos contactos, había muerto en casa, pacíficamente, mientras dormía. Su esposa e hijos no tenían más que palabras de alabanza para él. Un cerdo ateo demasiado gordo para penetrar a una mujer normalmente. Incluso había pretendido que rezaran antes de practicar el sexo, buscando congraciarse con ella al ver su crucifijo. Y luego quiso que usara la boca para ponerlo a punto. Fue mientras lo hacía que saboreó la imagen de abrirlo en canal. Pero su odio no la había preparado para la profusión de sangre.

Bueno, esto sería limpio. Había matado a mujeres en dos ocasiones, las dos con un piadoso disparo en la cabeza. Haría eso y escaparía, o no. Esperaba no tener que matar a Ingram, un hombre duro pero agradable que nunca la había mirado con lujuria. Pero no dejaba de ser un hombre, y era posible que la catedrática pelirroja lo hubiera descarriado.

Llegó a Seaside a eso de medianoche. Encontró habitación en el hotel más cercano a San Bartolomé, a poco más de un kilómetro de distancia, y se acercó a echar un vistazo.

El lugar estaba completamente oscuro y silencioso. Supuso que era lo habitual en un monasterio, así que regresó al hotel y durmió unas cuantas horas.

A las ocho y un minuto de la mañana, telefoneó al lugar. Le respondió un contestador. Lo mismo sucedió a las ocho y media.

Cogió sus armas y se acercó al monasterio y llamó al timbre a las nueve. No hubo respuesta. Dio la vuelta al edificio y no vio signos de vida. El césped necesitaba un recorte.

Localizó varios sitios por los que podría entrar al anochecer, y regresó al hotel a hacer un poco de cotilleo electrónico.

No encontró ninguna referencia a San Bartolomé en ninguna base de datos de actividades religiosas, aparte del reconocimiento de su existencia y emplazamiento.

Fue fundado al año siguiente del cataclismo de la nanofragua que formó el mar Interior.

Sin duda era una tapadera de algo, y ese algo estaba de algún modo relacionado con los militares. Desde Washington, cuando tecleó el nombre, trabajando con la autorización de Blaisdell, recibió el mensaje de que documentos «necesarios» tendrían que ser procesados a través de Dirección de Fuerzas y Personal. Eso era bastante extraño, ya que Blaisdell tenía acceso pleno a material de alto secreto en cualquier parte del estamento militar.

Así que la gente de ese monasterio era o bien muy poderosas o muy sutil. O tal vez ambas cosas. E Ingram era evidentemente uno de ellos.

La conclusión obvia era que pertenecían al Martillo de Dios. Pero entonces Blaisdell conocería sus actividades.

¿O no? Era una organización enorme, con enlaces tan complejos y bien protegidos que era posible que incluso el hombre al mando pudiera haber perdido la pista de una parte importante. Así que debía estar preparada para entrar disparando, pero también para salir de puntillas en silencio. Dios la guiaría.

Pasó un par de horas montando un mosaico de fotos del lugar desde el día once. No había imágenes de la limusina negra, lo que no resultaba demasiado sorprendente, ya que el monasterio tenía un garaje grande y nunca había ningún vehículo aparcado delante.

Entonces vio aparecer el camión del Ejército y el autobús, y los vio reaparecer como vehículos azules de la iglesia, y marcharse.

Haría falta mucho tiempo, y un montón de suerte, para localizarlos a través del sistema interestatal. Por fortuna, el azul pólvora es un color poco corriente. Pero antes de sumergirse en aquella agotadora tarea decidió ir a buscar pistas al monasterio.

Se puso el vestido de negocios sobre las armas y preparó el carnet y el encendedor de bolsillo que la identificaba como agente del FBI de Washington. No pasaría un escáner de retina en una comisaría de policía, pero no tenía previsto entrar con vida en ninguna.

Una vez más, no hubo respuesta al timbre. Sólo tardó un par de segundos en hurgar la cerradura, pero tenía echado el cerrojo. Sacó la pistola y lo voló, y la puerta se abrió.

Entró corriendo con la pistola alzada y gritó «¡FBI!» a la polvorienta sala de espera. Entró en el pasillo principal e inició una presurosa búsqueda, esperando encontrar algo antes de que llegara la policía. Supuso, acertadamente, que era posible que la gente de San Bartolomé no tuviera una alarma antirrobos porque no quería que la policía apareciera de repente, pero no quería darlo por hecho.

Las habitaciones del pasillo resultaron decepcionantes: dos salas de reuniones y dormitorios o celdas individuales.

Pero el atrio la dejó parada, con sus altos árboles y el activo arroyuelo. En un contenedor de basura había seis botellas vacías de Dom Pérignon. Más allá del atrio, encontró una gran sala de conferencias circular construida en torno a una gran placa de hologramas. Buscó los controles y conectó una pacífica escena de bosques.

Al principio no reconoció los módulos electrónicos de cada asiento… ¡y entonces comprendió que era un lugar donde dos docenas de pecadores podían conectar juntos!

Nunca había oído hablar de nada semejante fuera del Ejército. Tal vez ésa era la conexión militar: un experimento de alto secreto con soldaditos. El Departamento de Dirección de Fuerzas y Personal podía en efecto estar detrás de aquello.

Eso la hizo vacilar. Blaisdell era su superior espiritual además del líder de su célula, y normalmente ella obedecía sus órdenes sin poner pegas. Pero resultaba cada vez más evidente que había aspectos en aquel asunto de los que no era consciente. Volvería al hotel y trataría de establecer una línea segura con él.

Apagó el holograma y trató de regresar al atrio. La puerta estaba cerrada.

La habitación habló:

—Su presencia aquí es ilegal. ¿Tiene modo de explicarla?

La voz pertenecía a Méndez; la estaba viendo desde Guadalajara.

—Soy la agente Audrey Simone, de la Oficina Federal de Investigación. Tenemos motivos para creer…

—¿Tiene una orden para registrar este establecimiento?

—Lo tienen las autoridades locales.

—Pero ha olvidado traerla.

—No tengo que darle explicaciones. Muéstrese. Abra esta puerta.

—No, creo que será mejor que me diga el nombre de su supervisor y la localización de su sede. Cuando verifique que es usted quien dice ser, podernos discutir el hecho de que no traiga una orden.

Con la mano izquierda, ella sacó la cartera y mostró la placa.

—Las cosas serán mucho más fáciles para usted si…

La interrumpió la risa del hombre invisible.

—Guarde la placa falsa y escape mientras pueda. La policía debe de estar al llegar: podrá explicarles lo de su orden.

Tuvo que volar a tiros ambos goznes además de los tres cerrojos de la puerta. Cruzó corriendo el arroyo y encontró que la puerta de salida del atrio estaba ahora igualmente asegurada. Volvió a cargar, contando automáticamente el número de cartuchos comprimidos restantes, y trató de abrir ésta con tres disparos. Necesitó cuatro más.

Yo la estaba contemplando en la pantalla, detrás de Méndez. Finalmente pudo derribar la puerta con el hombro. Méndez pulsó dos botones y cambió a la cámara del pasillo. La mujer salió corriendo como loca, la pistola por delante, empuñada con ambas manos.

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